Era la época de las tizas locas, de la remarcación. Mi viejos se pusieron nerviosos porque no les alcanzaba la plata y estaban intratables, así que preferí salir a la calle para despabilarme un poco.
En la esquina de la Juanita me crucé con Leticia y el Moncho, que venían de Lugano. Como no tenían nada que hacer, decidieron sentarse conmigo en la vereda. Era sábado tipo diez de la noche. Corría mayo de 1989.
En la terraza de Boris Karloff había un muñeco de jardín con cara de maldito, al que todos llamaban ?El enano de Ugarte?. Estaba pegado en la cornisa mirando hacia la calle. Ésta vez le devolvíamos la mirada, con un poco de miedo, eso sí, debido a la superstición. Durante un buen rato quedamos hipnotizados, y con nosotros toda la cuadra, porque no volaba ni una mosca.
De pronto, empezamos a oír una cosa rara aumentando su volumen, que nos sacaba del letargo. Era una voz que no conocíamos, áspera, que llegaba de la vuelta de la esquina.
El frío nos tenía acurrucados a los tres contra el paredón del almacén, con los ojos a medio abrir y las piernas casi dormidas, así que ninguno mostró intención de pararse para ver de qué se trataba el asunto. Nos limitamos a esperar, pacientemente, que la voz llegara hasta nosotros. Poco a poco, el sonido comenzó a ser más nítido:
?Era rubia y sus ojos celestes/reflejaban la gloria del día/y cantaba como una calandria/la pulpera de Santa Lucía??
Enseguida, asomó el cantante. Era un hombre flaco y barbudo. Tendría unos cincuenta años, quizás más. Iba mal vestido, como un ciruja. Tambaleaba. En la mano traía una petaca. Lo acompañaba un gato grande, manchado en todo el cuerpo.
?¡Buenas! ?nos dijo?. ¿Les molesta si me siento con ustedes?
?No, para nada. Siéntese ?le contestamos.
?Mi nombre es Carlos, pero me dicen Carlitos, y ojo que no tengo nada que ver con el que ganó las elecciones, eh. ¿Cómo se llaman ustedes?
?Leticia, Moncho y Juan Diego.
?Un gusto, pibes.
?Igualmente. ¿De dónde viene?
?Ahora, de ninguna parte en especial, siempre estoy dando vueltas, pero en realidad yo soy de La sudoeste, que es un barrio que queda por allá atrás del Mercado Central. ¿Lo conocen?
?No ?contestaron mis amigos?; Sí ?dije yo?, me llevaron allá cuando era chico, para curarme una culebrilla.
?Ah, entonces conocés a la Chola. Esa mujer es propiamente una santa, curó a mucha gente.
?¿Y cómo se llama su gato? ?le preguntó Leticia.
?No tiene nombre, porque él no es un animal doméstico, es un gato salvaje, un gato montés.
?¿Pero qué edad tiene el gato?
?¿Éste? Es más grande que yo. Es un tipo de gato muy longevo. Nos hicimos amigos hace muchos años. ¿Quieren que les cuente la historia?
?Por favor ?nos entusiasmamos.
?¿Ustedes saben jugar al Grillo?
?¿Qué es eso?
?Es un juego, principalmente nocturno. Se jugaba mucho allá por mis pagos. Es muy lindo. Se reparten instrumentos entre varias personas, para que los toquen escondidos, y los demás los tienen que buscar en la oscuridad, con linternas. Cuando yo tenía la edad de ustedes? era otra cosa, ¿no?... jugamos el mejor Grillo de la historia. Un año duró.
?¿Un año?
?Má que un año, me quedo corto, un año y medio, dos años pónganle. Fue una cosa de locos. Nadie trabajaba ni estudiaba ni nada. El barrio entero se paró. Escúchenme bien lo que les digo, todo el santo día y la noche jugando, la gente escondida, la gente riendo. ¡Qué fiesta! Ahora es otra cosa. Todo el mundo está nervioso por cualquier pavada, pero yo no, eh, a mí no me enganchan en esa, yo soy como el viento, pibes, no pago impuestos, no pago el alquiler, no soy ningún esclavo, ¡dejame de joder!, si igual, es como dice la Biblia, fíjense en los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, pero Dios igual los alimenta.
?¿Pero entonces se juega también de día?
?Se puede, pero de día nadie tiene que buscar ni salir del escondite, solamente hay que tocar los instrumentos. Es muy importante que esto se cumpla a rajatabla, hay que respetar la tradición del grillo, sino es peligroso.
?¿Pero qué puede pasar? ?Pregunté. Si es un juego nada más?
?No es un juego cualquiera. ¿Juan te llamabas vos?
?Juan Diego.
?Esto es muy antiguo, pibe, lo jugaban los indios pampas por toda esta zona, con antorchas, para pedirle a Dios por la comida. Si no se respetaban las costumbres, no quedaba un solo yuyo bueno, crecía la yerba mala en todas partes, y ojo que después es muy difícil sacarla, eh. Por eso el dicho: ?yerba mala, nunca muere?. Mirá, una vez, por ejemplo, se jugó un Grillo muy grande entre Tapiales y Aldo Bonzi, acá nomás, cruzando la autopista, y fue tanta la pica entre estos dos barrios hermanos que casi pareció una guerra civil por la ferocidad, resultando, lamentablemente, en actitudes inconscientes!, de jugadores ambiciosos o novatos, que siguieron buscando pese a la luz del día. Lo que pasó después fue una verdadera tragedia, muchísimo peor, Juan Diego ?me miraban fijo tanto Carlitos como el gato?, peor, que la hiperinflación. Hay que levantar el juego, sino te pasa como a los murciélagos cuando viene el sol.
Maldito sol ?decía yo por adentro?, a mí me gustaba la noche, caminar la calle cuando todos dormían; disfrutaba ese silencio para romperlo con mis amigos a nuestro antojo, en las conversaciones de la esquina o con las guitarras al borde de la Richieri.
?Por eso yo soy un bicho de noche ?dijo Carlitos.
?¿Por dónde quedaba su barrio? ?preguntó el Moncho.
?¿La Sudoeste? Es un lugar medio escondido, saben, está pasando unos campitos que pocos conocen, pasando el arroyo de Don Bosco. Es medio inaccesible, pero esto es a propósito. Lo construyó la CGT.
?¿La CGT?
?Sí, y por encargo de la señora, Dios la tenga en la gloria. Antes de morirse mandó a construir un montón de barrios secretos, para refugiados políticos. Es que ella ya sabía la que se venía. Algunos dicen que los hizo el marido, pero nada que ver, él ni estaba enterado, fue ella, fue ella.
?¿Y dónde quedan los otros barrios? ?pregunté.
?Yo no los conozco a todos, pero bueno, mejor dejemos eso para otro momento, que les estaba contando del grillo. Es que en uno de esos juegos fue que nos conocimos ?y señalaba al gato, que nos miraba a todos con sus ojos verdosos?, porque él también es una criatura de hábitos nocturnos.
?¿Cuándo fue? ¿En ese juego que duró como dos años?
?Exactamente. Habían pasado varios meses y todavía no había sido descubierto por nadie. El instrumento que me tocó era una armónica, chiquita, pero de sonido fuerte. Debe ser por eso que los buscadores ya estaban a punto de encontrarme. Lo sabía por las huellas. Me andaban rondando. En esa época, yo estaba escondido en una hondonada donde crecía un árbol de copa muy espesa, que cubría todo el pozo. Estaba al lado de una callecita muerta, cerca del barrio. Era bueno el escondite, pero no quedaba otra que mudarme cuanto antes, si no quería ser descubierto, así que una noche metí todo en una bolsa y salí al descampado. Iba cuerpo a tierra. Por todos lados, se veían los rayos de las linternas, se oían voces. De repente, empezaron a gritar: ?¡ahí va uno! ¡Ahí va uno por el pasto!? Me quedé duro como una piedra. Me descubrieron, pensé. Pero no era conmigo la cosa. Habían agarrado a otro, a veinte metros mío. El tipo pedía: ?por favor, denme una segunda oportunidad, por favor?, pero los buscadores le decían ?no, ya estás capturado, ahora tenés que venir con nosotros?, y se reían.
?¿Y a dónde los llevaban cuando los descubrían? ?preguntó Leticia.
?A un galpón, muy grande, que estaba cerca de Camino de Cintura, y ahí los tenían hasta que el juego terminara. Los organizadores decían que ahí te daban gaseosa y sandwichitos de miga, pero a mí no me iban a convencer con eso, yo era un grillo hecho y derecho, nacido para el campito y eso que llaman ?el libre albedrío?. Es hermoso, saben, esquivar las linternas y seguir saltando por ahí. El juego sigue, pero uno es dueño de su propia voluntad.
?¿Y qué pasó al final? ¿Lo vieron a usted?
?Cuando agarraron al otro grillo, los buscadores empezaron a decir: ?hay que rastrillar la zona, por si hay más escondidos?. Justo en ese momento, ¡qué mala suerte!, rompí una ramita tirada en el piso, sin querer, con el brazo, y el ruido los alertó. ?Por ahí?, dijeron, y se me venían encima. ?Ahora sí, estoy perdido?, pensé, pero no estaba todo dicho en esa oscuridad. De la nada, apareció él ?y lo miró al gato?, que pegó un salto bárbaro, hasta ponerse adelante mío. A propósito se mostraba para que lo viesen. Iba y venía a mi alrededor, que seguía tirado boca abajo, quieto y tapado por el pasto. ?No pasa nada?, dijeron los buscadores, ?es un gato?, y se fueron.
?¡Qué bárbaro! ?dijo Leticia. ¿O sea que el gato lo salvó?
?Sí, señorita, él me salvó. Los buscadores se fueron con el que habían atrapado, para custodiarlo bien, porque parece que el tipo se quería escapar. Una vez que se alejaron, me levanté despacito. El gato estaba parado a unos metros, mirándome. ?Gracias?, le dije. Yo sabía que él podía entenderme. Saqué de la bolsa unas galletitas y se las tiré. A partir de ese momento, empezó a seguirme.
?¿Hasta el día de hoy? ?pregunté.
?Casi, porque en el medio pasaron algunas cosas, que todavía no les conté.
?Ah, siga entonces.
?Cuando me paré, me di cuenta que tenía la camisa toda mojada. ¡Era sangre! Resulta que en esos potreros crece un tipo de abrojo muy espinoso, que se te clava con saña. Tenía el pecho y los brazos a la miseria. Vean ?y nos mostraba las cicatrices. Estaba hecho un Cristo. Era raro, porque al principio no sentía nada, recién cuando me di cuenta empezó a dolerme. Entonces, me concentré, y de a poco fui mejorando. Es que yo creo que el dolor es algo psicológico.
?Bueno, pero no siempre ?protestó Leticia?, a mí cuando me duele la muela no hay manera de calmarme si no tomo los remedios.
?Ja ?se rió Moncho?. Imaginate si te prenden fuego vivo, sabés cómo debe doler eso.
?¡Te digo que es psicológico! ?insistió Carlitos. Todo se puede controlar con la mentalidad. ¿Saben de qué manera? Olvidándose del asunto y dejando que el cuerpo se encargue de hacer lo que hay que hacer. Una vez, por ejemplo, a mí me mordió un perro, y casi me arranca una pierna, y ojo que ese perro estaba rabioso. Me di cuenta por los ojos y por la baba que largaba.
?¿Y no se hizo dar la antirrábica? ?preguntó Leticia.
?No, no, ni se le ocurra, señorita, yo no creo en la medicina occidental. Esas drogas son todas artificiales, ¡sintéticas!, es lo mismo que comer plástico, ¿para qué? ¡Hay que usar la mente! Mejor dicho: Hay que dejar de usarla, para que el cuerpo actúe.
?¿Pero no le agarró fiebre?
?Claro que me agarró, pero de eso se trata. La fiebre es algo muy bueno. Es una defensa del cuerpo. ¿Saben cómo me curé? Me compré una ristra de ajo y me guardé durante una semana tapado con la frazada, comiendo ajo y tomando agua, nada más. Tenía la fiebre por las nubes, cuarenta y cinco grados más o menos. Yo no tengo termómetro, pero igual me doy cuenta porque conozco bastante de la temperatura. Es que como vivo en la calle, saben, a la intemperie, sé mucho del clima, del calor y del frío.
?Pero el cuerpo no es lo mismo que el tiempo climático ?interrumpí.
?No seas cabeza dura, pibe ?se fastidió Carlitos?, si yo te digo una cosa?
?Bueno, Carlitos, no se enoje.
?¿Pero entonces? ¿Cómo pudo sobrevivivir? ?preguntó Leticia.
?Por el ajo y la frazada, señorita, me extraña. La temperatura sube tanto que uno empieza a transpirar como loco, y bueno, la propia fiebre se lleva la peste para otra parte, la evapora. Al séptimo día, me levanté como nuevo.
?Pero al final no nos contó cómo hizo para escaparse ?dije.
?¡Es que me interrumpieron, che! Bueno, una vez que las linternas se fueron bien lejos, empecé a caminar. El gato iba atrás mío. Tenía la camisa empapada de sangre, pero por suerte me concentré y pude parar la hemorragia. Le di derecho, siguiendo la línea de la Cruz del Sur. Habremos caminado media hora, más o menos ?Carlitos lo miraba al gato, como consultándolo?, y de golpe nos chocamos con un paredón. Era la primera vez que pasaba por ahí. ¡Qué raro! Era largo, y todo tapado de enredaderas. Por curiosidad, me trepé, para ver qué había del otro lado. El gato también se subió. Al asomarme, me encontré con un barrio, uno que no conocía. Seguro era otro de los barrios secretos de la Señora. En el medio tenía una plaza: estaba llena de gente. Por todos lados se veían pasacalles, que decían ?25 de Mayo de 1810?.
Enseguida, sentí una voz, que me gritaba: ?¿eh, usted, qué anda haciendo ahí?? Era un señor muy alto; me miraba fijo. Era barrendero, o algo así. Empujaba un carrito, y llevaba un uniforme que decía: ?Municipalidad?. Ya está, pensé, me agarraron en ésta. ?Nada?, contesté, ?sólo estaba mirando?.
?¿Y ese gato??, preguntó, mirando raro.
?Viene conmigo?, le dije.
?Ah, bueno?, contestó, con cara de desconfiado. ?Venga, hombre, no sea tímido?, me dijo, ?acérquese, que está por empezar el acto?.
Ahí me di cuenta que ese tipo no sabía nada del Grillo, así que me tranquilicé.
?Venga, venga?, insistía.
?Bueno, gracias, cómo no?, le dije, y bajé del paredón.
?Mire, vaya bordeando las casitas, por esa calle?, me indicó, ?que termina en la plaza?.
Cuando me iba, me llamó de nuevo: ?¿Qué le pasó en la camisa??.
?Nada, me lastimé con unos abrojos, pero ya estoy bien?.
?A ver, espere un segundo?, y metió la mano en una bolsa al costado del carrito. ?Tenga, póngase esto?, me dijo, y me ofreció una camiseta.
Me cambié, y empecé a caminar, dándome vuelta dos o tres veces para saludarlo. Ahora, el gato iba casi pegado a mí. Le di una galletita más. La agarró de mi mano, muy respetuoso. Poco a poco, nos mezclamos entre la gente, que salía de todas partes. Parecía un hormiguero. Los negocios ofrecían mercadería en las veredas, hasta los vecinos comunes habían puesto mesas en las puertas de las casas, para vender empanadas, pizzas y sándwiches. No se hablaba del Grillo, se ve que no estaban enterados, así que nadie se metía conmigo, aunque muchos lo miraban raro al gato, como que no les caía bien. A ver, pibes, un momento ?Carlitos destapó la petaca?. ¿Quieren un poco?
?Bueno ?dijimos los tres, para no despreciar. Uno por uno fuimos probando la bebida, muy fuerte, con un poco de gusto a limón. Después, Carlitos le pegó un sorbo largo, la tapó, y la apoyó en el piso. En todo Celina no se escuchaba otra cosa que no fueran nuestros pequeños ruidos. El gato miraba con atención los movimientos de las manos de Carlitos, que ahora sí, continuó:
?Cuando llegamos a la Plaza, nos encontramos con una peña. La gente bailaba al compás de una orquesta folklórica, que tocaba sobre un escenario. Todo el mundo comía y bebía. Una señora me ofreció un vaso de vino, pero no sé por qué yo andaba medio porfiado de todo el asunto, así que preferí no tomar. Había muchas guirnaldas, globos y adornos. Después de un rato, la música se paró, y un señor agarró el micrófono: ?Ahora vamos a dar inicio al acto conmemorativo?, dijo. Enseguida, unos chicos disfrazados, acompañados por las maestras, subieron al escenario, y empezaron con el número: Gente que sale a la calle/Ríe y se pone a cantar?/Son mil mujeres y hombres/Bailando el candombe/de la libertad/Ya lo ves/Es 25 de Mayo/de 1810. Era una gran emoción ?Carlitos destapaba otra vez la petaca?, a mí el 25 de Mayo siempre me gustó mucho, porque Mariano Moreno es pariente mío.
?¿Pero qué está diciendo, Carlitos? ?Le dije.
?Moreno, Mariano Moreno, el de la Junta de Mayo.
?Pero si Moreno murió hace como doscientos años.
?Pero ya sé, pibe, qué te pensás, que no lo sé. Lo que quiero decir es que él es miii? miii? no me sale la palabra? esteee? ¡pucha! ¿pero cómo se dice?
?¿Ancestro?
?¡Esa es la fija! ¡Ancestro! Miren, mi madre era una señora de buena familia, que Dios la tenga con los angelitos, una santa mujer, muy elegante, de la buena sociedad, que se echó a perder, pobrecita, cuando conoció al rufián de mi viejo? mejor no hablemos de ese. Por eso, fuimos a parar allá a La Sudoeste. Solita nos crió a mis hermanos y a mí. Ustedes no saben las que tuvo que pasar, la pobreza que vivimos, ¡la malaria que pasamos!, ella no estaba acostumbrada, era una mujer fina, de buenos modales, pero ¿por qué les estoy contando esto?
?No sé, estábamos hablando de Mariano Moreno.
?Claro, porque el apellido de mi mamá era Moreno. Ella era la tátara tátara tátara nieta del mismísimo don Mariano.
?Pero que tenga el mismo apellido no significa que estén emparentados?
?¿Pero ustedes me están tratando de mentiroso? ¿De embustero? ¿Para qué los voy a engrupir con una cosa así? Con esto no se jode, viejo.
?Bueno, Carlitos, no se enoje?
?Es que me ofenden, pibes, yo pensé que estaba en confianza?
?Disculpenos, Carlitos.
?Bueno, disculpa aceptada. No saben la emoción que tenía, a mí el 25 de mayo me puede? Miren, ¿ven? Por estas venas corre sangre revolucionaria ?dijo, mientras nos mostraba las muñecas.
?¿Y qué pasó después?
?Los números eran uno más lindo que el otro. Hubo obras de teatro, bailes y coros. La gente comía hasta llenarse la panza, pero más que nada tomaba, sin parar, todo lo que se servía: vino, cerveza, licores. Pasada la medianoche, ya estaban todos entonados, menos yo, que seguía sobrio, por cualquier cosa. ¡Lo bien que hice! En un momento, un hombre grandote, que estaba cerca de la mesa de los platos dulces, empezó a señalar para el lado donde estaba yo, y los llamaba a los otros. Se juntaron varios. De repente, se pusieron a gritar como locos: ?¡Agarrenló! ¡Agarrenló!?, y se vinieron encima. ?De ésta no safo?, pensé?. En menos de un suspiro, los tenía a todos alrededor. ?¿Qué pasa??, pregunté, pero nadie me escuchaba, ni siquiera me miraban, porque no era a mí al que querían, era a él ?Carlitos le tocó el lomo al gato?, pobrecito, y ¡zas!, le tiraron un lazo que le embocaron justo en el cogote. ?¡Agarrenlo fuerte!?, gritaban, mientras el gato se revolvía furioso. El resto de la gente, alertada, dejó lo que estaba haciendo y se acercó. ?¿Por qué le hacen eso??, me metí, ?¿qué mal les hizo este pobre animal? Él viene conmigo?. Entonces el grandote, que lideraba el grupo, me encaró y me dijo: ?señor, usted no sabe con quién está caminando?. ?Pero por qué me dice eso?, contesté, ?si es un gato bueno?. ?Está equivocado, señor, él no es un gato, es un hombre gato?.
Con Moncho nos reímos.
?No se rían, pibes, les estoy hablando en serio ?se quejó Carlitos.
Todos lo miramos al gato, que nos devolvía la mirada con sus ojos inmensos, penetrantes. Carlitos siguió contando:
??Es un hombre gato?, me repetía el grandote. ?¿Pero qué está diciendo??, le contesté. ?Señor, escuchemé?, me dijo, mientras me agarraba de los brazos, ?ésta es una criatura diabólica, hace mucho que viene rondando alrededor de nuestro barrio, espantando a la gente.? ?Pero no puede ser?, le dije. ?Señor?, el grandote me empezaba a zarandear, ?¿conoce la historia de los Hombres Lobos??. ?Sí, por supuesto?, le contesté. ?Entonces sabrá que cuando viene la luna llena esos hombres se convierten en animales, bueno, con los hombres gatos es al revés, ellos son gatos, y cuando se completa la luna se convierten en hombres, en hombres feroces, criminales?.
?¿Qué hicieron con el gato, entonces? ?preguntó Leticia.
?Lo enlazaron con varias cuerdas y de a poco lo fueron llevando al medio de la Plaza, donde lo ataron, contra un poste de luz.
?Pobrecito ?dijo Leticia.
?Tranquila, señorita, que esta historia no se termina.
?Siga, por favor.
?La verdad que a mí me daba mucha lástima ver lo que le hacían, pero no podía hacer nada, mucha gente lo vigilaba. En un momento, empezaron a tirarle piedrazos, y a escupirlo. Yo pedía que lo traten bien, pero no me daban bola, estaban todos pasados de vino, muy bravos, así que me a fui a un costado, por atrás de un arbolito. De ahí veía todo. Tenía que esperar el momento justo, para ayudarlo, no lo podía dejar así. ¿Ustedes conocen las cuatro fases del borracho?
?¿Las qué?
?Las cuatro fases. El borracho empieza siempre con la fase del mono, que en este caso fue cuando la gente bailaba y cantaba, después sigue la fase del león, entonces el borracho se pone malo. Ahí fue que lo agarraron a él y lo maltrataron. Después de un rato, llega la fase del chancho, y vienen los vómitos. A eso de las cuatro de la mañana, la gente ya se estaba sintiendo mal, de tanto que habían chupado y mezclado. Algunos empezaban a irse, y ya no le prestaban tanta atención al gato. Pero todavía no era el momento, tenía que esperar un poco más, hasta que llegara la cuarta fase.
?¿Cuál es esa? ?preguntó Moncho.
?Es la fase del oso, cuando el borracho se queda dormido. Estaba clareando, y los que habían quedado en la plaza estaban todos tirados y roncando. El gato lloraba, pero nadie lo escuchaba, salvo yo, que era el único despierto. Con cuidado, me acerqué, esquivando los cuerpos, hasta que por fin llegué al poste de luz. Le desaté todos los nudos y enseguida nos fuimos, despacito, por donde habíamos venido, por la calle de las casitas. Cuando nos íbamos, reconocí al grandote que lo había agarrado a él. Estaba tirado encima de otro. ¡Qué julepe! Porque de golpe abrió los ojos y me miró fijo. Yo pensé que el rescate iba a fracasar, pero tuvimos suerte, porque el grandote no atinaba a nada, sólo me miró hipnotizado durante un rato, con los ojos quebrados por las venitas rojas del cansancio. Después, los párpados se le fueron bajando. Nosotros seguimos adelante, y llegamos al paredón, y lo trepamos de nuevo. Antes de saltar al otro lado, miré por última vez ese barrio: el viento arrastraba todo, papeles, vasitos de plástico, la ropa. Después, nos metimos otra vez en el campito, ¡estábamos salvados!, aunque íbamos con cuidado, porque a lo lejos ya se veían los rayos de las linternas. Desde ese día, el gato y yo somos inseparables, pero cuando viene la luna llena, yo me encierro en algún lugar y a él lo dejo durmiendo afuera, por las dudas.
Carlitos guardó silencio, y cerró los ojos. Se lo veía cansado. Moncho, Leticia y yo, tampoco dijimos nada. Miré alrededor. Quizás por tanta concentración en la historia de Carlitos, es que ahora todo lo que veía me parecía extraño. Como cuando uno sale a la calle, después de ver en el cine una película muy larga.
De pronto, Carlitos se puso de pie.
?Bueno, me voy yendo.
?¿Ya se va?
?Sí, pibes, fue un gusto.
?Igualmente ?contestamos los tres?, y nos paramos. ¿Va a volver?
?Sí, un día de estos.
?Cuando quiera. ¡Muchas gracias por la historia!
?No hay de qué ?dijo, y se fue junto al gato, en dirección al Mercado Central.
En silencio, los vimos durante un rato, achicándose en el horizonte de la calle Martín Ugarte, contra un cielo negro, interrumpido por la luna creciente que parecía caerse, allá, en el final.
Juan Diego Incardona
(*)Carlitos el borracho fue una persona real, que recorrió durante muchos años las calles de Celina. Flaco y barbudo, andaba vestido pobremente, cargando un bolso negro, y acompañado en algunas ocasiones por un perro y por un gato. Generalmente amable y bien predispuesto para la charla, los vecinos del barrio siempre lo respetaron y lo ayudaron. A veces, debido a su adicción al alcohol, se lo veía ensimismado y hasta violento, insultando a diestra y siniestra a personajes imaginarios que le disputaban la conciencia y la fuerza de voluntad. Cuando la borrachera, en dosis pequeñas de su petaca, era apenas un remedio contra el frío, Carlitos daba largas serenatas de tangos por las noches, roncando cada estrofa como si se le fuera el corazón, igual que a Malena, en voz de sombra. Hace mucho que no sé nada de él, ni siquiera si vive. Mientras estuve en la casa de mis padres, fui su amigo. A partir de ahora, intentaré documentar nuestras conversaciones en estos textos, que conformarán la segunda serie de relatos pertenecientes a la saga de Villa Celina.