La experiencia en el mundo.
Hemingway dice en el último párrafo de Muerte en la tarde, que hay que escribir cuando se ha logrado saber algo, no antes ni demasiado tiempo después. Esta frase dibuja un modelo de escritor. Una forma de involucrarse con la realidad. Escribir es, en esta concepción, sólo una parte de la aventura: antes se vive, intensamente, explorando el mundo: la escritura crece, bajo este formato, desde adentro, y luego empuja, para salir en el momento justo. El proceso de narración, con su elaboración interna, se acerca, de esta manera, a una especie de tiempo natural. Como decía Simmel, la aventura es aquella experiencia que rompe con la consolidación, hermética, de la rutina diaria. La aventura abre grietas, descubre un mundo impensado. Hemingway, en este sentido, fue un modelo. Y como modelo, marcó a toda una generación. A mediados del siglo XX, en Argentina, las obras de Enrique Wernicke y de Haroldo Conti, se nutren del espíritu de ese modelo de escritor.
La literatura, entonces, como parte de la aventura viene a salvar a la experiencia. Porque la registra, para transmitirla. Deja de ser la experiencia, así, una mera vivencialidad autobiográfica, para pasar a ser compartida. Wernicke escribe, respondiendo a un crítico, que el escritor necesita vivir con toda su alma la realidad de la que va a escribir. Es famosa la frase de Haroldo Conti, que dice: yo soy escritor solamente cuando escribo, el resto del tiempo me pierdo entre la gente. La vida, la experiencia de la vida, primero o por encima de todo: y la escritura, como una forma de registro, de huella de lo vivido. El oficio de la escritura se consolida entre otros oficios: fabricar soldaditos de plomo, ser navegante, albañil. El concepto de experiencia está pensado, aquí, en los términos de Giorgio Agamben (Infancia e Historia) - no como una oposición con cierta literatura intelectual o racional. La experiencia, al igual que la historia, nacen en la infancia, en esa tierra en la cual se pasa de la lengua al discurso. El ingreso del hombre en el terreno del discurso, dice Agamben, origina la experiencia y, por lo tanto, también la historia. Es en la experiencia del discurso por donde el hombre se mete en la historia. Pero en la actualidad, "así como fue privado de su biografía, al hombre moderno se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo". La destrucción de la experiencia, como precisó Benjamín hacia 1933, es una característica de la época moderna. La vida cotidiana en las grandes ciudades se ha vuelto una sucesión de hechos y acciones, repetitivos, técnicos, que van atrofiando la capacidad de tener o transmitir experiencias. Dice Agamben: "Frente a las mayores maravillas de la tierra (por ejemplo, El Patio de los Leones en la Alhambra), la aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia: prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos".
Geografía política
Un escritor que se propone contar un mundo, y tiene que decidir dónde sucederá ese mundo - en qué espacio imaginario-territorial -, se encuentra, en última instancia, también, con un problema político.
La pregunta que se impone es la siguiente: ¿cómo narrar un país tan vasto, tan diverso? La tensión entre Capital-Interior, si bien es absurda, sigue sosteniendo el predominio hegemónico de un discurso narrado desde el Centro de la "cultura" - y eso supone también la nacionalización de ese discurso, y la consecuente marginación de otras voces, relegadas a la Periferia-. Sabemos que el origen de esa disputa viene del origen mismo del país, y terminó siendo una forma estructural, sobre la cual se montan, para reproducirse, discursos de poder.
Desde mediados del siglo XX, obras como las de Di Benedeto, Tizón, Saer, Moyano o Briante, fueron abriendo fisuras en ese discurso hegemónico, demostrando la posibilidad de contar otras voces. Estas obras tuvieron por objeto montar un mundo, en un espacio físicamente pequeño y determinado, marginal, por fuera de las grandes urbes, rearticulando, narrativamente, para resignificarlo, al espacio territorial.
Wernicke y Conti trabajan, en ese sentido, en una zona que va de la pampa gringa al río. El espacio físico, en estas obras, resulta ser una plataforma sobre la cual circularán problemáticas universales del hombre. Escapando, de este modo, a la fosilización del regionalismo cultural.
Hay, claramente, un circuito inverso en la obra de estos dos autores. Wernicke comienza su obra desde la pampa, con Chacareros y La tierra del bien te veo, para ir avanzando, cada vez más, hacia La ribera, hacia El agua. Conti, que comienza a publicar en la década siguiente, en los sesenta, recorre un camino inverso: va del río, de Sudeste, hacia la pampa gringa, Chacabuco, su pueblo natal. En el medio del recorrido, hay puntos en común, cruces: por ejemplo, el parecido que hay entre Eduardo y el Oreste de En vida, en la renuncia burguesa, en la doble vida; o la relación que hay entre Eduardo, Susana y Miguel Angel, con la relación que Basilio Argimón mantiene con los chicos, en Ad Astra.
Todo proyecto literario, supone un compromiso político: el espacio que la palabra irá inventando desnudará ese compromiso. Tanto Wernicke como Conti, inventan, en ese compromiso, otro río: personajes como el hombrecito y el Boga o Susana y ese feto que lleva en la panza mueren en un río que tiene el mismo nombre que el río en el que, a sus orillas, se mató Lugones. Son dos ríos (dos proyectos políticos, si se quiere), pero que confluyen, para estallar- como proyectos políticos opuestos -, trágicamente, por ejemplo, en el cuerpo de Haroldo Conti.
Entre La ribera y Sudeste
La ribera fue publicada en 1955, pero las acciones suceden hacia 1945, en las postrimerías de la segunda guerra mundial y los orígenes del peronismo. Narra la historia de Eduardo - uno de los personajes más autobiográficos de Wernicke. Eduardo renuncia a su vida burguesa: fue periodista, corresponsal en España y en Francia del diario Crítica. Y decide asentarse en la ribera del río, en una localidad de la provincia de Buenos Aires. La renuncia no implica, solamente, dejar de ser periodista y dedicarse, ahora, a la fabricación de soldaditos de plomo (junto a dos muchachitos de la zona, Susana y Miguel Angel, que lo ayudarán en el trabajo y en el ordenamiento de la vida cotidiana); la renuncia implica también la negación de su vida pasada: una mujer, un hijo al que no quiere. La renuncia, lo transforma en un "desclasado". Pero este corrimiento hacia el margen, esconde un cansancio existencial: Eduardo sentía asco "de la vida que llevaba, de los ambientes que frecuentaba, del trabajo periodístico". La renuncia a la vida burguesa, también, es una renuncia a la imposibilidad de participar, como sujeto, en un proyecto colectivo. La experiencia de la prisión que Eduardo debe sufrir, por haber ayudado a un obrero comunista, le confirma su imposibilidad de luchar como parte de una "conciencia compartida". Los envidia, admira esa capacidad, pero siente su impotencia. Su vida, se ha vuelto un bote podrido: "Mi bote (mi viejo bote podrido) se mantiene en una calma desolada y no se arrima a la costa".
Sudeste, después de ganar el premio Fabril, se publica en 1962, siete años después de La ribera. Es la primera novela de Haroldo Conti, y cuenta la vida del Boga, un muchacho pobre, que vive en el río, y trabaja en la cosecha del junco. Trabajaba para el Viejo, pero un año el Viejo se enferma, y lo llevan a la fuerza, contra su voluntad al hospital de San Fernando. El Viejo hubiese querido morir en su ley: en el río. Pero muere atrapado, en una cama de hospital. Desde la muerte del Viejo hasta el hallazgo del barco abandonado, el Boga se lanza al río. Solo. Su bote podrido, el primus, y unas pocas cosas. Es aquí donde la novela cobra una fuerza estilística, de clima, fundamental; es lo que hace de la pluma de Conti algo imborrable: en este tramo la respiración del texto, es el ritmo del río: entonces, como dice Peverelli, lo que Conti crea, igual que Pavese, es un clima, una atmósfera. Se pone a narrar, ahí donde otros callan. Conti se pone a narrar dándole poesía al vacío del silencio. Y, con la respiración del río, el relato se nos va metiendo adentro; asentándose, de a poco, como el barro en la orilla.
El río se presenta en ambos libros, como un personaje más. En principio, ese lomo manso y quieto, se vuelve un espacio a contemplar, y va cobrando, progresivamente, una película utópica. Eduardo sale al patio, se sienta bajo el sauce a tomar mate, y mirando el río piensa. Miguel Angel se escapa de su trabajo, para ir al río: "Miguel Angel tiene su mundo, el auténtico, donde todo es libertad, capricho, instinto. Para ese mundo reserva sus sentidos despiertos y está dispuesto a correr tras la primera cosa que llame su atención: el aletear de un pájaro, un rincón sombrío, el husmear de su perro, o simplemente la huella fresca de unos pies en la playa… La vida, para él, no está en estas cosas (en el taller de soldaditos de plomo). La vida está en el aire, se respira". Para el Boga, también, el río se disfraza de esperanza. Detrás de tantos ríos, algo lo espera: "de manera que terminó y partió, como si con partir, al mismo tiempo, de alguna extraña manera, comenzase también su barco. Como si detrás de todos esos ríos que pensaba recorrer lo aguardase su barco y no hubiese forma de llegar a él sino a través de todo eso".
Se planteó, anteriormente, que las obras de estos dos autores iban, de algún modo, en un sentido inverso. En estos libros, en particular, se entrecruza algo parecido: pero el recorrido inverso, está relacionado con la caída y con el tener. La renuncia de Eduardo tiene un sentido absoluto: la claudicación tajante clausura el futuro: así se entiende el trágico destino de la muchacha Susana y su embarazo. La caída del intelectual, burgués, hacia la ribera, adquiere las características de una "caída" existencial. Eduardo muere cuatro años después de la tragedia de Susana, consumido por el alcohol.
Representando, quizá, esa diferencia medular, de clase, que los separa a Eduardo del Boga, aparece la voz narrativa. Eduardo narra, en primera persona, a La ribera. Y su amigo Julio Martínez es quien publica, bajo el nombre de La ribera, el diario de Eduardo, después de su muerte. El Boga, en cambio, es narrado. El Boga sucede, como el río: como la vida, dice Conti. El Boga es, hasta la aparición del Aleluya, el río. El recorrido inverso, está marcado por el origen del "tener". Mientras Eduardo cae en un bote podrido: su vida se ha convertido en un bote podrido; el Boga sueña, desde un bote podrido, con "tener" un barco:
"A medida que adelantaba en el bote le fue entrando el deseo de construirse allí mismo, algún día, un verdadero barco. Al principio fue una simple ocurrencia, pero luego le pareció que estaba perdiendo el tiempo y que en toda su vida no había querido hacer otra cosa. Esto de ahora más bien lo detenía, era una excusa, un burdo simulacro. Por último comenzó a fastidiarse de este trabajo y su ansiedad por un barco se confundió con su ansiedad por partir. Todo era una misma y única cosa."
Como se dijo, es el río - como esa forma de la esperanza - quién se lo puede dar. Es el río, quien en verdad se lo presenta, un día, de pronto al barco abandonado: se llama Aleluya. El camino del "tener" lo va sacando, lentamente, del río, lo va integrando con lo más bajo de la sociedad. Contrabandistas, idiotas, traficantes. En ese camino del "tener" el Boga deja su "estado de naturaleza" para entrar en una lucha social que lo llevará a la muerte.
El río, por fin, se desnuda tal cual es: desembarazándose de esa película utópica, para mostrar, también, la cara de la desgracia. El río para Eduardo, ahora, es el río asesino que se ha llevado a su pequeña mujer y a su próximo hijo. El río, para el Boga, es el refugio no sólo de barcos abandonados sino de contrabandistas y traficantes que terminarán con su vida.
El río se vuelve, así, un espacio de plena experiencia.
Dice Agamben en Infancia e Historia que "esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insoportable - como nunca antes - la existencia cotidiana". La literatura, como parte de la aventura, registra a la experiencia para transmitirla. De este modo, la literatura se vuelve un espacio de rebelión frente a la destrucción sistemática de la experiencia. Wernicke y Conti, en esa línea, dibujan a mediados del siglo XX, sobre el mapa de la literatura oficial, el recorrido de un río distinto, oculto; donde se entreteje lo utópico y espera la tragedia.
Siguiendo la idea de Hemingway, Conti, en una entrevista, dice lo siguiente: "Un buen día, un día que jamás recordaré, como tantos otros que representan algo en mi vida, cambié el avión por el barco y me interné en las islas. El viaje del Boga en cierto modo es mi viaje. Sólo que el viaje del Boga viene mucho después, cuando aquello adquirió pasado y se hizo historia para mí. Ya había construido mi casa, había tendido cien veces el mismo puente, había cortado mil veces el mismo pasto, había visto rejuvenecer los días hacia el verano, o envejecer en una mortaja de tristeza hacia el invierno; había cambiado de perro varias veces, y otras tantas de vecino o de almacén o de bote. Por fin, otro día, todo aquello me golpeó como ausencia. Y entonces, a punto de perderlo, de alguna manera ya lejano y extraviado, traté de inventar todo de nuevo: el río, la gente, los amigos, las viejas tristezas y las viejas alegrías, y escribí Sudeste para que otros acaso recuperaran a través de una historia que terminaré por creer cierta lo que yo había perdido para siempre".
Hernán Ronsino
*El texto que publicamos fue publicado anteriormente en la revista elastillerolibros.com.ar, Número 7, Junio del 2005