Busqué ediciones que pasaran desapercibidas, sin lecturas, sin ojos, sin manos, sólo ejemplares abandonados a la degradación y al polvo que todo lo devora, y las llevé conmigo a la casa que poseo en la periferia, secretamente, a través de solitarios callejones, noche a noche, a paso lento, escondiéndome tras los árboles y las columnas. De este modo, junté un número considerable. Algunas contaban historias; otras reflexionaban; aquellas, científicas, trataban de confirmar hipótesis a través de prolijos métodos; éstas, desvaríos de la imaginación, incentivaban la atroz realidad de la mentira.
Me tomé la libertad de reunir sus cuerpos exánimes en la gran sala de mis invenciones; allí extraje de cada cuerpo una página, la más conveniente según el caso: una oración sobre la luna, un diálogo jovial en un parque, un relato antiguo, otro infantil, teorías acerca de la conducta humana, cálculos matemáticos, teoremas, una alegoría del infierno, una metáfora del cielo, la descripción detallada de un paisaje otoñal, deducciones, inducciones, etc. Después, una vez que los fragmentados textos quedaron parcialmente unidos en uno nuevo, en el fragmentario bosquejo de mi creación posterior, que sería la verdadera, la maravillosa criatura, la nueva palabra, ejecuté el siguiente paso, el paradójico y esencial paso de este histórico viaje: borré prolijamente todo el bosquejo hasta dejarlo blanco, sin máculas anteriores, confinando las letras pasadas al recoveco invisible de lo que ya no está, pero que, por haber estado, perdura. No está, pero se mantiene allí. Esas palabras, extraídas de la diversidad de una heterogénea biblioteca, fueron el alma de mi libro y de mi plan, fueron el conocimiento que, aunque vedado de las imágenes de la conciencia, cumplió la función de ejercer una memoria original, una suerte de instinto necesario para la eficaz existencia del nuevo Adán que estaba por crear.
Ultimé detalles: cosí las hojas al lomo, fileteé las páginas, corté los bordes sobrantes de la tapa. Así pues, estaba listo, mi libro estaba listo para ser escrito.
¿Pero cómo debería escribirse? ¿Acaso tendría que recurrir, como cualquiera, a la vulgar tinta y a la convencional pluma? ¡Blasfemia! ¡Sólo blasfemia puede definir semejante acto! Yo, nuevo Prometeo de la palabra, que acababa de lograr un cuerpo nunca observado y un instinto fuera de toda experiencia, no debía ni podía cometer tamaño sacrilegio; sería echar tierra sobre mis propios ojos. No. Esta obra tenía que ser escrita de otra manera: pluma y tinta capaces de engendrar verdaderos símbolos; nada que se componga de esa larga lista de infamias a las que nos tienen acostumbrados.
Entonces, ¿cómo debería escribirse?
Pensaba y caminaba dentro de mi casa, yendo y viniendo por los corredores y las salas, subiendo y bajando escaleras, asomándome de vez en cuando por las ventanas, buscando la manera exacta de completar mi obra. ¡Mi obra! ¡Mi querida obra! Tenía que verla:
¡Ah! ¡Mi arte! Allí estaba, esperando ser escrito, recostado y aún inerte sobre la mesa principal de mis experimentos. Mis ojos brillaban de orgullo: una materia perfecta por donde se la mire, producto toda ella de una combinación magistral capaz de lograr lo nuevo a través de la mezcla de elementos preexistentes y antagónicos, receta que solamente a mí estaba destinada, premio a mi entendimiento iluminado y mi curiosidad sin límites, a mi esfuerzo y mi perseverancia, a mi actitud valiente que ha desafiado las leyes de la tradición en pos de una nueva, de una inédita y original tradición que sería fundada en este Adán amasado con el barro de los muertos y moldeado con técnica impecable a través de mis manos.
Pero aún faltaba completarse. ¿Cómo? ¿Cómo debería escribirse?
¿Cómo debería...
Miraba el techo, pensando.
¿Cómo...
Entonces, con un grito de felicidad, abracé la idea. ¡Ah! Mi excitación no tenía límites. ¡Por fin! ¡El libro por fin había encontrado su destino de grandeza!
Hice los preparativos necesarios para la escritura y esperé la tormenta.
Pasó un día, pasaron dos, tres. No quería inquietarme, y manteniéndome siempre ocupado, atendía, vigilante, una y otra vez el cuerpo de la criatura; lo limpiaba de polvo y lo cuidaba de las alimañas y los insectos que pudieran rondarle.
Pasaron cuatro, cinco. Comprobaba incansablemente que nada fallara, haciendo pruebas y revisando la maquinaria: el malacate, el montacargas, las cadenas, la apertura plegadiza del techo, el pararrayos, todo los elementos del dispositivo.
Pasaron seis días, ¡siete!, y nada: la voz tremenda del cielo estaba muda, oprimida.
Empecé a hacer suposiciones. No era común en aquella época del año que esto sucediera. Parecía hecho adrede, como si Dios estuviera celoso de mí. Maldije al sol y maldije a la luna y las estrellas; ordené, invoqué y hasta rogué, debo confesarlo, que las nubes regresaran.
En la noche del séptimo día el cielo lanzó sus primeros gritos. ¡Maravilloso!
Me puse los guantes y me calcé las botas de goma; el mameluco lo llevaba siempre puesto. Tomé el cuerpo virgen del libro y lo levanté cuidadosamente de la mesa para ponerlo sobre el montacargas. Las primeras gotas empezaban a caer.
Sujeté a la criatura y moví las palancas. Así nos elevamos, juntos, hasta la apertura abierta del techo. Las hojas de los árboles delataban desde el parque la fuerza extraordinaria del viento.
Una vez arriba encadené el libro al pararrayos que previamente había montado, y separándome provisoriamente de él, bajé con el montacargas para resguardarme en la sala y ver desde allí el fabuloso espectáculo de aquel nacimiento, de aquella escritura inédita y perfecta.
Con ojos llorosos por la emoción contemplé su primer bautismo, de agua, pero a éste seguiría el otro, el bautismo de fuego del rayo sublime.
¡Trrrrrgggggggggggfffffffffffffffggggggggggggggggrrrrrrrrrr
rrrrrrrtrrrfffffgggggggggggggggggggggg ggggf gggf ggf ggg!
¡Pluma-rayo que escribes con tinta eléctrica las páginas del nuevo prometeo de la palabra!
La cabeza arrancada de un libro, los ojos de otro libro, los brazos arrancados de allá, las piernas de más allá, todo, todas las partes de su cuerpo se unían y completaban en uno nuevo y diferente. Adam Kadmon, primero y primigenio de su especie, cobraba movimiento y se llenaba seguramente de los más preciosos símbolos jamás utilizados hasta ahora.
Activé el montacargas y fui al abrazo de mi niño, que lloraba, repleto de vida.
¡Oh, Dios! ?Grité espantado?. ¿Pero qué es esto? ¡Un monstruo! ¡Mi niño! ¡Mi niño es un monstruo!
©Juan Diego Incardona