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Hay algo que tensa el sentido de Rocanrol, el último libro del poeta, crítico y narrador rosarino Osvaldo Aguirre. Rocanrol es un libro de cuentos, aparece en la colección ficciones de la editorial Beatriz Viterbo y -como parece seguir siendo lo habitual en este comienzo de siglo- lleva en sus primeras páginas la advertencia: ?Las narraciones y personajes que componen este libro son ficticios. Los relatos no refieren directamente, ni emiten opinión, sobre hechos o personajes reales.? (Aguirre, 2006: 6)
Pero sucede que, a riesgo de convertir nuestra lectura en una persecución policíaca, debemos marcar que ?Algo bien grande?, el cuento que abre el libro, abría también otro libro, Escritos con sangre. Cuentos argentinos sobre casos policiales, que publicó Norma en el 2003, con edición y prólogo de Sergio S. Olguín. En este otro libro -y de acá la tensión que surge como primer efecto de lectura-, contrariamente a la admonición que antecede a los textos de Rocanrol, el prologuista anunciaba ?La propuesta, el desafío, era que cada uno de ellos (los autores de los textos que integran el libro) tomara un caso policial de la realidad argentina y lo convirtiera en ficción.? (Olguín, 2003: 9). Y pocas páginas después, habiendo pasado cuenta brevemente por la historia del género policial en la Argentina, Olguín insiste: ?El desafío era doble: no sólo tenían que escribir un cuento policial sino que tenía que estar basado en un hecho real ocurrido en la Argentina. La propuesta, realizada en Suiza o Japón, tal vez no despertaría tantos escalofríos como aquí, donde la realidad cotidiana se encuentra inmersa en las noticias policiales, donde hablar de casos policiales es a menudo hablar de casos políticos. Corrupción, inseguridad, muertes sospechosas, conspiraciones, mafias que se mueven cómodas en los estamentos del poder: lo político teñido de policial y viceversa.? (Olguín, 2003: 14)
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De las infinitas respuestas que se han dado a las infinitas formas de la pregunta por la relación entre literatura y realidad, seguramente las precauciones editoriales rocen la más cauterizada de las formas de responder. La biografía de Aguirre que se publica en la contratapa, por otro lado, pareciera prometer, al menos, una importante variedad de géneros como formas de contestar esa pregunta: "Osvaldo Aguirre (1964) publicó libros de poesía, plaquetas, novelas, libros de cuentos, crónicas, investigaciones periodísticas y una recopilación de reseñas y entrevistas" -dice la contratapa-, y podríamos agregar nosotros que fue un activo colaborador de revistas como V de Vian y Paredón y después en los 90, desde donde ahondó en las limitaciones de la crítica literaria establecida para entender lo literario, escribiendo textos que pensaban desde la historieta como narración al género policial, de la relación de Borges con el cine a la de Walsh y de la crítica literaria con lo policial. Entonces, si no un degradée, al menos, sí, se nos aparece un amplio espectro genérico que podría permitirle al autor -y a la literatura- pensar las formas de esa relación, cuáles son los campos que comparten, los que juntas constituyen, cuáles los modos de determinarse entre literatura y realidad.
Estas preguntas que los textos podrían responder de varias formas, y que el recorrido intelectual de Aguirre podría enriquecer, seguramente tanto en la formulación de las respuestas como de las preguntas, se ven, en principio, anuladas por el espíritu general de la pequeña nota que aparece justo debajo de la reserva de los derechos del Copyright limitando a los textos: ?Los relatos no..."
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Pero volvamos un poco a esa nota. ?Los relatos no refieren directamente, ni emiten opinión sobre hechos o personajes reales? (Aguirre, 2006: 6). Dos negaciones y una modalización. ?No refieren?, pero no es que ?no refieren? de ningún modo, ?no refieren directamente?, pero eso sí: ?no emiten opinión sobre hechos o personajes reales?, ahí sí: de ningún modo. Hasta acá, entonces: la advertencia. Y la pregunta que nos surge: ¿qué debe hacer un lector con eso? Y la otra: si la referencia a la realidad no es directa, pero sí indirecta (y aquí se saldaría la paradoja del texto publicado como basado en un hecho real, que a primera vista parecía opuesto a la advertencia del nuevo libro pero que en la relectura deja ver más matices: al basarse en el hecho real y convertirse en ficción, la referencia pasa de ser directa a indirecta, y hasta acá la propuesta editorial: la literatura se relaciona con la realidad por referencia indirecta o por basarse en ella), ¿este modo de referir se vuelve sobre sí y no opina de ningún modo sobre eso con lo que, mediación mediante, tiene un tipo de referencia indirecta? Y la pregunta obvia que modaliza las demás, ¿existe el modo directo de referir, no es la referencia siempre un modo indirecto de enlazar materialidad semiótica y materialidad no semiótica? Y si, por ejemplo, el periodismo policial genera un pacto de lectura que supone una referencia directa, de la literatura que trabaje con el periodismo policial -como efectivamente sucede en el libro que compila Olguín, como en el que saca ahora Aguirre- es esperable -y esperable lo pienso en sus dos sentidos: previsible y deseable- que ese pacto de referencia sea puesto en cuestión mediante el trabajo narrativo y el trabajo sobre el lenguaje, mediante la referencia indirecta a la realidad, mediante la refracción que separa en infinidad de haces de luces de colores esa luz blanca que se simula estable y homogenea bajo el cómodo rótulo de realidad.
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El nuevo libro de Osvaldo Aguirre, en ese sentido, y más allá de esa pequeña nota inaugural, funciona como un cristal astillándose en el cual laten los colores que matizan el blanco de lo real. Si las narraciones de Aguirre no remiten directamente, si no traducen lo real a veinte palabras que simplifiquen la percepción del lector es porque los relatos que componen Roncanrol trabajan miradas que descomponen, que hacen refulgir los colores que componen la versión blanquecina de la realidad. Voces de criminales en primera persona para narrar sus crímenes, las narraciones de cómo se narra para que lo que sucedió quede sepultado en el pasado ignoto, el backstage de una crónica policial o la relación con los jefes de redacción son algunas de las distintas entradas que Aguirre propone para narrar un mundo atravesado por el consumo y tráfico de drogas, la delincuencia, el periodismo y la policía. Un mundo que se construye en el libro, pero que se postula ensimismándose con el del lector. Un mundo que va desde un grupo de veinteañeros que recorren la Rosario nocturna y juvenil, alucinando sin tener claro por efecto de qué droga siquiera, al joven Daniel Arnaut -el personaje que, mayor, ya aparecía en La deriva, la primer novela de Aguirre- que recorre una villa de la ciudad para hacer una nota para la sección policiales del diario en que acaba de empezar a trabajar.
Si, como decía Olguín, o como decía Carlos Gamerro en su ?decálogo del policial argentino? poco antes, el policial local está marcado por la historia política estatal -que es también la historia de los mayores crímenes y delitos cometidos-, el policial local cargará con esa marca que modula al material con el que trabaja siempre el policial: la ley, la verdad y la justicia, o también, la represión, los discursos y lo establecido. El policial local, así, tiende a abandonar el género policial clásico para trabajar sobre la sección policial de los diarios. Y la potencia de la literatura, ahí, en ese trabajo: trabajar el policiales es trabajar sus historias y sus silencios, su relación con la policía y sus limitaciones perceptivas y narrativas.
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La relación del género y la sección policiales de los diarios atraviesa la historia de la literatura desde aquel ser el amplificador de la data torpe que maneja la policía que era el diario que leía Dupin en Los crímenes de la Rue Morgue.
En los cuentos ?Derecho de piso? o ?Garganta profunda?, de Rocanrol, la clave de entrada para la relación entre delito, policía y periodismo está dada por la voz narradora de Daniel Arnaut, que se presenta: ?En los últimos años, debido a mi trabajo, he tratado a muchos policías. Es paradójico, porque no me gusta, no me gusta nada tratar con policías (...) Si quisiera verlo en forma positiva, diría que mi trabajo me ha permitido conocerlos en profundidad. Antes, lo admito, prejuzgaba: pensaba que eran una manga de ladrones y criminales. Ahora puedo invocar una experiencia: pienso que, salvo excepciones, son una manga de ladrones y criminales. (...) No quiero extenderme al respecto, sólo diré que veo a los policías como a gente dedicada a joder la vida de los demás, a aprovecharse de los demás. (...) Tal vez haya algo de deformación profesional de mi parte, tal vez si hubiera debido tratar con políticos o con economistas me quejaría de otras cosas.? (Aguirre, 2006: 95-96) Este narrador, entonces, construirá desde esa enunciación el mundo de la policía [?Los destinos codiciados eran las secciones de Unidades Especiales, ya que controlaban el juego clandestino, la prostitución, la venta de drogas y la delincuencia organizada? (Aguirre, 2006: 102)], el de la delincuencia [?En las villas miseria se libraba una verdadera guerra de guerrillas con los chicos delincuentes -los mutantes, les decía la policía.? (Aguirre, 2006: 102)] y el del propio periodismo [?Los hechos, Daniel. Y nada más que los hechos? (Aguirre, 2006:50) le espeta el esperpéntico jefe de redacción al narrador que debe constantemente en el diario reprimir la escritura que siendo narrador de cuentos se permite].
Si, como decían Los Redondos, violencia es mentir, la escritura de Aguirre pone a la verdad en fuga para trabajar la violencia y los modos de construcción del otro que tienen las distintas zonas que atraviesan sus cuentos. En ?Punto Rojo?, el cuento en el que el grupo de veinteañeros -actor, uno, poeta, otro, estudiantes, varios- se juntan a fumar no saben qué y terminan errando por las calles de la ciudad, el narrador dice: ?Eugenio alucinó, porque a una cuadra de distancia se veían bultos, sombras, un fuego encendido. Estamos atrapados, dijo Eugenio. La Prefectura es peor que la policía, dijo, tengo un primo que era pescador, robaba para ellos y los usaron de chivo expiatorio? (Aguirre, 2006: 35). Desde ese punto de vista, la policía es la encargada de organizar el crimen y de inventar falsos culpables, punto de vista solidario con el que expone el periodista: ?Romano mostraba una notable capacidad para aclarar homicidios. Prácticamente no dejaba un caso sin resolver. Claro que, transcurrido un tiempo, los acusados denunciaban que habían confesado bajo apremios ilegales, o por casualidad aparecían los verdaderos autores de los crímenes? (Aguirre, 2006: 103)
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Tal vez Aguirre esté escribiendo, en Rocanrol, la genealogía de Daniel Arraut, el protagonista de su novela La deriva, sus noches de joven, sus inicios en el periodismo, su relación con la policía. Y con Arraut, narrando una ciudad, una realidad. Y al narrarla, participando en los sentidos que la organizan, más allá de lo que las salvaguardas editoriales acoten en su defensa. Porque la escritura, el trabajo literario que revuelve en los restos -que son una verdad política- de lo policial en el tardocapitalismo en que vivimos, leemos y escribimos, es un modo de construir versiones que discutan a esa versión dominante que llamamos realidad: luchas de versiones, entonces, donde se juegan el sentido de lo real, así como la posibilidad de una voz. Rocanrol, si no refiere ni a personas ni a hechos reales, sí es parte de la realidad, y sí construye su verdad literaria. Y así, no sólo opina sobre lo real, sino que ejerce la opinión presionando sobre los modos de aparecerse de lo real. Solidaria, indirectamente, con la tradición que podría ir desde la mirada de la Ida del Martín Fierro y del Juan Moreira hasta la CoRREPI y el cine de Trapero o las investigaciones de Raggendorfer sobre la Bonaerense, Rocanrol se escribe sobre las relacionnes entre policial y policiales, entre verdad y periodismo, entre justistia y castigo, y entre ley y represión.
Sebastián Hernaiz