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Hijo de un italiano del sur, en mi adolescencia encarnaba el sueño argentino de ?mi hijo el dotorrr?, o quizás abogado, o mejor aún: inyyenniero! Por eso, cuando terminé la primaria, aunque me gustaba leer Historia, novelas de Ciencia Ficción, de Aventuras, mis padres dijeron que lo que más me convenía era anotarme en un colegio industrial. Yo no quería saber nada, porque me enteré que tendría que ir doble turno por el taller y, lo peor de todo, cursar un año más que en el comercial. Pero ellos me respondieron con un viejo sofisma político: Cuanto peor, mejor.
En esa época se impuso en Buenos Aires una nueva modalidad de ingreso, diferente a los clásicos exámenes: ?el sorteo?, así que los bolilleros cambiaron temas por números. Era como entrar a la colimba. Como yo nunca me gano nada, me quedé afuera, y en marzo no tenía colegio. Me inscribieron de apuro en una Polivalente de Villa Celina, adonde iba la peor escoria de La Matanza.
Recién al año siguiente, conseguí entrar en una escuela técnica, cuando me anoté en el Don Orione del Barrio Piedrabuena, en Lugano. Pero el precio que pagué por sumarme tarde al grupo de compañeros fue alto. Tuve que ganarme el derecho de piso agarrándome a piñas varias veces, y durante dos años quedé medio aislado.
En cuarto, el profesor de Mecánica Aplicada nos repartió distintos trabajos prácticos, que teníamos que ir haciendo en los próximos meses. A mí y a otro chico nos tocó calcular un puente grúa, que es una especie de C gigante invertida, con el travesaño al ras del techo, que se mueve por adentro de los galpones de las fábricas para levantar y mover objetos pesados.
Esos días estuve compenetrado. Me la pasaba calculando la resistencia de los materiales, los ángulos, revisando compulsivamente las tablas de ruedas, las normas IRAM y la lista de aceros SAE.
Me acuerdo que las materias se llamaban Termodinámica, Neumática, Álgebra, Física, un embole la verdad, pero ese año agregaron una nueva, y muy rara!, que se llamaba Literatura. Lo dictaba una de las pocas mujeres que pisaban la escuela, la profesora Chiquita.
Yo era uno de los pocos que prestaba atención; a mis compañeros la materia no les interesaba en absoluto. Se la pasaban hablando de motores, de tornos y otras máquinas.
A mitad de año, tuvimos que escribir una redacción: tema libre. Yo, que no tenía tiempo de pensar en otra cosa, inventé una historia sobre el puente grúa, que lo habíamos calculado mal y por eso un día se caía, aplastando a todos los obreros. La clase siguiente, la profesora dijo que mi texto había sido el mejor y por eso se le ocurrió leerlo en voz alta para todos.
Quizás por el tema que trataba, es que mi redacción terminó por atrapar a mis compañeros, que escucharon concentrados hasta el final. Nadie aplaudió -no se acostumbraba esa clase de cosas-, pero pasó algo extraño.
A la salida, un grupo de compañeros, que eran los mas populares de la división, se me acercaron y me felicitaron. Los encabezaba Christian Alvarez, ya conocido en ese entonces como Pity ?hoy famoso por ser el cantante de Intoxicados y ex Viejas Locas-. A partir de ese momento, nos hicimos amigos y pasé a formar parte de su bandita, que llamamos LBA, La banda.
Es que al final, como me dijo una amiga, ninguno escapa a la fascinación que da ese antiguo sentimiento que es el sentido de pertenencia.
2
Cuando terminé el secundario seguí, por inercia, la carrera de Ingeniería Mecánica, en la UTN. Duré poco: nada más que medio año. En el 95, caí en un lugar que, para los tanos de mi barrio, era el colmo de la inutilidad: la carrera de Letras. Eso era lo que yo realmente anhelaba, pero lograrlo fue una lenta progresión, para que mis padres se hicieran a la idea, por eso antes pasé por Ciencias de la Comunicación y por el Conservatorio.
En el segundo cuatrimestre cursé Literatura Española III. Una tarde, en el práctico que dictaba Marcelo Topuzian, estábamos analizando un cuento, creo que de Rafael Dieste. No me acuerdo cuál. Lo hacíamos montados en distintas teorías. Sin embargo, yo veía en el texto algo que nadie decía: estaba seguro que uno de los personajes, al que todos odiaban, era una especie de alucinación colectiva del resto. Esto se me ocurrió porque dos semanas atrás había pasado algo similar en Villa Celina.
Resulta que de vez en cuando, en el Conurbano Bonaerense aparece un personaje al que todos llaman El Hombre Gato. Es un tipo bastante atlético, que se viste de negro, y al que le gusta salir a la noche a saltar por los techos y los árboles. Por alguna razón, esto espanta a la población.
Esta vez habían llamado a la televisión. Yo estaba en Haedo. Me avisaron y puse ese canal genial que se llama Crónica TV. Acompañada por la clásica musiquita, la pantalla roja titulaba: Villa Celina: El Hombre Gato resiste en la copa de un árbol.
La cámara enfocaba las ramas de un viejo eucaliptus, mientras el periodista y la multitud que lo rodeaba aseguraba que allí se encontraba El Hombre Gato.
La verdad que yo no veía más que ramas y hojas. Era evidente que estaban todos sugestionados. Lo que más me llamó la atención es que la gente empezó a tirarle cascotazos al árbol. Ahora, yo me pregunto, ¿por qué tanta bronca al Hombre Gato? ¿Qué mal les hizo el pobre diablo? Digo, si el tipo tiene ganas de saltar por los árboles, ¿qué problema hay?
En el aula, expliqué mi lectura con tanto entusiasmo, que todos terminaron convencidos, inclusive el propio Topuzian, que me dio la razón y dijo que era un análisis muy bueno.
A la salida se me acercaron unos chicos que eran algo así como la vanguardia del práctico, los que siempre decían cosas interesantes. En esa época, yo era un paria con el pelo larguísimo, usaba pañuelito y una lengüita de los stones y, lo reconozco, me ponía un jardinero. Me sentaba atrás de todos y no conocía a nadie. Entre los que se arrimaron estaban Juan Terranova, Diego Manzano y otros que no me acuerdo. A partir de ese momento, nos hicimos amigos y pasé a formar parte de su bandita.
3
Please see for me if her hair hangs long,
If it rolls and flows all down her breast.
Please see for me if her hair hangs long,
That's the way I remember her best.
Bob Dylan
Cuando terminaba mi primer año en Puán, conocí a una chica de Sociales de la que me enamoré perdidamente. A los tres meses, decidimos viajar a dedo por el país, vendiendo artesanías y tocando la guitarra. Nos pasó algo que dijo Shakespeare: ?El amor de los jóvenes no está en el corazón, sino en los ojos?. Como nosotros todo lo veíamos hermoso, la aventura duró cinco años.
Aunque en ese tiempo no cursé, las materias que había hecho en el 95 me alcanzaron para absorber de la facultad una ?idea de la literatura?. Con esto quiero decir que allí me dijeron qué era buena literatura y qué era mala literatura.
Cuando llegué del CBC, mis lecturas eran desordenadas. Había leído a Verne, a Poe, a H. G. Wells, a Mark Twain, a Salinger, y de los argentinos apenas a Ernesto Sábato (El Túnel y Sobre Héroes y Tumbas).
Ya en Teoría y Análisis Literario aprendí que Sábato era malo, y como yo me dejo influenciar fácilmente, dejé de leerlo. En contraposición, lo bueno de la Literatura Argentina lo concentraba un autor que conocía de nombre pero que jamás había leído: Jorge Luis Borges.
Me compré varios libros de cuentos y realmente quedé fascinado, tanto que empecé a cambiar mi escritura y a copiar ?mal- al hombre de los espejos y los laberintos.
Escribí un montón de relatos, uno más acartonado que el otro. Estaban ambientados en otras épocas o en lugares remotos. Usaba todo el tiempo el punto y coma y palabras raras como "oprobio" y "pusilánime". Para darle más chapa a los textos, los ?enriquecía? con una erudición berreta, que sacaba de las enciclopedias por fascículos que me heredaron unos tíos. La mayoría de los cuentos tenían personajes arqueólogos, porque por alguna razón me fui convenciendo de que la arqueología era muy borgeana.
Esta ?idea de la literatura? se proyectó hasta los primeros años del nuevo milenio, época en la que me reincorporé a la carrera, después de que los viajes a dedo se quedaran sin kilómetros y aquel romance sucumbiera.
Como la cantidad de cuentos que había escrito era considerable, tuve la necesidad de publicarlos. Pero todos los espacios parecían cerrados. Entonces, conocí internet. Empecé a mandar colaboraciones a diferentes revistas, casi todas españolas (Babab, EOM, The Barcelona Review). La única argentina de esa época, que seguía una lógica revisteril y no tanto de portal, era Axxón.
Estaba tan entusiasmado con el nuevo soporte que pensé en hacer mi propia revista, aunque no sabía nada de diseño ni programación. Entonces habré escuchado un consejo de Fabián Casas, ?hay que hacer el medio que uno necesite para lo que se quiera decir?, así que me interné un verano y estudié diferentes tutoriales que me fui bajando de la web.
A finales del 2003, convoqué a varios compañeros, provenientes algunos de un grupo de lectura que se llamaba ?El potrero? y otros del seminario sobre Narrativa Argentina de los 90, que dictó Silvia Saítta. La revista se llamaría La máquina excavadora. El nombre estaba relacionado con esa obsesión por la arqueología que aparecía en mis cuentos mal plagiados a Borges.
La primera reunión la tuvimos en el bar Platón, enfrente de la Facultad. Estábamos conversando, cuando de golpe una figura inconfundible atravesó la puerta y se dirigió, con lenta soberbia, hasta el fondo, para sentarse en una mesa. Era David Viñas.
Su presencia era un imán para mí y los que estábamos cerca. Dudé un poco pero igual me puse de pie y fui hasta él, temeroso, para charlar. Tenía una buena excusa: la revista. Podía proponerle una entrevista o algo así.
Empecé con mi sanata, parado junto a su mesa, mientras él me observaba con los ojos chiquitos y arreglándose el bigote. De repente, me interrumpió:
?¿Cómo se llama usted?
?Juan Incardona.
?Tome asiento, compañero ?y me señaló la silla.
Me senté y me preguntó.
?¿Cómo se llama la revista?
?La máquina excavadora.
Guardó un rato de silencio, que me pareció eterno. Era como si las voces del bar se hubieran apagado con su reflexión. Finalmente, me dijo:
?No me gusta.
Quedé perplejo. No sabía qué decir, pero él siguió.
?Mmm, máquina... es un tópico! Usted sabe: la deshumanización...
Claro: Viñas veía otra cosa en lo maquínico, así que ahora, en una situación un tanto confusa, el nombre de mi primera revista, que condensaba los últimos años de mi escritura ficcional, era desautorizado por otra corriente de pensamiento de la misma Academia.
Por diferentes motivos, aquella publicación tuvo un solo número. A los dos meses, inicié una nueva revista: el interpretador.
4
En año 2001, cursé Literatura del siglo XX, dictada por Daniel Link. Entre los textos que figuraban en el programa, hubo dos que me impactaron profundamente: El almuerzo desnudo de William S. Burroughs y La naranja mecánica de Anthony Burgess.
Un ritmo diferente se metía en mi respiración y muy pronto pasaría a mis textos para vivir una nueva experiencia de escritura, que titulé Ampere y que pronto publicaría en el interpretador. Por fin, Borges dejaba de zumbarme en el oído.
Recién al cabo de un tiempo, estuve listo para volver a las formas clásicas. Entonces escribí los cuentos que componen la serie autobiográfica Villa Celina.
En estos años percibí un conflicto de intereses. A medida que avanzaba y me entregaba más a la escritura de ficción, la facultad se volvía intolerable. La Academia me resultaba una experiencia tediosa y represiva, debido a su lógica compuesta de normativas. Las demostraciones de hipótesis, la bibliografía obligatoria, las notas al pie, los exámenes, la pretensión científica en ciertos análisis críticos, eran elementos antagónicos a los costados emocionales que exploraba en mis ficciones. Un espacio era para decir y el otro para mostrar. Ahora no tenía ganas de decir nada más.
Poco a poco fui descuidando la carrera, hasta que finalmente abandoné. Todo comenzó a girar en torno a la escritura de ficción, aún cuando no estaba escribiendo. Las experiencias narrativas y poéticas se proyectaban sobre el resto de mis actividades, aún en el trabajo, donde considero que alcanzo los máximos niveles de creatividad.
Me gano la vida como vendedor ambulante. Salgo a la noche y ofrezco anillos en los bares, con discursos más literarios que comerciales. La consolidación de ese registro de venta, en base a muletillas desfachatadas, llama la atención de las clientas, que, en las mejores noches, compran compulsivamente.
Una vez fui a ofrecer a una mesa en la vereda del Bar Becket, cerca de Plaza Serrano. Era una mesa larga, llena de comensales femeninos, que no bajaban de los sesenta años. En una de las cabeceras reconocí a una profesora muy conocida de la alta casa de estudios: la señora Laura Cerrato de Juarroz.
Mujer con pocas pulgas, Cerrato es odiada por muchos estudiantes a los que ha maltratado en finales o directamente en plenos teóricos. A mí su comportamiento siempre me resultó gracioso.
Me acerqué, seguro de que no iba a reconocerme:
?Hola ?dije-, ¿quieren deleitar sus ojos con unos objetos maravillosos?
Cerrato me miró unos segundos y su cara se empezó a transformar. Enseguida me contestó:
?Incardona, usted es una pesadilla.
Qué bárbaro, hasta se acordaba mi apellido. Al final, terminó por comprarme un anillo, aunque le advertí que tenía poderes afrodisíacos.
Estaba en plena venta, cuando un policía que pasaba por la vereda me llamó. Esto no me sorprendía: muchas veces me corrieron diciéndome que ?acá no se puede vender?, o me pidieron documentos y ese tipo de cosas.
Dejé las cajas en la mesa y me acerqué al uniformado, que esperaba parado contra la pared, a pocos metros. Le pregunté qué pasaba, pero antes de que pudiera responderme, Cerrato, poniéndose de pie y gesticulando con el brazo, intervino directamente, quizás por ese antiguo sentimiento que es el sentido de pertenencia, y dijo:
?¿Qué pasa con el chico? Es alumno mío, eh!
?Nada, nada señora, solamente lo saludaba ?contestó intimidado el policía.
Volví a la mesa y le agradecí a la profesora, que apenas me contestó, poniendo mala cara.
Me despedí y seguí dando vueltas, vendiendo objetos maravillosos hasta que amasé grandes fortunas.
5
Hace poco, me fui después de vender a la tanguería que está frente a la plaza de Almagro.
Me mandé para el fondo. Por suerte conseguí una silla contra la pared. No paraba de llegar gente. Cada vez que terminaba un tango, la tertulia explotaba. Eran como intervalos de una película. Si fuera así, ésta se proyectaba cerca de la ventanita, sobre una pantalla hecha de humo de cigarrillos.
De pronto, el viejo cantor empezó:
?Lástima, bandoneón, mi corazón...
No lo aguanté. Entonado por la cerveza me puse de pie (el autor de Alcoholes hubiese dicho que si sé volar me llamen volador), y grité:
?¡Paren!
La gente, que colmaba el pequeño boliche, desconcertada al principio, me miraba después con ojos acusadores:
?¿Qué pasa, borracho?
Miré fijo al cantor, y acompañando la negación con el dedo índice, le dije:
?Por favor, no toques ese tango que me mata.
La acusación daba lugar a la curiosidad y el bar se llenó de silencio.
?Lo que pasa ?seguí? es que me trae un recuerdo que no soporto, de una chica, una que amé tanto. Te pido que no lo cantes. Es una crueldad inútil.
La noche creaba condiciones para la sensibilidad. Por eso, un poco con risa, un poco con ternura y algo de identificación, los asistentes, principalmente un grupo de chicos y chicas vestidos de murga, pidieron:
?¡Hagan otro!
Una turista empezó a sacarme fotos. El barullo se generalizaba y desde la barra gritaban cosas. El viejo cantor, tomando control de la situación, me dijo:
?A ver, ¿cómo te llamás vos?
?Juan Diego.
?Bueno, sentate tranquilo. Ahora, decime, ¿qué querés que toquemos?
?El motivo.
El cantor lo miró al guitarrista y éste asintió con la cabeza. Después le dijo:
?En Mi menor.
Entonces, como si fuéramos una hinchada de fútbol, entre todos entonamos, casi hasta el grito:
?Mina que fue en otro tiempo...
Juan Diego Incardona