A mí me gusta fumar tabaco armado. Las clases de la facultad se me hacen eternas sin un pucho. No es fácil: siempre tengo que prever tener tabaco porque es difícil de conseguir por mi barrio. El que me gusta, tabaco suelto artesanal, sólo lo venden en la zona sur de la ciudad. Voy cada semana, o semana de por medio, y me abastezco de mi tabaco. Así siempre.
En fin, estoy armando un pucho en el aula casi vacía ?es temprano? y llega uno de mis compañeros.
?Ya me rompió las pelotas esta mina, hoy traje este volante para hacerlo circular por el resto de la clase con todo lo que no se pudo decir la vez pasada ?entra diciendo.
No es una clase cualquiera. Se comenta por la facultad que agitadores del centro de estudiantes están haciendo una movida. Claro que no es cierto. El centro de estudiantes es más fotocopia mal sacada de una burocracia aparateadora de asambleas y sostén de palos de bandera que cualquier otra cosa, impensable que muevan nada. Pero bueno, la clase no era una más del montón: el silencio de las teclas rotas del piano se hacía escuchar. La confrontación ya llegaba a puntos inéditos en una clase de la facultad. Un mes de discusiones impedidas, de insistencias por tenerlas, de condiciones materiales calamitosas, de usos de autoridad, de resistencia a guías de lectura, de modalidades en pugna, un mes que llegaba a su fin. Artimañas para no embolarse en una clase de didáctica.
?La idea, hoy, chicos, es que se dividan en grupos de dos o tres y piensen en base a alguna experiencia que les haya llamado la atención en su trayectoria educativa, ya como alumnos, ya como profesores.
Nos reunimos en ronda los doce que siempre nos agrupábamos en las disputas. El volante ya circulaba por los otros grupos. Comenzamos a charlar, como siempre, de la clase, de qué hacer, de cómo hacerlo, de efectividades y de ganas. Se habla de huelgas de tristeza en Italia, de confrontación violenta, de voto de silencio, de reclusión perpetua, de chistes, de cumplir las consignas. Un tema, una experiencia en una clase: empiezo a armar otro pucho y relato. Hace poco, en la misma facultad, entran los alumnos, entra la profesora, y el silencio sobre un tema no hace más que resaltarlo hasta lo invisible: nadie dice nada sobre un hombre que, en un rincón, está en un respirador que lo sostiene con vida, conectado al enchufe del aula. Un clásico de la facultad: el hombre que cursa en un respirador. Termina esa clase, se levantan los alumnos, se levanta la profesora, se van todos y aquí no ha pasado nada. Del tema, ni una palabra en voz alta. Se conversa sobre el hecho. Acostumbramiento, acartonamiento, esquematismo, pensamiento crítico imposible. Los comentarios sobre la experiencia que nos ha llamado la atención giran aceleradamente en espiral hasta llegar al aula en que estamos. No hay nadie enchufado, en este caso, pero somos tantos...
Girando al ritmo de la espiral, la profesora recorre los grupos. Escucha un poco, aconseja acorde a la consigna. La espiral llega a su fin: llega al último grupo en el que ya estamos hablando de ella, de nosotros. Reponemos con cara de alumnos ejemplares el tema tratado. Al lado mío, acodada entre mi banco y el de la chica que está a mi izquierda, la profesora atiende, ve cómo van cambiando las caras al deslizarse por la espiral, su cara va cambiando.
Tranquilo, fumando mi pucho, escucho, miro las caras, doy otra pitada, comento algo, escucho, doy otra pitada, veo la cara nerviosa de la profesora, la irritación que se le nota en un medio torpe tragar saliva cada tanto, escucho, doy otra pitada, veo el humo que cae espiralado hasta deshacerse en la masa de humo que flamea en el techo. La discusión es casi insostenible ya.
De pronto, la cara enrojecida, el tic repitiéndose, me mira cuando, justo, desde el escritorio, un especimen de vieja fea gorda maestra de música de primaria pero treintañera y universitaria que auspicia de ayudante de la profesora, la llama. Me mira con ira interrumpida:
?Te pido por favor que apagues eso.
?Disculpá ?le digo sorprendido por el pedido, incómodo por haber estado fumando frente a quien le pudiera haber estado haciendo mal con el humo. Tiro el pucho al suelo y lo asfixio con mi pie.
?Pero, profesora ?interviene sin entender mucho una compañera del grupo?, si está todo el mundo fumando.
Giro mi cabeza y me asombra ver la coreografía de fumadores que acompasadamente se acercan el pucho a los labios, las manos elegantes, la mirada perdida, que dan una pitada y exhalan, en particular sincronía, bocanadas de humo que suben, en espirales amaneradas, a la nube de humo del techo.
?¿Pero vos qué estabas fumando? ¿es un cigarrillo? ?pregunta y mi respuesta, cabeceando, le indica casi en simultáneo que sí.
?Ah bueno, disculpa ?se disculpa con torpeza?, pensé que estabas fumando otras cosas ?aclara redundante y se retira trastabillando, mezcla de enojada, incómoda y ofendida y busca amparo en su ayudante que la espera con un fajo de hojas en la mano.
?No da para más esto, ya fue. Me aburro y con esta mina no tiene sentido discutir.
?¿Y entonces, qué, nos vamos o qué?
?Sí, yo me voy.
?Sí.
?Ya fue ?dice una de las chicas y ya todas las cabezas indican consenso.
Empezamos a levantarnos, ruido de sillas moviéndose, cuadernos que se guardan, biromes que se caen y la profesora, parada contra el escritorio, sosteniendo una hoja frente a ella, la baja un poco, nos mira irnos y se le ven lágrimas en los ojos. No por el humo, esta leyendo el volante.
©Sebastián Hernaiz