El interior de la propia casa se convierte para los adultos en el interior de una casa ajena, que está sujeta a otro orden, primero secreto, subyacente, luego explícito en su máxima expresión. Otro orden. Otro antagónico a los adultos pequeño-burgueses que creen controlar la casa. Otro, niño, lúdico, perverso, malvado. Aunque es necesario señalar que la existencia del mal sólo puede ser considerada en el orden moral de los mayores y no, en cambio, en el orden infantil donde los límites se han perdido o son difusos, o, quizás, donde los límites jamás existieron. De esta manera, me hago eco de las observaciones de Adriana Mancini en su trabajo acerca de los límites en estos relatos o, para ser más preciso, acerca de la ausencia de esos límites.(1) Mancini, literalmente, afirma:
“Un universo donde los límites del cielo y el infierno se confunden”.
El orden infantil representado en esta serie de cuentos no estaría configurado como moral sino como juego. El objetivo del juego: controlar la casa. Si esto no es posible, destruirla, incluido el adversario, el padre, la madre, el adulto.
Cabe señalar que la acción que el orden infantil ejerce sobre el orden adulto invierte, en estos textos, la experiencia real, donde los niños muchas veces imaginan, “hacen”, de sus juguetes personas adultas. Aquí, en cambio, los niños “hacen” de las personas adultas sus juguetes.
“Compartíamos nuestros juegos, nuestros padres, nuestras tías...”(2)
Al principio, el orden lúdico y perverso de los niños se muestra oculto, luego se manifiesta mediante puntas de iceberg hasta que finalmente sube a la superficie en todo su esplendor. Los adultos entran en colisión con este orden más poderoso y naufragan inevitablemente, y ahogándose en el mar de su ingenuidad sucumben, pierden la casa, que tendrá nuevos dueños o no tendrá nada, pues también ésta corre riesgo de caer debido a la lucha, al Apocalipsis civil, llevado a cabo ya no por clases sociales diferentes sino por edades humanas distintas e irreconciliables de una misma clase social:
“Cacho era muy sabio y dijo que sabía no sólo preparar, sino encender una fogata. Él tuvo la idea de cercar la antecocina, donde estaba su niñera, con fuego. Yo protesté. No teníamos que desperdiciar fósforos en niñeras. Esos fósforos lujosos estaban destinados para la salita íntima donde los había encontrado. Eran los fósforos de nuestras madres. En puntas de pie nos acercamos a la puerta del cuarto donde se oían las voces y las risas. Yo fui el que cerré la puerta con llave, yo fui el que saqué la llave y la guardé en el bolsillo. Apilamos los papeles en que venían envueltos los regalos, las cajas de cartón...”(3)
Mientras tanto, mientras los niños llevan a cabo el juego destructor de realidad, donde la pura imaginación se impone y simultáneamente crea y materializa otra realidad, la nueva realidad, los adultos, personajes ingenuos que carecen de la facultad de la interpretación, pues leen el mundo literalmente y nada más, no pueden aún descubrir su próxima debacle, no son capaces todavía de desentrañar a sus hijos y, por lo tanto, de saber, de conocer el peligro que los acecha:
“Oímos la voz de Margarita, su risa que no he olvidado, diciendo:
—Nos encerraron con llave.
Y la respuesta de no sé quién:
—Mejor, así nos dejan tranquilas.”(4)
Así pues, el orden ingenuo de los adultos pequeño-burgueses sucumbe en manos de sus enemigos sin darse cuenta, cae, por fin, frente al accionar que en principio podríamos pensar como revolución engendrada dentro de la propia clase, llevada a cabo por los hijos perversos, los hijos interpretadores, imaginadores.
“Al principio el fuego chisporroteaba apenas, luego estalló como un gigante, con lengua de gigante.(...)
Naturalmente las señoras se asomaron a la ventana, pero estábamos tan interesados en el incendio que apenas las vimos. La última versión que tengo de mi madre es de su cara inclinada hacia abajo, apoyada sobre un balaustre del balcón.”(5)
Sin embargo, pareciera más pertinente denominar el accionar de estos niños como motín y no como revolución. Pues los niños toman “el barco” para jugar con él a su antojo, sin capitanes que interrumpan el juego con normas, pero la intención, en principio, no parece ser la destrucción del barco-casa ni la de los objetos que alberga:
“Las alfombras, las arañas y las vitrinas me gustaban más que los juguetes”(6)
“¿Y el mueble chino? El mueble chino se salvó del incendio, felizmente.”(7)
Lo que sucede es que a veces el juego se les va de las manos, como si se imaginara a sí mismo, y lo que en principio no estaba teñido de una actitud arrasadora (identificada tal vez con el estereotipo que representa al estallido revolucionario), pues, si volvemos atrás, el niño-jugador no está desbordado, sino que, selecto en su objetivo, demuestra su interés solamente por “la salita íntima” y no por “la antecocina donde está la niñera”, ahora, en cambio, se convierte en destrucción casi total, no sólo del orden adversario sino también del propio soporte físico de la lucha.
La existencia de dos órdenes antagónicos y la manera en que éstos han sido montados sobre los textos incluye, en mi opinión, a toda esta serie dentro del género fantástico, tanto a los cuentos que incorporan elementos sobrenaturales o ambientes maravillosos (La raza inextinguible, El goce y la penitencia, Los amigos, etc.), como a los que carecen de ellos (La oración, Voz en el teléfono, La boda, etc.). Para explicar la inclusión de los últimos dentro del fantástico necesito hacer la siguiente digresión:
Existe en el fantástico un procedimiento tradicional y hasta fundacional (léase en mis palabras Edgar Allan Poe) que consiste en disponer un narrador exageradamente inductivo que, mediante su observación, transforma la realidad que percibe en un evento irracional. Hacia allí es arrastrado el lector por su condición de perseguidor por antonomasia del narrador, o, más precisamente, por su condición de espectador de la focalización que ejerce ese narrador.(8)
Luego, otros autores han enriquecido este procedimiento y, en consecuencia, estirado los límites del género, al convertir esos narradores individuales en dispositivos colectivos de enunciación, sugiriendo de esta forma nuevos sentidos que resultan de las posibles relaciones entre lo literario y lo que está situado fuera de la serie literaria. En otras palabras, provocando lecturas “sociales” en narraciones fantásticas. Dos ejemplos de este recurso son Josefina la cantora o el pueblo de los ratones de Franz Kafka y Una rosa para Emily de William Faulkner.
Sin embargo, existen otros modos o técnicas distintas que también generan lo fantástico. En una de esas posibilidades incluyo los cuentos de La Furia de Silvina Ocampo, aunque algunos carezcan de elementos sobrenaturales, como también varios relatos, pero con ciertas diferencias, de Felisberto Hernández.
Hipótesis: esta modalidad consistiría en implementar sobre el texto un dispositivo de observaciones interactuadas e interactuantes en serie. Es decir, una cadena de observadores entre sí, cuyos eslabones son al mismo tiempo espectáculos y espectadores, observadores y observados, sujetos y objetos simultáneamente, una suerte de cadena del Ser de Shakespeare donde la condición de la existencia es ser observado por el otro.(9) (10) De esta manera, la existencia del propio sujeto, del “uno mismo”, está conformada irracionalmente, se convierte en un evento(11) a priori irreal, por ser producto de una observación de “otro” construida de manera similar a lo explicado anteriormente en cuanto a la inducción tradicional del fantástico. Esa observación, sin embargo, no está configurada en estos cuentos como inducción ni es ejercida por todos los eslabones de la cadena, pero, siendo el orden infantil representado como pura imaginación, es mi opinión que funciona del mismo modo, sirviendo como reemplazo de la pura inducción del narrador adulto en primera persona, ya sea singular, ya plural, que es clásico dentro del género. En cuanto a que sólo el orden infantil ejecuta esta peculiar observación y no el resto de los eslabones de la serie (que en este caso es solamente uno más: el orden adulto), propongo que uno solo es suficiente, pues, y cito al ecuatoriano Pablo Palacio, los textos así construidos parecieran expresar: “una de mis partes envenena al todo”.(12)
En cuanto al lector, creo que no debe ser considerado como un tercer elemento en esta cadena, puesto que la dualidad existente en los textos está compuesta por dos órdenes que provocan, cada uno en particular, una sensación de afinidad (término utilizado por Daniel Balderston) inevitable en la persona que los lee. Opino que, más que presentarse como tercer elemento y, en consecuencia, como posible síntesis, el lector experimenta cierta escisión que lo perturba, que lo convierte en niño y adulto al mismo tiempo, en víctima y victimario, en fin, que lo hace parte de la casa donde se libra la pelea. Acerca de la “afinidad que el lector siente entre el mundo creado y el mundo real de la experiencia”, Balderston explica que la causa es la introducción en estas obras narrativas de “elementos de una crueldad sádica”. Luego afirma, y estoy de acuerdo, que “el lector siente el horror de las situaciones inventadas como si se sufrieran en carne propia”(13). Por mi parte agrego que esta afinidad es posible no sólo porque el lector alguna vez ha sido (quizá lo es) un niño, sino, sobre todo, por lo que Sigmund Freud en su conferencia 20, titulada “La sexualidad de los seres humanos”, da a entender como “perversión polimorfa” al referirse a una condición y no a una patología de la edad infantil. Esta perversión es polimorfa porque se experimenta a través de diferentes lugares del cuerpo y tiene que ver con el descubrimiento del sexo como placer, como acto hedonista, y no como función reproductiva. Por esta razón, el lector, que también ha experimentado la susodicha perversión, sentiría esa afinidad que señala Balderston con respecto a la crueldad sádica que aparece en los textos, pues creo que esta crueldad sádica infantil podría interpretarse, en estos términos, como resultado de una exagerada sexualidad operando en la construcción de estos personajes niños, es decir, como una exageración de esa “perversión polimorfa” que es condición de lo infantil, pero que ahora, efectivamente, se convierte en patología y criminalidad:
“—M´hijita, cierra el botiquín con llave. La criminalidad infantil es peligrosa. Los niños usan de cualquier medio para llegar a sus fines. Estudian los diccionarios. Nada se les escapa. Saben todo. Podría envenenar a tu marido, a quien, según me dijiste, lo tiene entre ojos”.(14)
Hasta aquí he tratado de demostrar la inclusión de todos los cuentos dentro del fantástico y he dado cuenta parcialmente de la construcción y el funcionamiento de cada uno de los órdenes, adulto e infantil, pero mi análisis todavía se presenta incompleto, pues mi intención central en este ensayo es leer toda esta lucha en una nueva clave, diferente, para poner en evidencia la disputa construida, ahora, como metaliteratura.
Hipótesis: Es posible pensar que la dicotomía orden adulto-orden infantil, representada en principio como inocencia-perversidad, se manifiesta también, en una lectura más atenta, descubridora, como lucha genérico-literaria entre dos bandos o tendencias claramente diferenciadas:
Primero, leo en el orden adulto e inocente un realismo exagerado, llevado hasta las últimas consecuencias, que, en su pretensión mimética de cierta realidad, ha terminado por ser capturado por ésta, estriado(15) en cada recoveco, resultando de este modo un orden saturado de moral e ideología. La lectura que hago del orden adulto en los cuentos de La Furia de Silvina Ocampo propone una concepción similar a la que parece sugerir el cuento Lo real de Henry James, donde también es una pareja de adultos pequeño-burgueses quienes son lo real, lo que está henchido de moral. Debido a esto el arte ya no tiene lugar en ellos; no pueden ser representados porque están apropiados por otra cosa.
Segundo y en oposición a lo anterior, el orden infantil y perverso en los cuentos de La furia está configurado como pura imaginación, que sirve de reemplazo a la pura inducción del fantástico tradicional y que se construye como una exageración de la perversión polimorfa que se transforma en violencia y que por lo tanto materializa toda imaginación, transformando la realidad en una “nueva realidad”, que carece de objetividad y se erige como absoluta subjetividad, inclinando de esta forma los textos hacia lo fantástico.
Si los adultos no pueden imaginar, si son literales, ingenuos, los niños, en cambio, son pura interpretación, son ejecutores de un puro arte. De esta manera, la lucha por la casa que titula este ensayo es también una lucha por la misma página blanca que los alberga, “casa de azúcar” que les da existencia y que es disputada por estos órdenes que, en definitiva, son combinaciones de palabras peleando por un lugar en el papel.
En otras palabras, rebautizo la dicotomía inocencia-perversidad que definía estos cuentos y la denomino de la siguiente manera: lo real-lo fantástico.
Y esta pelea que señalo, en tanto es irreconciliable, es también desmedida, exagerada, y más aún cuando se libra (se cuenta) en un ring tan pequeño como lo es el papel, la finita página que debe someterse a la infinita disputa.
Daniel Balderston, refiriéndose a La fiesta de los enanos de Wilcock, pero extendiendo sus conceptos sobre varios cuentos de Silvina Ocampo, define esta literatura en oposición a la llevada a cabo por Borges y Bioy Casares:
“La irrealidad expresada en este cuento (La fiesta de los enanos) dista mucho del cuidadoso mundo irreal de Borges y Bioy, ya que se hace a base de exageración en vez de ironía, de violaciones de la imaginación del lector más allá que de esfuerzos de seducir su fantasía”.(16)
Más adelante, Balderston señala:
“...ni el hecho cruel de este cuento (La casa de los relojes), ni los de “La fiesta de los enanos” de Wilcock, podrían pasar de ninguna manera en el universo fantástico de Borges y Bioy”.
Por mi parte, reflexiono que si Borges ha buscado y en algún punto ha logrado en su literatura el Aleph, Silvina Ocampo, en cambio, ha llevado a cabo el Beth. En el caso de Borges, creo que la explicación a los adjetivos “cuidadoso” y “decoroso” que Balderston utiliza para referirse a sus cuentos es que este genial autor ha debido resolver un problema: dar unidad (Aleph) a una literatura que se presenta como múltiple o, en otras palabras y para usar un término contemporáneo, a una literatura organizada en hipervínculos. Pues de eso trata la literatura universal de Borges. En su obra, las incesantes intertextualidades y el despliegue erudito no hacen otra cosa que instalar puertas, innumerables puertas a innumerables pasillos que dan a otras innumerables salas, “otras salas” repito, pero conectadas a ésta que se cuenta, unidas inevitablemente a ésta que circunstancialmente nos alberga. En esta literatura pretenciosa, que no es, por supuesto, la criollista de sus primeras épocas, sino la que lleva a la práctica aquello de que “nuestra tradición es toda la tradición occidental”(17), se corre el riesgo de perder la unidad anhelada y ver convertida la obra en un rizoma incontrolable. Por lo tanto, Borges ha debido podar ramas y asegurar la unidad en la propia literatura. Eduardo Romano ha dicho en la Universidad de Buenos Aires que Borges caía en la tentación de convertir la literatura en un puro juego. Mi idea es que Borges, en apariencia “decoroso” o “cuidadoso”, como lo adjetiva Balderston, ha resuelto en la misma literatura el problema de la unidad, limitando su obra sólo a la serie literaria, pues allí, además de un juego, encontró la posibilidad de ejercer lo múltiple en lo único, lo infinito en la unidad. De eso se trata la literatura para Borges.
Silvina Ocampo, en cambio y como escribí unas líneas atrás, ha plasmado en sus narraciones no el Aleph sino el Beth, pues al Aleph, que es el uno, agrega el Beth, que es el dos, que es la discordia, la lucha. Pero no sólo es la lucha; en el alefato hebreo cabalístico el Beth significa La casa. Yo he titulado este ensayo “Beth o La lucha por la casa”. De algún modo, son términos idénticos, pues “Beth”, por un lado es la lucha y por el otro es La casa. Es decir, la casa donde se lucha, donde se libra esta disputa irreconciliable entre los dos bandos anteriormente mencionados.
Además, quizá esto solamente sea una nota de color, no lo sé, el Beth tiene su correspondencia zodiacal en el signo Cáncer. Silvina Ocampo nació el 21 de julio de 1903, es decir, su signo era Cáncer.
En conclusión, mi intención principal en este ensayo ha sido interpretar no sólo los sentidos más evidentes que parecen sugerir los cuentos de La furia, sino también los otros, los subyacentes que en mi opinión son la base en donde está construida toda esta lucha, “guerra” irreconciliable que, en principio, se manifiesta como disputada por órdenes antagónicos dentro de una misma clase social (orden adulto, orden infantil) pero que también, por otra parte, propongo ser leída como lucha metaliteraria por el control de una casa que no es otra cosa que la misma página que los alberga y les da existencia. Los bandos: el realismo en su máximo expresión (representado como inocencia) y el fantástico en su máximo exageración (representado como perversidad).
Silvia Molloy señala que ni lo fantástico, ni lo infantil, ni la psicología exagerada dan cuenta cabal de la obra de Silvina Ocampo.(18) Aunque yo he incluido todos los cuentos de esta serie, tanto los que cuentan con elementos sobrenaturales como los que carecen de ellos, dentro del género fantástico, estaría de acuerdo, en principio, con la afirmación de Molloy. Pareciera que siempre falta algo más para leer estos relatos. Molloy también explica que la palabra que pretende nombrar la exageración corre el riesgo de contagiarse y disolverse. Solamente la parodia, afirma ella, puede dar cuenta de esta literatura, “ya que devuelve la exageración al lenguaje, al origen y finalidad de toda ficción”. Por último, lúcidamente observa:
“...la parodia resulta en la obra de Silvina Ocampo una verdadera concepción de la literatura: en lugar de ser superficie que sugiere contenidos, la palabra agota esos contenidos reflejándolos, asumiéndolos, reduciéndolos a un plano único, el que le dicta su propia existencia”.(19)
Pero por alguna razón, siempre regresamos a lo fantástico, por lo que Tzvetan Todorov ha explicado: “Lo fantástico nace del lenguaje; es a la vez su consecuencia y su prueba”.(20)
Por mi parte, agrego que si lo fantástico nace del lenguaje, lo real es absolutamente improbable.
Por lo tanto, no debe sorprender que en la lucha por la casa, librada en los cuentos de La furia de Silvina Ocampo, sean los fantásticos niños quienes hayan impuesto su desorden sobre el frágil orden moralizado de los adultos y su imposible ambición de realidad.
©Juan Diego Incardona
NOTAS
*Silvina Ocampo, La Furia y otros cuentos, Buenos Aires, Editorial Alianza, 1982. Todas las citas corresponden a esta edición. Los subrayados que aparezcan son míos.
(1) Adriana Mancini, Sobre los límites. Un análisis de La Furia y otros relatos de Silvina Ocampo, en América; Cahiers du Criccal, nº 17, 1996.
(2) Silvina Ocampo, Los amigos, en Ob. Cit. (Pág. 217).
(3) Silvina Ocampo, Voz en el teléfono, en Ob. Cit. (Pág. 183).
(4) Ibídem (Pág. 183).
(5) Ibídem (Pág. 184).
(6) Ibídem (Pág. 179).
(7) Ibídem (Pág. 184).
(8) Generalmente estos narradores son en primera persona, preferibles para desempeñar la función de subjetividad extremada que el autor, deliberadamente, les asigna para lograr el efecto necesario que mantenga al cuento dentro del género. La caída de la casa Usher de Poe es un buen ejemplo de esta modalidad. En contraste, los narradores en tercera persona pocas veces son utilizados para este fin, pues, inevitablemente, suelen dar sensación de una actitud más objetiva, producto de un punto de observación situado a la distancia.
(9) Una de las diferencias entre Felisberto Hernández y Silvina Ocampo es que en la obra del escritor uruguayo la cadena generalmente está compuesta por múltiples eslabones. En estos cuentos de Silvina Ocampo, en cambio, la cadena siempre es doble. Acerca de Felisberto Hernández y esta modalidad sugiero descubrirla en los cuentos que componen la serie Nadie encendía las lámparas (1947) o en Tierras de la memoria (1965), entre otros.
(10) En los cuentos de La furia la forma de esa observación es el voyeurismo o el espionaje. Es decir, los espectáculos son vistos a través del ojo de una cerradura.
(11) La existencia aquí es un evento porque en gran medida está configurada como espectáculo.
(12) Pablo Palacio, La doble y única mujer, en Obras completas de Pablo Palacio, Quito, Editorial de la casa de la cultura ecuatoriana, 1964.
(13) Daniel Balderston, Los cuentos crueles de Silvina Ocampo y Juan Rodolfo Wilcock, en Revista Hispanoamericana, Número 125, octubre de 1983.
(14) Silvina Ocampo, La oración, en Ob. Cit. (Pág. 199).
(15) Uso los términos “capturado” y “estriado” en el sentido que Gilles Deleuze y Félix Guattari le otorgan en Mil mesetas. Véase Aparato de captura, y Lo liso y lo estriado, en Gilles Deleuze, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 1980.
(16) Daniel Balderston, Ob. Cit.
(17) Jorge Luis Borges, El escritor argentino y la tradición, 1930.
(18) Silvia Molloy, Silvina Ocampo, la exageración como lenguaje, en Revista Sur, núm. 320, octubre de 1969.
(19) Silvia Molloy, en Ob. Cit.
(20) Tzvetan Todorov, Introduction à la littérature fantastique, Paris, Editions du Seuil, 1970.