?Solo como un pájaro que vuela
en la noche
libre de vos, pero no de mí.?
Callejeros
Me acuerdo que llovía, no, más bien garuaba. Corría 1982 y estábamos en plena guerra. En el colegio todo estaba embanderado. Nosotros con escarapelas. Mi hermana María Laura había ganado en su salita una tortuga que se llamaba Argentina. Todavía muerde los pies en la casa de mi familia. En otra salita había una tortuga que se llamaba Malvina. En otra Soledad. A todas las sortearon. Mi hermana traía a Argentina, que era muy chiquita, en una caja de zapatos. Yo tenía una radio que me había regalado mi abuelo y que había llevado al colegio para escuchar información sobre lo que estaba pasando en las Malvinas. Estaba obsesionado. Era chico pero la guerra me fascinaba. En casa, los soldaditos luchaban en la pieza o se disputaban baldosas entre las macetas del patio. Mis recuerdos son confusos. Estaba la guerra y la escuela. Estaba mi hermana, estaba yo, estaban otros chicos en la parada del colectivo, esperando el 28 o el 21 en el puente Chicago en Mataderos, sobre la General Paz debajo de la Avenida de los Corrales. Era otoño, no me acuerdo bien qué mes. Oscurecía rápidamente. Parece un pozo de sombras la noche y garúa, se acentúa la garúa en la memoria ahora que vuelvo, al puente y a la loma del costado donde nos tirábamos con mi hermana para rodar y reírnos interminablemente. Dejamos pasar dos colectivos que venían llenos porque era imposible subir. La lluvia se hacía más intensa, creo. Vino un 28. Subimos. Dos escolares. Era un día especial, con detalles para el futuro, para este relato. Llegando a Crovara, una frenada fuerte, un golpe. Era la primera vez que estaba en un choque. Varios pasajeros quedaron despatarrados en el pasillo. Mi hermana entre ellos. La levanté. Empezó a llorar, pero estaba bien. ¡Argentina! ¡Argentina!, me decía, desesperada. La caja estaba tirada debajo de un asiento, abierta. La tortuguita ensayaba sus primeros pasos en medio del desconcierto, que ignoraba. Volví a meterla en la caja y se la di a María Laura, que de a poco se calmó. Los pasajeros volvían a ponerse de pie. El chofer tenía bigotes, estoy seguro. Yo me golpeé la frente con un fierro. Tenía un chichón. Del lado derecho. Después de un rato, arrancamos otra vez y seguimos viaje. Pasamos el barrio Piedrabuena, después Madero, hasta que por fin llegamos a Chilavert y nos bajamos.
Hacia atrás el día se vuelve nocturno tras su manto de neblinas y rocío helado. Generalmente caminábamos las diez cuadras hasta nuestra casa, en Ugarte y Giribone, pero a veces esperábamos el 143, o el 36, como en esta oportunidad fría, oscura, de noche otoñal cada vez más cerrada y desolada. Nuestra madre estaría preocupada. María Laura lloraba por momentos y recordaba el choque. Los colectivos no venían más. Para distraer a mi hermanita se me ocurrió prender la radio. Hablaban de la guerra. Combaten en las Georgias soldados heroicos de la Patria.
Por suerte un 143 asomó la nariz por Avenida Cruz, en Lugano, al otro lado de la General Paz. Dio la media vuelta por Chilavert y nos levantó. El chofer nos dejó pasar sin pagar. Esta vez no tuvimos problemas. San Pedrito derecho, llegamos a Olavarría. Nos paramos y tocamos el timbre. Antes de bajar, pudimos ver el amontonamiento de gente. Qué pasa, me preguntó mi hermana. No sé, ni idea. Nos bajamos. Frente a nosotros, un grupo bastante numeroso rodeaba el Tanque de Celina. A ver. Cruzamos la calle y nos acercamos. Nos metimos entre la gente hasta que llegamos a la parte de adelante. Allí lo vimos. Es una estampa en mi cabeza: del árbol viejo junto al Tanque cuelga un bulto pesado, oscilante.
Nadie podía tocarlo. Esperaban a un juez o algo así. Como Galileo observando las arañas en la catedral de Pisa, ahora lo sé, nosotros, ojos vírgenes, veíamos el balanceo del péndulo en aquél, nuestro primer muerto. Ahhh, gritó mi hermana. Le tapé los ojos. Yo no pude dejar de mirarlo: su figura recortando el aire, su cuerpo modificando ese paisaje para siempre, aunque fue sólo un momento breve, rodeado de gente pero tan solo, repleto de miradas pero tan solo como un pájaro que vuela en la noche.
En los años posteriores se tejieron toda clase de historias acerca del ahorcado del Tanque: que vivía en la calle Caaguazú, que su hijo había muerto en las Malvinas, que era su hijo único, que no pudo tolerarlo.
Después de un rato volvimos a casa.
Me acuerdo que llovía, no, más bien garuaba. 1982 pendular que se balancea, que va y viene hacia mí, de mí. Malvinas y Villa Celina. Un cuerpo abandonado al frío, libre de vos, pero no de mí. No de mí.
Dedicado a mi hermana María Laura
NOTAS
(*)Villa Celina está situada en el sudoeste del Conurbano Bonaerense, en el partido de La Matanza. Aislada entre las avenidas General Paz y Richieri, tiene ritmo pueblerino y aspecto fantasmagórico. Barrio peronista como toda La Matanza, su vida social gira en torno a los clubes, la Sociedad de Fomento, la Parroquia Sagrado Corazón y las escuelas del estado. Debe su nombre a Doña Celina, señora que poseía gran parte de las tierras que hoy conforman el barrio. En sus orígenes, fue poblada por españoles e inmigrantes del sur de Italia, como mis abuelos José y Lucía, o Juanita, la almacenera, o Antoña, su cuñada. Las primeras casas fueron construidas por los mismos inmigrantes, edificaciones generalmente bajas, con fachadas provistas de una puerta y dos ventanas, una en la pared exterior sobre la vereda, otra dentro del habitual porche. Con el tiempo, se construyeron barrios de monoblocks obreros o militares en sus zonas periféricas, como el Barrio General Paz, el Barrio Richieri, los edificios Estrella o los bajitos de tres pisos que están cerca del Mercado Central, fondo mítico que cuenta con un fuerte del siglo XIX que ha generado más de una historia. En las últimas dos décadas, el barrio recibió grandes oleadas de personas de origen boliviano, lo que ha generado que un sector de Celina sea denominado como ?Pequeña Cochabamba?. En su centro geográfico, frente a la escuela 137, se encuentra el famoso Tanque de Celina, de estructura circular y bastante alto, con escalera caracol en su interior. Desde sus elevadas tejas se domina toda la zona y hasta pueden verse otros barrios que pertenecen a Celina, como el Barrio Urquiza, Las Achiras y el Barrio Sarmiento, además de los vecinos Madero, Tapiales y Lugano. En mi infancia y adolescencia, durante la década del 70 y el 80, aún perduraban grandes extensiones de campo y potreros (hoy esos terrenos prácticamente han desaparecido) que propiciaban la aventura y el juego infantil en toda su dimensión. Quienes crecimos en Celina, hemos jugado en el campito hasta la oscuridad total y las nubes de mosquitos en la cabeza. Sus jóvenes frecuentan las esquinas, siempre con botellas de cerveza Quilmes en la mano y marihuana, a veces con una guitarra, a veces con una pelota de fútbol para el partido nocturno sobre la calle. Es un barrio de fierreros (hay uno o dos talleres mecánicos por cuadra) y de músicos. Tango y rock and roll siempre presentes, ahora también cumbia. Sus bandas siempre fueron numerosas, algunas conocidas como Viejas Locas (Piedrabuena y Celina), Callejeros y Villanos. En sus noches se percibe una fina niebla, iluminada parcialmente por los viejos faroles del alumbrado, se escuchan ladridos de perros (que abundan), tiros lejanos y muy cercanos, y una especie de rumor difícil de clasificar que interrumpe frecuentemente el diálogo en las veredas, quizás una especie de pasado, un sonido de pasado, un gol de Tino en el campito mezclado con la risa de los pibes del grupo ?Perseverancia? y las puteadas de Carlitos el borracho.