continúa...
Cantaba ponte color que al morir los hombres son blancos, observando la perspectiva que se cerraba en dirección a Liniers, interpretando las combinaciones que formaban los edificios y las cosas, calculando números con mis métodos habituales, intentando sacar algo concreto de la pegajosidad, mientras me rascaba un rato el higo, un rato la batata, y entonces empecé a sentir un dolor progresivo en la cabeza, pero enseguida, al comprobar que el estado rationalis quería capturarme otra vez, me bajé nomás la bragueta y me hice una paja con mucho volenter; la piel se erizaba y las luces blancas del infinito se agarraban los pelos de la concha y se contraían simultáneamente con mi vertex que explotaba lleno de crema.
El colectivo no venía más y me empezaba a agarrar la ansiedad y el paroxismo, cuando imprevistamente veo a una ciudadana joven que viene directo hacia mí. Era rubiecita y delgada, con unas tetas supremas y una cadera pronunciada, y de sólo pensar el culo que podía venir adosado ahí atrás casi me agarra el remorbesco, pero aguanté como pude y la miré bastante fijamente, mientras ella se paraba adelante mío, haciéndose la desentendida y mirando de reojo. Dejé pasar un rato y al final le dije hola, y ella me miró y se quedó callada al principio pero después me dijo hola, y yo le puse los ojos y le dije gusto de vos, y ella sonrió, y yo le dije deseo fervientemente conversar un rato con vos, y la muy puta me dice ¿acá en la calle?, y entonces le pregunto si quiere venir a mi casa y le cuento que tengo guitarra, y me dice bueno, la muy boba.
Justamente llegó el colectivo, subimos y saqué dos de ochenta. Los detalles ornamentales de los espejos eran una reverenda mierda y me daban ganas de partirle un ladrillazo en la cabeza al impune conductor, pero me contuve y me fui a las tinieblas del fondo con la ciudadana porque no quería echar a perder la cita y además no tenía ladrillo. Adentro mío cantaba superstición y afuera la lechuza me estiraba el cuello y ya no sabía adónde quedarme, si afuera o adentro. ¿Cómo te llamás?, me pregunta la concha. Jael, le respondo. Qué lindo nombre, me dice. Gracias, le digo, mientras le pongo los ojos. Sos medio raro, dice. Gracias, le digo. Se ríe y noto que uno de sus dientes está torcido. Entonces el corazón me manda un insuflo, se me llena la cabeza de tineosus y prácticamente entro a la zona desconocida y la deguello sin preámbulo, pero antes de que la máquina de guerra me la chupe, nuevamente hago un esfuerzo por mantenerme al margen, que la paciencia es una gran virtud que me cuesta practicar, y no sabía qué hacer, no sabía dónde meterme, me daban ganas de tirarme al piso roñoso del colectivo y hacer unas flexiones de brazo para descargarme, pero reprimo el remorbesco y le digo locusta. ¿Qué?, me pregunta la teta. ¿Qué de qué?, le digo poniendo los ojos a más no poder. Qué raro que sos, me dice sonriendo otra vez. No aguantaba más, casi lloro.
Nos bajamos en Primera Junta y fuimos por Rojas para el lado de mi casa. Me empezaba a doler el estómago y otra vez la cabeza. Unas cebollas tiradas en la calle largaban un olor con saporo que traté de respirar hasta el punto interesante, pero la concha mojada dijo qué asco y el sapor se interrumpió, y juro que no aguantaba más, que me dio hartazgo, y me digo basta de querimonia, y a la altura de la vía saqué el cuchillo y se lo clavé a noventa grados en el ojo derecho hasta los espacios cavernosos, y entonces por fin llegó el alivio y pude ver las luces sibilantes, aunque pensé que lo había echado a perder y la puta que lo parió, y casi me agarra la melancolía inversa, pero enseguida aparece de la inopia un lungo malsano al que aparentemente le gustaba jugar de testigo y se viene encima, y dije qué suerte la mía y empiezo a mirar el piso y me encuentro un pedazo de chapa, lo levanto y me lo pongo al costado. Cuando el lungo se puso a dos metros, hice la giratoria de repente y le pasé como fulgesco el borde oxidado y le toqué el violín hasta romperle la cuerda. El camello cayó inmediatamente y la noche se empezaba a poner buena otra vez; tomé cuatro amoxidal 500, percibí la dedolencia y puse la cinética para mi casa, pero en una comprobación del panorama descubrí a un pusilánime con gorra en el andén, y no sé qué habrán tenido mis ojos a esa distancia porque apenas lo miré con fijeza al yuta le vino el apploro y se puso a gritar. Para colmo, la larva que parecía muerta se arrastraba a mis pies, enchastrando todo el apud con su chocolate, y no sabía qué hacer primero, pero me decidí y le aplasté la cabeza a la oruga con un salto exhibitio. Después empecé a correr por la vía en busca del buche, pero noté la cercanía del tren que venía a toda velocidad, así que me di vuelta y volví a esperar con el lungo y la puta; el policía seguía con su aullido y a mí se me salía de la vaina la injuria y le grité la re concha de tu vieja la petera, pero evidentemente ese rati desconocía toda advertencia e insistía con su mala música, y le grito marica, ahora vas a ver, y el muy pija dispara un par de tiros al aire, por encima del tren interminable; a todo esto pateo sin querer una cebolla podrida, quare de la tribulación de la boba, y me pongo contento. Me agacho y la huelo más de cerca hasta que la satisfacción me da un escalofrío. Después la agarro, la unto con la substantia lechosa de la puta y la como en tres mordiscones; qué placer, pero un azote me entra por el oído; es el aullido del alcahuete que no para, y ahí mismo, entre la substantia y el remorbesco, me invade una sensación polimorfa mezclada con obiratio, y la concha de tu madre empiezo el atletismo y pego un salto al andén donde está la marica, que empieza a disparar como loco, pero no mucho tiempo porque enseguida lo alcanzo con una patada doble sobre el pecho y el rati cae. Ahí le hago un consputo de flema verde sobre los ojos desdichados y le atravieso la caja toráxica con el cuchillo. Después acerco mi mano a su boca, y cuando el aullador expira, percibo el roce de su último aliento. El obduresco y la corriente me paralizaron de placer. Después de un rato caminé otra vez hacia Rojas, mirando de reojo a la Sombra que espiaba detrás de una columna, y canté no ves que el tiempo se quedó a vivir.
continuará...
Juan Diego Incardona