continúa...
Caminábamos mudase uno atrás del otro, haciendo equilibrio en el cordón, ponía mis ojos de poca luz, tiraba para atrás la cabeza y la expansión de las imágenes y levantaba los brazos y los ponía en la perpendicular del Ampere, con las manos abiertas y las palmas hacia adelante, interrumpiendo el vientito tangencial de las moléculas ambientales, y con la resistencia todo volvía al hipotálamo y así atravesaba el túnel que desemboca en el Cementerio Marino; allí me tiraba un rato respirare en la pileta de substantia con los animales polimorfos, pero después abría los ojos y hubiera respirado me llegaban los objetos de las vidrieras o los productos coloridos del kiosko de la esquina, o las dinámicas ciudadanas, y entonces tenía que cantar mis coplas contra el estado rationalis hasta lograr que otra vez se inclinasen los ángulos recalescos y me elevase ahora brillante y ahora opaco y ahora el silencio profundo me bajaba la presión y me desmayaba caminando y me moría caminante pero cuántas veces repetiré que yo camino más y que no me acostumbro al ritmo estipulado ni a las estructuras coercitivas que yo peleo siempre les cuento que raras veces me ocurre la ciudad.
Llegamos al bar de Florio; hubo tocado la vereda estaba repleta de gente y pululaban los artistas. Apenas nos acercamos, comenzaron los saludos, los besos, los manotazos y las sanatas circenses.
Cerré mis actitudes, me despedí del mundillo y me puse a volar por ahí, apartado en un rincón del balcón. Concentrado en la relajación de las fibras de la crus cerebral casi alcanzo las luces sibilantes, pero dos jóvenes coloridos se acercaron y tomaron posición a mi lado para contemplar una pintura colgada en la pared contraria de la sala, mientras decían que desde allí se veía mejor la composición, y levantaban las manos y las juntaban y hacían un pequeño cuadrado con sus pulgares extendidos; yo empecé a fruncirme por el obiratio y a percibir que progresivamente se desgarraban mis corticonucleares y se ulceraban los mecanismos; ellos miraban por el agujero cuadrado entre sus manos y reflexionaban a los gritos, uno decía que era expresionismo, otro que era impresionismo, uno miraba el paisaje, otro la cara, y así conversaban y se despatarraban con movimientos exóticos y risas frenéticas; yo no aguantaba más y quería amasijarlos sin preámbulo pero mantuve quieta la rosario y respiré para buscar la paciencia, aunque era una tarea difícil; ellos sacudían la cabeza y las manos con torpeza y gritaban mirá las líneas paralelas que se forman sobre el rojo, qué maravilla, qué extraordinario.
Enseguida se acercaron dos personas más y empezaron a increparlos y a decirles que no había rojo en esa tela, que ese color era una búsqueda, un concepto no tradicional, y se acercó más gente y de este modo la discusión se desarrolló, mientras todos hacían cuadradito con las manos y asentían exageradamente; yo necesitaba cortar el pasaje y el fenómeno mecánico de impulsión, así que me dispuse a sacar el alambre de la mochila negra.
Pero en ese instante se acercó Roque, a quien había perdido en la entrada, y me aconsejó calma, que había que esperar el momento adecuado para nuestras actividades, así que detuve mis pretensiones y guardé otra vez el alambre, pero pronto empezó a dolerme la ventana oval atrás del promontorio debido a las expresiones carismáticas de los espectadores que continuaban con su reflexión incesante y sus anomalías y entonces me dije ¡basta! y me tomé tres Amoxidal 500, saqué definitivamente el alambre, y como gato salté sobre el cuerpo de un palermino vestido de verde que se me cruzó con su aleteo; con eficiencia le enrosqué la gargantilla y le apreté el gancho hasta que puso la cara y escupió el irroro, después salté nuevamente y le hice un pungo en la espalda con mi voladora empujaren y atónito se desparramó por el piso babeando y con la cajita musical encendida.
Para la bomba, para la sibilancia, para los perros la creciente, la ola polimorfa para el baile, la siniestra para mí, ya con el alambre, ya con la rosario, ya con el cuchillito SAE 9260, la diestra para Roque con su martillo, la correspondencia para la música, en la sibilancia del campo radiante, en la náusea expansiva, metiendo clavos en los muralitos y en las chinchillas burguesas, y allá en el tobogán nos tiramos a la mierda poética y a la geometría del Plurivocus, pa pa pa pá en las cabecitas con peinados, pa pa pa pá sobre los ojitos deambulantes, pa pa pa tín sobre el charco proteico del palermino, para la búsqueda la colorada del concepto, para el no color la rosario y el martillo, salto y saltito en el pentagrama, uno dos y adelante con pausa breve, tres cuatro con ligado ascendente, cinco seis con trémolo, siete ocho con armónicos en la boca, para la ciudadanía el arte, para los perros la sangre, para las palabras la bomba, para la sibilancia los extranjeros, por el costadito Delta X caminamos a diestra y siniestra, y sí, sí, sí, siiiiiiií, gritaba una chica con zapatos rojos, sí sí sí experimentemos las sensaciones, sí sí sí ustedes son artistas, bienvenidos, no, cerrábamos los ojos y los abríamos al bichito del hipotálamo, no, no, le contestamos, sí sí sí siiiiiiiií, insistía, y taconeaba su bermellón sobre el parquet, por favor el micrófono, gritaba, por favor, acerquen el micrófono a estos artistas, no no no, cerrábamos y abríamos el bicharraco del trígono, sí, ustedes son, y se descalzaba y nos ofrecía sus plataformas, no no no, no gracias, sí, no gracias, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí son, no somos, son, no somos, son, no somos y tomá, sí son y pará, no somos y tomá, sí son y pará, por favor, pará, pará, pará, y ya sonaban las sirenas del substillo aunque aún no había caído al piso, y con Roque empezamos a chuparle la substantia del cuello, y su carita era una obra de arte, un concepto, una búsqueda, y al fin cayó, con los zapatos rojos contra el pecho, y allí en el subter empezó su despedida vida y sangre y con afinamiento final emitió tibios glaucitos con melodía, que hacían eco y querían conquistar los pasillos del Bar de Florio y tal vez salir a la vereda, pero el canto se apagaba inevitablemente entre los ladridos de la jauría.
continuará...
Juan Diego Incardona