19 de diciembre. ¿Cómo no empezar con la fecha, esa fecha, si quiero contar uno de los cuentos de ese día? Empiezo, entonces, por la fecha. 19 de diciembre. Una historia de amor, un thriller, un poema vanguardista o un melodrama. Cualquier cosa podría ser. Empieza, sin embargo, con una chica golpeando un redoblante ajeno en su ventana. Empieza, sin embargo, en una ventana con una chica en Caballito. Empieza, entonces, en Caballito, en Primera Junta, en el Caballito de ese 19 de ese diciembre. 2001, se sobreentiende.
Una chica, un redoblante ajeno, la noche calurosa, gente en la calle, la tele prendida, periodistas opinando desbordados por los ruidos. Las cámaras salen a la calle evitando ediciones y cut & paste, por la ventana entra un ruido parecido al que la tele muestra pero distinto, con más viento. Con más ruido, diferente. La chica, entonces, en esa noche en Primera Junta, con el redoblante, golpeando en la ventana sobre Rivadavia.
La noche con el pavimento todavía tibio llenándose de gritos de utensilios, de golpes contra postes, de hierros rechinando. La chica baja de su departamento cargando el redoblante que se suma al movimiento del sonido que aturde la rutina de noche de verano.
Gente inesperada, calles poblándose, grupos fluyendo por avenidas, concentrándose en esquinas, desperdigándose por la ciudad, plegándose a otros grupos, dividiéndose en sonidos, encontrándose en sonidos. Salir del departamento porque es imperioso romper con las noches de pavimento tibio enfriándose para los pasos apurados del día siguiente, salir porque es imperioso aprovechar que esa fecha no llueve, que si no... El redoblante, entonces, irrumpiendo en la noche en Caballito, haciendo ritmo de la mano inexperta que lo golpea.
El redoblante enganchado en la cintura, acariciando la piel a través de una remerita verde. La remerita verde que es suficiente abrigo para la noche, para el cuerpo liviano que siente al viento recorrerlo y acercar sonidos, derramar sonidos sobre las calles renovadas.
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Recién bañado, el pelo todavía mojado, ropa suave, leve. Los sonidos se escuchan desde afuera, entran a todos lados. La luz apagada, las ventanas abiertas, la incredulidad sometiéndose a las expectativas. Unas ojotas, malla tipo bermuda, la camisa fresca. Salir para ver, ver qué es eso que pasa. Acercarse a una esquina, ver la gente, ruidosa, móvil. Acercarse a la siguiente, más gente, ruidosa, móvil. Seguir viéndolos, pensándolos. Ver hombres grandes, nenes, mujeres indignadas y una chica con redoblante y una remerita que la muestra abierta a la brisa, al viento que arrastra a todos, al sonido que se expande.
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La remera verde está bien para salir. Es liviana, sin corpiño, simple. Dos tiritas por sobre los hombros, la tela pegada a la piel, adosada al cuerpo que se mueve entre la gente, el aire que choca contra el pecho, las pecas más evidentes que nunca con el escote que ha dejado entrar las caricias del sol durante varios días.
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Él sigue, acompañando al grupo, mirando la gente, comienza a cantar, mirando a la gente que canta, se acopla al caminar rítmico, al ritmo del redoblante, sigue a la remera verde, la ve transpirando un inasible brillo detrás del cuello, al ritmo del repiqueteo. Las esquinas se suceden, los grupos se pliegan en un mar de ruidos que resuena en cada uno, en los grupos que se encuentran, se chocan, se entrelazan. Las calles van quedando atrás, diferentes.
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El camino inexistente. Los senderos de la cotidianeidad se deshacen, el ruido abre campos. Se caminan las calles sin pensar veredas. El redoblante no se apaga por ser noche, por ser ciudad, resuena en otros ruidos, cacerolas, tarros, chapas, silbatos, caños.
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El redoblante tirado en el piso, el parche rasgado por el pie de alguien que corría. Lloran los ojos, la remerita perdiendo sutilezas gana en una mancha de transpiración que resuena en la respiración agitada. Los ojos lloran, miran alrededor y ven más ojos que lloran, más remeras transpiradas, pechos descubiertos y caras tapadas con remeras, espaldas con puntos chorreando sangre, reflujos, oleadas de gente que va y viene, caen cosas, gente que se aleja, corriendo, tropezando, volviendo, desviándose. Las caras transpiran, lloran. Caras nuevas, conocidas en la noche, van, se alejan, vuelven otras, transpiran, lloran, se tapan. Van. Grupos encontrándose. Grupos dispersándose.
Ella se pregunta, transpirada su remera, sus ojos sin poder evitar las lágrimas, ¿dónde habrá quedado el redoblante? Él, ¿dónde habrá quedado esa chica, esa remerita verde, ese redoblante? Apenas piensa en sus ojotas, se perdieron en alguna esquina.
©Sebastián Hernaiz