Por qué mi amigo F tenía calzas cuando el cana nos encaró es sólo una, una de las partes que desconozco de la historia.
Había quedado en encontrarme con mis amigos en la esquina habitual: Canning y Santa Fe, medianoche del viernes. Casi doce y media llega el primero. A eso de la una, el último. Criterios, tácitos acuerdos grupales. A la una llega el último y evaluamos la situación: hay dos autos, una fiesta por el centro, ya tenemos algunas cervezas encima. Tomamos alguna más, devolvemos los envases y enfilamos para la fiesta.
Ahora ya no, porque explotó, pero hace algunos años, en Aráoz y Santa Fe funcionaba una estación de servicio. Uno de los autos, ese día, esa noche, se estaba quedando sin nafta: había que esperarlo a que cargue y seguir por Santa Fe hasta el bajo. Yo iba en el otro auto, en el que esperaba, con F, el C y A: F tenía calzas, A llevaba en el baúl partes de su batería, y el C, un amplificador y un bajo. ¿Por qué calzas y todo eso encima? No sé. Esperábamos a los del otro auto en la esquina, frente a la estación, cuando un cana nos golpea la ventanilla.
Recuerdo también que tenía mis ojos delineados, pero cuento primero una historia de F.
El papá de F era abogado. Una vuelta, como forma de pago de sus servicios, le pagaron con un auto, sin papeles, sin seguro, nada, cero. F aprendió a manejar con ese auto, cruzando la ciudad de Recoleta a Parque Patricios, de Haedo a Palermo. Unos años después, F sacó el registro de conducir. No era muy ordenado F en esos días: manejar, aprender a manejar y tener permitido manejar eran términos flotando en la nebulosa de la noche. Pero en fin, F usaba el auto que no tenía papeles, ni seguro, ni nada: cero. Era lo que había, podría haber dicho alguien.
Estábamos, entonces, en el auto cero cuando un cana nos golpea la ventanilla y pide documentos.
En ese momento F debe haber pensado en su jean, ya que allí estarían, diría luego, su permiso de conducir, su dni, su cédula al menos. Igual, con poca gana, lo vimos buscar entre las guanteras y rincones a ver si encontraba algo. Mejor: era obvio, lo vimos mostrarse al cana buscando, aunque con poca gana, los papeles que sabía inexistentes en esos rincones.
Nada encuentra y el cana nos dice que bajemos del auto.
La situación era así: resulta que hacía media hora habían asaltado la estación de servicio, esa era la esquina del cana que ahora nos golpeaba la ventanilla y él ni se había mosqueado del afano. Con una formación en investigación basada en ver Columbo cada sábado por la tarde, el muchacho, entonces, media hora luego, estaba esperando que los malvivientes volvieran a la escena del crimen quién sabe para qué. Fue ahí cuando vio el auto cero, con sus farolitos titilantes sin vidrio, los focos rotos, el baúl mal cerrado y cuatro casi veinteañeros adentro: se acercó a chequear. Con el dni del conductor, parece, se hubiera ido satisfecho a esperar a los malechores que aún no regresaban, pero el conductor, F, no tenía dni. Por eso pidió los documentos del auto, pero como el conductor, F, tampoco tenía los documentos del auto, el cana nos hizo bajar a todos.
Entones, la situación: apoyados contra el auto, el C y A con su look de rockeritos desvencijados, F, con unas calzas de algodón azules, yo, con mis ojos delineados, apenas mi cédula acreditando que en algún punto teníamos derecho a esa calle. El C, F y A, sin ningún documento. Algunos metros más allá estaciona el auto de S y se bajan los que ahí venían: se nos suman, con esa ventaja del testigo frente al detenido, S, J y L.
Debemos decirlo, el cana andaba un poco conflictuado con la situación: nos tenía que detener; éramos -varios, al menos- indocumentados que andaban en un auto cuya propiedad no podían certificar; demasiado pendejos para poder bancar una buena coima, y demasiado nuevito él aún para pedirla. Podíamos ser ilegales, prófugos de la ley o bien el auto podía ser robado. Nos tenía que detener, claro, pero recién le habían asaltado su esquina en la cara y no podía abandonar el puesto en ese momento. Para colmo, viernes, que parece que es un día complicado, nadie quiere laburar mucho. Igualmente, resuelve desde su incomodidad: llama a la comisaría y reporta la situación. Inician ahí el papeleo y van a mandar dos coches para llevarnos, a nosotros y al auto.
Viernes, decíamos, parece ser un día difícil en la comisaría: será que hay mucho laburo o que no se quiere mucho trabajar, pero los patrulla que tenían que venir a buscarnos para hacernos de escolta el par de cuadras no llegaban y no llegaban.
Yo no sé, sería que estaba depre el tipo por la mala noche, será que era hablador y gauchito nomás porque sí, pero la verdad es que el cana de la esquina se nos pone a hablar y a hablar alternando el "no" con el "negativo" y cuando F asegura que dejó la documentación en su jean lo deja ir a un público a llamar a su casa para que le traigan los papeles, y nos sigue charlando y charlando, intentando aleccionarnos de lo bueno del estudio, la familia, la paz y la seguridad. Cuestión que preguntándonos qué hacíamos, de qué trabajábamos, de qué trabajaban nuestros viejos, salta que la vieja de F era profesora en la Universidad de la Policía Federal. Y ahí al tipo le cambio la cara: "ah, pero son de los nuestros, ustedes, entonces", dice, y sigue con que cómo que no le habíamos dicho antes, que esas cosas se dicen rápido y saca el celular que tenía -más bonito que la mayoría de los de ahora, y estamos hablando de cuando no cualquier piscuí tenía un celular- y llama de nuevo a la comisaría, explica la novedad, pero zas, nos dice, ya habían empezado con el papeleo y eso no tiene vuelta atrás así de fácil. Nos tenían que llevar igual. Piensa rápìdo y le pregunta a F "¿Tu vieja, tiene celular?", y ofrece su plateado bichito digital para que F llame a su madre. F llama, habla, y a al ratito llegan los dos patrulleros que nos venían a buscar. El cana se acerca a sus compañeros, le explica rápido la situación al que baja y éste mira a F, se congela un segundo quién sabe pensando qué, y saluda con un "hola, ¿cómo va?". F hace apenas un gesto con la cabeza.
Nueva situación, cambio de escena: nos subimos todos a los autos, el cana gauchito nos saluda y las últimas palabras que le escuchamos son un "nos vemos" alegre, campechano. Nos olvidamos de él y ahora, el viaje. De Santa Fe y Aráoz a Julián Alvarez y Güemes, cuatro cuadras despacito y escalonados, una patrulla, el auto cero de F, la otra patrulla, el auto de S. Llegamos a la comisaría y estacionamos enfrente: F baja del auto cero y en él quedamos A, el C y yo. Atrás nuestro, S en su auto con L y J.
A los pocos minutos veo entrar a la vieja de F. No nos ve, entra rápido. Estaba cenando cerca y fue directo, me entero luego, cuando F nos cuenta que al entrar uno de los de ahí la reconoce, que había sido su profesora y la presenta y todos la saludan con admiración. F luego cuenta que rompieron los papeles y con eso se cerró el caso. Después, cuenta F, le hicieron algún chiste sobre su desconocimiento de cómo moverse en la calle, "no seas boludo, che, tenés que avisar rápido".
F y su vieja salieron enseguida de la comisaría. Se despidieron en la puerta, bajo el escudito oficial. Ella nos saludó desde la vereda con un movimiento ágil de su mano y se fue a terminar de cenar. F subió al auto, pero no fuimos a la fiesta, compramos algunas cervezas más; estábamos cerca de lo de L y fuimos a tomarlas allá. Después decidimos ir a la fiesta de una amiga de J, era apenas a unas cuadras. F, aunque todo, prudente esta vez, dejó el auto estacionado frente a lo de L.
Los equipos de música del C y A, al baúl. F aún con sus calzas azules que nunca supe qué. Mi delineado, para entonces, apenas un recuerdo opaco deshaciéndose con la noche. Había que retocar un poco.
Sebastián Hernaiz