-I- [la bifurcaci�n: historia y aventura]
Dos escenas sarmientinas. Por un lado, la program�tica que cierra su Facundo con su idea de la libre navegabilidad de los r�os:
�Porque �l [el gobierno de Rosas] ha puesto a nuestros r�os interiores una barrera insuperable, para que sean libremente navegados, el Nuevo Gobierno fomentar�, de preferencia, la navegaci�n fluvial (...) todo su engrandecimiento futuro depende de que esos r�os, a cuyas riberas duermen hoy [las provincias] en lugar de vivir, lleven y traigan las riquezas del comercio. �
Por otro lado, la grandilocuencia con la que se busca recordar, en Campa�a en el Ej�rcito grande, el cruce del Paran� por parte del ej�rcito que comanda Urquiza y que derrocar�a a Rosas:
El sol de ayer ha iluminado uno de los espect�culos m�s grandiosos que la naturaleza y los hombres pueden ofrecer ?el pasaje de un gran f�o por un grande ej�rcito. La operaci�n militar que arredra a los m�s grandes capitanes est�, pues, ejecutada, y el pasaje del Paran�, realizado por un grande ej�rcito y por medios tan diversos, ser� considerado por el guerrero, el pol�tico, el pintor o el poeta como uno de los sucesos m�s sorprendentes y extraordinarios de los tiempos modernos.��
El r�o se bifurca entre el espacio de la aventura y el de la representaci�n de nuestra historia pol�tica y social: de los r�os en los que se puede ver sintetizado el proyecto civilizatorio al tono de novela de aventuras del cruce del r�o en Campa�a se traza un arco que deja sedimentos desde los que se puede pensar la aparici�n de los r�os en el resto de la historia de nuestra literatura.�
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-II- [quiroga y el libre paso por los r�os]
Quiz�s con el antecedente de la figura del viejo Lucio V. Mansilla, que carga, sobre su nombre y su firma, tanto las marcas de apellidos centrales de la historia de la incipiente Naci�n como con las experiencias que configuran su yo narrativo, con esa figura, decimos, quiz�s como antecedente, Horacio Quiroga carga sobre su imagen de autor la m�s alta densidad productiva de la bifurcaci�n con la que leemos al r�o: la aventura individual y la historia social atraviesan tanto su biograf�a como su obra ?y todos los l�mites difusos entre estas dos amables categor�as-, con una potencia que se puede seguir tanto en muchas de sus narraciones y cartas personales como en la profunda mirada que se sostiene en el cuantioso registro fotogr�fico que queda de sus viajes y sus d�as en el delta del Tigre y en la selva misionera.
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El r�o, en Quiroga, parece llevar la dualidad de su tradici�n al extremo: aventura individual e historia social son dos polos entre los que se mueve constantemente. En los relatos de Quiroga se incorpora de forma original a los animales, a la selva y al r�o como personajes, pero abri�ndose rotundamente de la tradici�n de la f�bula; y a su vez: Quiroga encuentra en el r�o un espacio ideal para el ejercicio de la aventura, para el coqueteo con el peligro, acaso como una forma solidaria con esos momentos de vestimenta de dandy andrajoso performateado pour �pater le bourgeois.
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Se lo puede leer en las luminosas p�ginas que escribi� Mart�nez Estrada record�ndolo: �
?Evit� tenazmente, hasta que tuve que ceder, acompa�ar a Quiroga en sus acrobacias n�uticas. Invitaba con voz que pod�a significar ??-�Qu� le parece si nos estrell�ramos esta tarde? �No le resultar�a magn�fico que nos ahog�ramos en el Tigre??.
Ni �l ni yo sab�amos nadar, ineptitud a la que no daba ninguna importancia. Pero hab�a siempre una rom�ntica persuasi�n en su ?Invitation au Voyage?. Como un jugador se entrega al azar con los ojos cerrados, se abandonaba �l al albur de la tragedia. Quiroga navegaba en el Tigre como Jack London en los archipi�lagos del Pac�fico. No pod�a esperarse otro gozo que el de la emoci�n violenta, el peligro como fin y finalidad de la excursi�n.
Quiroga empu�aba el tim�n, con toda la arrogancia de un almirante holand�s, acurrucado en la popa. Era un jinete y no un piloto, que alardeaba de no tener ni idea de lo que estaba haciendo.
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�[Ezequiel Mart�nez Estrada, El hermano Quiroga]
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Quiroga enhebra en su figura de autor y lleva al extremo la bifurcaci�n. Y si su mito de escritor �lo ubica en la historia literaria como aquel que se intern� en la selva a vivir su vida como obra, a construir con sus manos el sucederse de sus d�as, en sus narraciones podemos ver la otra cara: en la forma que se encauzan los r�os en su prosa se encuentra ficcionalizado, con todas las marcas de su estilo, el fracaso del proyecto de navegabilidad que propugnaba Sarmiento. La libre navegaci�n de los r�os que �ste promov�a se convierte en un centro de la producci�n narrativa de Quiroga, como se puede ver en varios de sus relatos: ya en ?La guerra de los yacar�s? y ?El paso del Yabebir�? [ambos parte de Cuentos de la selva, de 1918], ya ?notablemente- en ?El regreso de Anaconda? [de 1925, publicado como primera parte de Los desterrados].
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En ?La guerra...?, los yacar�s se ven sorprendidos por un aparato que nunca han visto: un vapor avanza por un r�o virgen, espantando los peces, imposibilitando la vida de los yacar�s. Estos, entonces, imaginan una soluci�n:
[dice un yacar�] -El buque pas� ayer, pas� hoy y pasar� ma�ana. Ya no habr� m�s pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.
- �S�, un dique! �Un dique! ?gritaron todos nadando hacia la orilla-. �Hagamos un dique!?.
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El relato de ?La guerra...? se escande en el in crescendo de la construcci�n y destrucci�n del dique que impide el paso del vapor, hasta llegar al punto en que los hombres env�an un buque de guerra para destruir las barreras que construyen los animales. Los yacar�s ?literalmente- lo bombardean y se regocijan sin crueldad en el triunfo.
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En ?El paso...?, por su lado, se parte de la violencia t�cnica a la que los hombres someten al r�o:
Como en el Yabebir� hay adem�s de rayas tambi�n muchos otros pescados, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al r�o, matando millones de pescados. Todos los pescados que est�n cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren tambi�n los chiquititos, que no sirven para nada.
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Y si la violencia t�cnica separa a hombres y animales en bandos opuestos, la llegada de un hombre que se opone a la l�gica de los hombres� [?un hombre fue a vivir all� y no quiso tirar bombas, porque ten�a l�stima de los pescaditos (...) no quer�a que mataran in�tilmente a millones de pescaditos?] trasladar� especularmente el conflicto a los propios animales: tras una pelea con un tigre, el hombre, herido gravemente, busca refugio en una isla del Yabebir�, perseguido por el animal. Un zorro ve la secuencia y advierte:
-�Eh, rayas! �Ligero! Ah� viene el amigo de ustedes, herido.
-�Qu� pasa? �D�nde est� el hombre?
-�Ah� viene! ?grit� el zorro de nuevo-. �Ha peleado con un tigre! �El tigre viene corriendo! �Seguramente va a cruzar a la isla! �Denle paso, porque es un hombre bueno!
-�Ya lo creo! �Ya lo creo que le vamos a dar paso! ?contestaron las rayas-. �Pero lo que es el tigre, �se no va a pasar!
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Unos pasan y otros no. El libre paso que dec�a Sarmiento que Rosas imped�a, el derecho o no a imponer ?barreras insuperables?, o los intentos de superar estas barreras, se reconfigura en forma de material narrativo en la prosa de Quiroga. El resto del cuento, como en el anterior, se desarrollar� con el in crescendo de la pelea entre el tigre [al principio; luego: los tigres] que intenta pasar y los animales del r�o [?ej�rcitos de peces?] que cortan el paso, plagando el relato de tigres ensangrentados en la orilla, con las patas hinchadas por las picaduras de las rayas, plagando el relato de cuerpos heridos de peces que vuelan ensangrentados ante la furia de los zarpazos de quienes quieren pasar:
-�Paso a los tigres!
-�No hay paso! ?respondieron las rayas.
-�Paso, de nuevo!
-�No se pasa!
-�No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si no dan paso!
-�Es posible! ?respondieron las rayas-. �Pero ni los tigres, ni los hijos de los tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aqu�!
As� respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por �ltima vez:
-�Paso pedimos!
-�NI NUNCA!
Y la batalla comenz� entonces.
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En Quiroga el r�o es espacio para el enfrentamiento entre animales y hombres, entre la selva y la ciudad, entre naturaleza y progreso. Sin la necesidad de achacarle a Quiroga pruritos ecologistas avant la lettre [aunque se pueda reconocer ah� la posible liaison con el pensamiento anarquista, ecologista avant la lettre], s� hay que reconocerle su capacidad de darle forma en la narraci�n a los ruidos que hac�a al derrumbarse el sue�o de la ciudad liberal que con la crisis del �29 terminar�a de salpicar promesas. Como en el grotesco [Disc�polo, Defilippis Novoa, momentos de Olivari, Tu��n y Arlt, etc] se ha podido leer la cara urbana del fracasado proyecto agroexportador, en Quiroga se pueden rastrear los fantasmas y los l�mites que tambi�n hab�a fuera de la urbe: esos que quedan afuera en Don Segundo Sombra, publicado en 1926, el mismo a�o que Los desterrados. De qui�n y para qu� son las tierras, los r�os, los caminos es una pregunta que atraviesa la prosa de Quiroga. Qui�n y c�mo se decide de qui�n y para qu� son las tierras, los r�os, los caminos. La tierra heredada y el ascenso pac�fico de la novela de G�iraldes parece resonar ?con distorsi�n trash- en los expatriados de la selva misionera de Los desterrados. Y si la libre navegabilidad id�lica que promov�a Sarmiento hace ecos en la pregunta ?de respuesta siempre violenta- por qui�n y c�mo puede y debe decidir si se da el derecho de pasar por los r�os, resuena tambi�n en los m�s recientes piquetes de desocupados o los cortes de los puentes, y hasta en los tractores y las camionetas importadas que llevan de compa��a a la peonada mal paga en la disputa por la libre circulaci�n, sin retenciones, de personas y mercanc�as por las rutas, aduanas y los r�os. La respuesta en los cuentos de Quiroga es que no se responde nunca esa pregunta sin que en alg�n momento del relato corra sangre. Sangre de hombres, de tigres, de rayas o de peces: detr�s de los pactos de vialidad, detr�s de todo derecho, se reseca la sangre de una batalla.
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La necesidad de expandir el territorio explotable que movi� fundamentalmente a la matanza de la conquista del desierto, ese motor del capitalismo que requiere constantemente su expansi�n, reaparece como sustrato necesario para la narraci�n de los relatos de Quiroga. Tal vez la m�s lograda prosa de �ste se encuentre en su libro Los desterrados, y ?El regreso de Anaconda?, el texto que abre al libro, sea uno de los momentos m�s altos de la productividad de esta constelaci�n de modos en que el r�o ingresa a la narrativa quiroguiana. No casualmente, all� la discusi�n por el libre paso o el cierre del paso por el r�o se entrelaza con la idea de reconquistar el r�o: ?Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del tr�pico, medit� y plane� la reconquista del r�o, acababa de cumplir treinta a�os?. La violencia siempre es antecedente: no es conquista, sino reconquista: como sobre el ?desierto? que pronto se vuelve tierra labrable, el progreso ha avanzado sobre los r�os, y los animales que sufren los da�os colaterales de ese avance vuelcan su poder de acci�n en la lucha por reconquistar lo que entienden es su r�o. El enemigo en el cuento se propone como claro: ?el hombre, con su miserable ansia de ver, tocar y cortar? es el ?enemigo de la selva (...) contra ellos se desencadenaba esa lucha?. El m�todo para la reconquista, tan claro como el enemigo: ?crear una barrera que cegara el r�o (...) cegando, pues, el r�o, los hombres no podr�n m�s llegar hasta aqu�?. El final del cuento, con la resoluci�n de qui�n puede pasar, otra vez ser� violento: un tiro en la cabeza de Anaconda bastar� para que �sta caiga muerta y el texto termine.
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En todos estos cuentos, el r�o aparece como escenario de una disputa: la posibilidad o no del paso. La disputa establece la forma b�lica para los relatos, ya entre animales y hombres, ya entre la selva y los hombres, ya hombres y animales entre s�. Las pol�ticas de asociaci�n y alianza organizan los bandos: se suceden asambleas en la selva, arengas program�ticas, discursos, traiciones, fidelidades indelebles que llevan a dar la vida por el l�der, etc. Quiroga escribe, en los modos y g�nesis de estos bandos, esbozos de un tratado de teor�a pol�tica. Y si en los modos de constituirse de los bandos se lee su teor�a pol�tica y un cat�logo de formas de la convivencia, adem�s, en la organizaci�n del relato se sostiene una filosof�a pol�tica: todo pacto es un conflicto irreductible que es violentamente resuelto tras el triunfo de uno de los contendientes. La discusi�n con el liberalismo contractualista y con el proyecto de progreso decimon�nico [en clave alberdiana, sarmientina o de la generaci�n del ochenta] se duplica: la violencia late como resabio detr�s de todo acuerdo de navegabilidad de un r�o, as� como late detr�s de todo pacto de paz social. Yacar�s bombarde�ndose con un buque de guerra, la selva haciendo un piquete en el Paran� o las rayas que se enfrentan a los tigres, todos los relatos dejan ba�adas de sangre las orillas antes del establecimiento de un orden. Los cuentos de Quiroga no dejan finales abiertos: Anaconda muere de un tiro en la cabeza, el viejo yacar� se come al oficial principal y paga a un surub� los servicios armament�sticos con sus insignias, y las pocas rayas sobrevivientes ven c�mo un hombre dispara tirando, uno a uno, una veintena de tigres con su winchester.
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Los cuentos de Quiroga ponen esto en primer plano, como centro de su forma del relato, y ah� encuentran su formulaci�n pol�tica.�
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-III- [recodos perdidos del afluente de alg�n afluente]
El r�o nos permite recorrer la literatura argentina haciendo escalas ?s�: usemos la met�fora obvia- en sus distintos puertos. Puertos preestablecidos, acaso, recorridos orientados por el delta de la literatura canonizada, azares de bibli�filo o consejos de �ltima hora. Excusa que permite volver a los siempre presentes y pensar el modelo de los r�os que se instala en la literatura nacional que nace entrelaz�ndose con la imaginer�a rom�ntica y la liberal en el siglo xix. Excusa para pensar la relaci�n con la poes�a oriental, la disoluci�n del sujeto y del objeto en Juanele y su entonaci�n humilde y potente del r�o: acaso el �nico escritor de nuestra literatura que ha sabido hacer productivos los puntos suspensivos obligando a una lectura intensa del texto, en lugar de encontrar en ellos la salida f�cil ante una indecisi�n: ?el canto �ntimo del mundo, la melod�a de la unidad, de la esencia...?. Acaso excusa para recordar las disquisiciones en tono de interpretaci�n de la naci�n que despierta el vaho del r�o a los personajes de Ad�n Buenosayres. Excusa para pensar, podr�a ser, tambi�n, la relaci�n del personaje con su mundo, las formas que toma el trabajo en tanto mediaci�n del hombre y la naturaleza en un recorrido que podr�a ir de Los Isleros de Castro a Sudeste de Conti pasando por las cr�nicas de Ford que entrecruzan escritura, experiencia y discusi�n geopol�tica e hist�rica. Acaso excusa, sin duda, para visitar la zona saereana, sus indefiniciones y su capacidad narrativa, ya en un r�o sin orillas o en el patio de un restaurant s�lo separado del r�o por una baranda de troncos.
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Acaso el r�o en la literatura fuera una excusa para, en su imposible lectura, recordar al texto desaparecido de Walsh: ese cuento que estaba terminado en su escritorio el d�a en que las fuerzas represivas del estado secuestraron todo su material y lo asesinaron. Ese cuento que se titulaba ?Juan se iba por el r�o?, que recuerda Lilia Ferreira y que un detenido de la ESMA ley� alguna vez entre los papeles all� secuestrados. La presencia de silencio respecto a este cuento no puede ser m�s que una forma de se�alar su ausencia.
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-IV- [los noventa: r�os de muerte y batacazo]
Entre las piedras hab�a basura, alambres oxidados y latas viejas, y un fuerte olor a podrido, como si hubiera algo muerto. El viento era m�s fuerte y las olas m�s altas.
(Jorge Stamadianos,
Latas de cerveza en el R�o de la Plata)
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Excusas v�lidas y productivas. Pero vamos, sin embargo, a los a�os noventa, esos plagados hasta ser pura superposici�n con el menemismo. Esos a�os en que se lleva el proyecto econ�mico y social de la dictadura hasta su extremo [es decir: explotar al m�ximo sus posibilidades a costa del trabajo de la sociedad hasta agotar sus condiciones de existencia y entrar en crisis, como sucede c�clicamente], esos en los que convive la chatura del conformismo y el pesar de los tiempos con los intentos de resistencia y de producci�n de vida en los resquicios de la �poca. Vamos a esos a�os, a su literatura. El r�o puede ser un prisma productivo tambi�n para leer una zona de la narrativa de los noventa. �
Y para leer esa narrativa, acaso la mejor forma sea remitir a un texto previo, uno que es un postulado �tico al tiempo que un centro can�nico para los narradores de los noventa. Citemos in extenso a Walsh, que bien se�alaba desde su Carta abierta a la Junta militar dos elementos que se reconfigurar�n en centrales en los textos de los noventa que queremos leer:
Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, peque�a parte quiz�s del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mec�nica de la Armada, fondeados en el R�o de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 a�os, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, ?con lastimaduras en la regi�n anal y fracturas visibles? seg�n su autopsia.
�Y que completaba:
Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han tra�do al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la pol�tica econ�mica de ese gobierno debe buscarse no s�lo la explicaci�n de sus cr�menes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.
En un a�o han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participaci�n en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar, resucitando as� formas de trabajo forzado que no persisten ni en los �ltimos reductos coloniales.
Congelando salarios a culetazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamaci�n colectiva, elevando la desocupaci�n al r�cord del 9% y prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotra�do las relaciones de producci�n a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificado de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron.�
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Cuerpos que desaparecen en el R�o de la Plata y condiciones laborales cuasi esclavistas. Junto a los cuerpos secuestrados y arrojados al r�o, se impone la pobreza, el desempleo, las p�simas condiciones laborales. De ambas vertientes se alimentan los r�os en los noventa, que dif�cilmente aparecen sin ser entrecruzados por ese relato: los cuerpos desaparecidos en el fondo del r�o, el r�o arrastrando los residuos del modelo social y econ�mico vigente. �
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Algunos libros nos llevan a este recorrido: Latas de cerveza en el R�o de la Plata, de Jorge Stamadianos, Plata Quemada de Ricardo Piglia, Cacer�as y Ropa de fuego, de Marcos Herrera, Las islas, de Carlos Gamerro
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En esta zona de la narrativa de los noventa, el r�o puede pensarse tambi�n desde la bifurcaci�n que le�amos desde el comienzo: espacio de la aventura, o espacio en el que se cifra el contexto hist�rico nacional. Por un lado, la aventura tomar� un tinte particular: en estas novelas, la aventura en el r�o deviene muerte y batacazo. Y por otro lado, entonces, ser� cifra de la corrupci�n, forma privilegiada de la econom�a entendida como legalizaci�n del fraude por el que el poderoso saca ventajas.
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En Las islas,de Gamerro, el r�o se ve desde los altos pisos de las torres de la empresa de Tamerl�n, as� como tambi�n se lo ve en su ausencia en los terrenos que le han sido ganados y que se van cercando de la as�ptica estrategia inmobiliaria conocida como Puerto Madero. Ciudad financiera, globalizada, la novela se interna en las entra�as del monstruo y narra fren�tica desde esa zona, alguna vez portuaria. Un edificio que pareciera sacado de esa maqueta neoyorquina que se instala al borde de la Buenos Aires que chorrea desempleo en los noventa, es el del hotel que se construye en Ropa de fuego, de Herrera, pero trasladado al litoral.�
Ropa de fuego comienza con dos amigos escapan de una Buenos Aires oscura y calurosa:
Bajar�an a la estaci�n, har�an alguna broma sobre la torre del reloj, regalo de los ingleses, y alguna otra sobre el puerto: esa presencia ocultada por murallones, alambrados y gendarmes. Las dos bromas tendr�an un denominador com�n: el contrabando: actividad que permiti� fundar este pa�s y bla, bla, bla, dir�a Gui�az�, un cerebro formado por el cansancio del trabajo y turbias lecturas filos�ficas. Hab�a un tres a las cuatro. Lo tomar�an convencidos de que esa vaga posibilidad de trabajo en un lugar tranquilo val�a la pena. Los dos, cada uno por razones distintas, quer�an irse de la ciudad.
-Tom�moslo como una aventura ?dijo Picard-, si sale, sale, y si no, nos volvemos.
Ayudados por el vodka y la poderosa noche de verano, disfrutaban abandonados a las sugerencias de un viaje en tren a un lugar impreciso a orillas del r�o Uruguay.
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Al lado del r�o, en un pueblo de casas que no pasan de los dos pisos, se ha montado el ?R�o Hotel ? Casino?, un edificio a la puerto madero, ?un despilfarro sin sentido?. Hacia all� van los personajes al comienzo de este thriller.
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La primera frase del libro, en realidad, anuncia ya el tono de la novela toda: ?Todos los tesoros son, en alguna medida, producto de la corrupci�n?. El hotel [?Cinco pisos de habitaciones lujosas vac�as como pantalla para el contrabando?] que queda a la orilla del r�o parece ejemplificar esa frase que ti�e a la narraci�n. Y el r�o, como en algunos de los cuentos de Cacer�as, el rotundo libro de cuentos de Herrera, es el espacio donde encuentra espacio para su final la narraci�n: se entrecruzan ah� asesinatos, negociados, tr�fico de drogas y de armas.
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Pareciera que el r�o siempre est�, imaginariamente, ligado a la experiencia y a la aventura: marginales que la zafan bien, o clase media con buena actitud, los personajes de Herrera, marcados por el ep�grafe del Indio Solari que abre al libro [?so��s la hoguera donde siempre sos la le�a?], salen en busca de una ?aventura?. Pronto �sta tomar� su color particular: ?no una aventura placentera. No. Veo peligro?, adelanta ?no pod�a ser de otra forma-, un gordo vidente al lado de una pileta en una quinta. El r�o como lugar de la aventura se entrecruza con el r�o que es espacio de la corrupci�n: el resultado es un thriller de tintes onettianos que en las orillas del Uruguay, en los jardines de un hotel-casino, encuentra los elementos para cifrar una �poca.�
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En el recorrido de libro de aventuras negro, entre la corrupci�n que funda a la Argentina desde su puerto y el r�o que se convierte en el espacio para la narraci�n de la corrupci�n de los noventa, la novela de Herrera construye el arco en que confluyen los polos de la bifurcaci�n. �
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Si en Amalia, a mediados del siglo xix, el cruce del R�o de la Plata es el camino a Montevideo como espacio posible para llevar adelante una forma de la asociaci�n pol�tica distinta a la de Rosas, en los a�os noventa, finalizando el siglo xx, el R�o de la Plata se ti�e de corrupci�n: en Plata quemada lo vemos desplegarse como escape de un gran robo que encuentra su origen en la corrupci�n policial y pol�tica. Si en las revistas de actualidad de los noventa el r�o� era para ir a Punta del Este, en esta zona de la narrativa cruzar el r�o y llegar a Uruguay no ser� m�s que escapar a los sistemas de control que en su propio interior engendran el germen de la corrupci�n. El n�cleo corrupto implota y en el r�o se hunde la posibilidad de la pol�tica liberal. Los pichis que le ponen el cuerpo en primer plano al robo, sin embargo, entre alcohol y algunas drogas, entonan la forma residual del viaje como aventura, llegando en la resistencia del final al paroxismo �pico del combate: perdida la oportunidad del batacazo, nada queda que perder. En la bifurcaci�n del r�o como espacio de la aventura y del r�o como espacio de cifra del contexto hist�rico se puede leer la forma de esta novela: la aventura de los pichis termina mal, y en el enfrentamiento de las facciones corruptas que pelean por el bot�n en cuesti�n, la plata se quema.
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Tres versiones del patetismo de la clase media se pueden leer en la narrativa argentina: la que se sostiene, temerosa, a fuerza de pisar cabezas, ?porque as� son las cosas?, la que vive aliment�ndose de lo que engancha en el constante bracear de manotazos de ahogado y la que se hunde a la espera del gran batacazo.
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Retomando los t�picos del r�o como tumba y de la crisis econ�mica y social que establec�amos con Walsh -y que atraviesan con distintas intensidades mucha de la producci�n de la postdictadura-, el batacazo se suma en Latas de cerveza en el R�o de la Plata como motor narrativo: la del batacazo es la forma que a�na all� la tradici�n del r�o y aventura.
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En Latas de cerveza en el R�o de la Plata, el personaje/narrador, un veintea�ero desocupado medio idiota, deja embarazada a una vecina. Los padres los obligan a casarse. De pronto el pibe se ve envuelto en la necesidad de aceptar un trabajo muy mal pago en el local de comidas r�pidas venido a menos que maneja su padre, un inmigrante griego que a�ora constantemente un tiempo pasado que fue mejor.
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Entrelazando constantemente met�foras cinematogr�ficas [?rebobinemos?, ?como en una pel�cula?], poniendo como espacio central de la narraci�n al R�o de la Plata, y recurriendo a la cl�sica met�fora de ?la vida como r�o? [?no somos m�s que hojas perdidas en la corriente, lo mejor que podemos hacer es dejarnos llevar?, se lee ya en la primera p�gina], la novela narra una forma posible del batacazo. Para esto retoma dos momentos: el presente desde el que se narra a mediados de los noventa, y los d�as previos a la guerra de Malvinas, cuando el narrador era todav�a un nene. En los dos, el r�o ser� centro de la narraci�n.
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En el relato situado en el �82, el r�o ser� la forma de escapar de un conscripto ante el llamado a combate. En un peque�o bote de madera, desde la costa argentina, en medio del cielo oscuro de una incipiente tormenta, Vincent, un colimba fugado, ve en el r�o el camino para exiliarse, escapar de la dictadura y del llamado a combate en Malvinas. Quiere convencer de eso a Miguel, el hermano del narrador, que est� con �l y duda:
-�Y c�mo hac�s para llegar al Uruguay?
-Remando.
-�Remando hasta d�nde?
-�Hasta el Uruguay!
Miguel lo fren� agarr�ndolo de un brazo.
-�Vos me est�s jodiendo o me est�s hablando en serio?
[...] Hab�amos llegado al puerto y el r�o, por c�mo golpeaba el agua contra los pilotes de cemento, no anunciaba nada bueno para los pr�ximos minutos.
-�Se puede ir por la costa! �Hay lugares donde el agua te llega nada m�s que hasta las rodillas! ?porfiaba Vincent. -�O qu� vas a hacer? �Vas a volver al cuartel? �Qu� les vas a decir? �Que fuiste a echarte un meo? �Te van a cagar a palos y encima te van a mandar a donde explote la primera bomba que tiren los ingleses! �Y ah� s� que te van a juntar de entre los bagres! �Pero en pedacitos! (...) Tenemos que afanarnos un bote y escaparnos, Miguel, es la �nica que nos queda. Tenemos que llegar al otro lado antes de que amanezca.
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Miguel se queda en la costa, y escucha el grito del que se va: ?-�Sos un pelotudo, Miguel!?. En los noventa, como durante el rosismo, seg�n narraba la literatura opositora de aquella �poca, el r�o se imagina escape del r�gimen dictatorial del 76.
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Luego del relato ?v�a flash back- de los a�os de la guerra de Malvinas, la novela vuelve a los noventa en tiempo presente. La inscripci�n del contexto se hace desde una se�alizaci�n constante a la decadencia econ�mica y social, al estado pat�tico de las cosas y a la necesidad del personaje de un batacazo para zafarla. Como escape de la pobreza estructural del pa�s [?-�Este es un pa�s de mierda!?], el r�o aparece como un camino directo a los EEUU. Dando una vuelta en un bote a remo, el narrador/personaje ve latas de cerveza importadas que van a la zaga de un imponente yate: el sue�o del pibe hecho realidad, un crucero, cerveza, mujeres, no tener que trabajar. La �nica posibilidad que se vislumbra desde la configuraci�n ideol�gica del personaje para escapar al estado de las cosas es el batacazo, a costa de los dem�s y a cualquier precio: salvarse: ?Si consegu�a subir al barco todos mis problemas habr�an terminado. En los Estados Unidos, lejos de Miriam y mi familia, empezar�a una nueva vida. Escapar, desaparecer, huir; de alguna forma ten�a que lograrlo?.
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El narrador entonces arma un plan, finge un choque de su bote con el yate, consigue que lo hagan subir y que le asignen un puesto en la cocina. Una vez obtenido el supuesto pasaje a la gloria, uno de los centroamericanos empleados en el barco como tripulaci�n, lo recibe en la cocina y le pincha el globo:
Cuando un rato despu�s doblo el �ltimo recodo de la escalera y entro en la cocina, Marco levanta la botella de vino y eructa.
-�Bienvenido! �Bienvenido a Disneyworld, chico! �Conseguiste el pasaje de ida! ?me grita intentando ponerse de pie-. �Pero no creas que te dar�n el de vuelta! �Te enamorar�s del Mickey Mouse! �Y tendr�s un wash-cleaner! Y cuando vayas a lavarle los inodoros al Johnny de la esquina y revuelvas su mierda y �l te d� unos d�lares, saldr�s a la calle y gritar�s: Qu� country, macho! I love ite!
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La aventura, el proyecto de batacazo se disuelve ante las leyes generales del capital: explotaci�n hay en todas partes.
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Pero adem�s de la aventura en clave de batacazo, la novela tiene una particularidad: al r�o no llega la sangre, sino un personaje de la pol�tica nacional f�cilmente reconocible, que explica la presencia del yate en un puerto privado de Buenos Aires:
En el muelle hab�a tres limusinas y varios polic�as en sus motos se deplegaban alrededor de las vallas. Cuando la puerta se abri� y sali� un tipo con bastante papada y le estrech� la mano a Ben sonriendo, casi me caigo de culo. Pas� la mano varias veces por el vidrio para asegurarme de que no estaba equivocado pero no hab�a ninguna duda: el pelado que le estrechaba la mano a Ben con una sonrisa no era otro que nuestro ministro de Econom�a.�
La finalidad de la visita del yate a Buenos Aires y del ministro al yate es negociar un reajuste de los pagos de la deuda externa a cambio de obtener la explotaci�n del petr�leo con ?algunas prerrogativas?:
El ministro levanta la vista y la mira.
-Iniciada la explotaci�n y por el t�rmino de veinte a�os, el precio del barril deber� estar siete puntos por debajo de su precio internacional.
-�Pero eso es imposible! ?(dice el ministro)
Ben le hace un gesto a la secretaria para que no traduzca. �l mismo, con un marcado acento americano, pregunta:
-�Imposible? �Est� usted seguro de que lo que yo le estoy proponiendo es imposible? �Cu�nto vale para usted la palabra imposible, se�or ministro?
�Literalmente, flotando sobre el r�o, la corrupci�n es narrada con una referencialidad extrema. Es el modo de la prosa con la que Stamadianos se suma a la tradici�n del r�o en la literatura argentina. El t�tulo de la novela ya lo adelantaba todo: las latas [americanas: ?En la penumbra contempl� una vez m�s la lata vac�a. Era hermosa. El dibujo de un �guila con las alas desplegadas ocupaba casi por completo la superficie?], las latas, dec�amos, flotando sobre el r�o son, literalmente, contaminantes. Metaf�ricamente, remiten a la corrupci�n que la novela narra.
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-VI- [la literatura y el r�o]
Pensar alrededor del eje ?r�o y literatura? habla, en primera instancia, no del r�o, sino de una concepci�n de la literatura: pensar en r�o y literatura habla necesariamente de la literatura entendida como parte de un proceso social general.
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Desde los or�genes de la literatura argentina, el r�o participa como objeto representado, como met�fora, como territorio en disputa o como escenario: en ?El matadero?, en Amalia, en Facundo. Como met�fora del torrente interno que explota en el desmayo unitario, como espacio para el cruce hacia el futuro pol�tico o como forma del proyecto econ�mico y pol�tico sarmientino, el r�o crece con el caudal de textos y se bifurca hasta el presente.
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Seguir las formas de figuraci�n del r�o en la literatura argentina, leer esa inscripci�n, las confluencias y los recodos, las selecciones y los modos de proyectar la escritura sobre esos espacios, es armar un recorrido pol�tico sustentado, necesariamente, en la concepci�n de la literatura como part�cipe activa de la realidad social.