?Si la tierra es un ser vivo
y tiene pulmones que por mil respiraderos exhalan fuego,
puede cambiar sus conductos de respiración
y, cada vez que se mueva, cerrar unas cavernas y abrir otras?.
Ovidio, Metamorfosis, Libro XV.
Primero la especulación a mismar, después la escalera en la Facultad de Ciencias Sociales sobre la calle Marcelo T. de Alvear, los ojos verdes que se estampan sobre la tela de suave nocturnado, zambar el beso en Plaza Houssay, el viaje a Ushuaia con los primeros objetos, el consoliente azul junto al Lago Argentino en el Parque Nacional Los Glaciares, alcanzarte en el paseo, pero breve, pero trágicos los episodios entintados, pero de amor la convivencia supura en Haedo, el grito feroz y el final con el timbre arrebata y plasma, encuentra vocecita requebrada el flete que a ella exige con sus cosas y yo, figura herida junto al matinal, no quiero, no puedo tolerar la horrible gente desesperada que grita por mi boca y finalmente escapo Juan famélico por un agujero y ruidar sin detenerme busco la música afuera del departamento horizontal, y corro a toda velocidad hasta alejarme de los cerastas vecinos, de las propétides chismosas, de los ojos, de los dedos, de los jueces de la panadería, del kioskito, del taller mecánico.
Porque ya no quedaban hojitas para mí, facilante, estrechoso fui cuesta abajo hacia Rivadavia y la vía del Sarmiento a través de la calles interiores. Dentral, roctúmbilo después de una mañana de sol blanco en el conurbano residencial, terrené mientras enanizaba el día, y esto no lo sabe nadie me fui junto a la vía a dos cuadras de la estación y pensé seriamente la posibilidad con el llanto y el ojo hinchado y acaso dormir, por qué no, historia maravillosa, música permanente, apoyado junto a mis solsticios treparía árboles debajo del tren, y no me importarían las caras ofuscadas acá, burlonas allá, de los pasajeros, de los transeúntes, de los policías, de los bomberos que me rodearían, porque puertal me acunaría lentamente sobre la hemorragia algodonada y el hormigueo con caricias de la última siesta.
Destellás el límite sentado en la orilla cerca de los rieles y observás los metales en movimiento, antorchás ideas sobre las voces posteriores, sobre el lamento ajeno, de una en particular, el de ella que ahora resplandecés con tu imaginación en la mancha pequeña, vagido suponés que se abrazaría a tu despojo y de este modo conjurarías la angustia, hasta la muerte, y nuevamente entrarían en la casa al final del largo pasillo en la calle Lainez, y sonrisa entre los dos arreglarían los muebles, barrerían el living, a la noche subirían como siempre la escalerita caracol hasta la terraza, donde comieron pan dulce, donde vieron estrellas, donde descubrieron al colibrí entre los árboles, pero campito distante el preámbulo cede y el pasto se marchita detrás de la cortina, se deshace el paisaje que te pegaste y nuevamente surge ante vos la ciudad profunda, indiferente, y ahora escuchás el ruido, nítidás el chapoteo de los rulemanes, te apabulla el tren que puede aplastarte, que puede arrastrarte las tripas durante cientos de metros, y te espantás y das un paso atrás, y otro, y uno más, y qué vas a hacer ahora, decime qué, caído, pálido, decímelo, agrietado, gritás, llorás, la gente te ve, te caés y querés rezar, te arrastrás como un loco sobre la basura, y esto no lo sabe nadie, Juan encadenado, afónico en el patetismo, inventado para el piso, no habrá salida para vos, no habrá gentilezas que te alcancen, sólo años interminables, aferrado al dolor en el estómago, al herpes en el ojo, a la alergia y el edema de glotis, a la erupción, al prurito, a la fobia, al miedo y a la marchitez galopante, que el cuarto negro y chiquito te espera en Boedo, limpiador de inodoros, y allí comerás negrura y comerás silencio y nada te alcanzará, muerto de hambre, y ella no contestará tus llamados y así volverás a la idea junto al balcón y el vacío, pero nuevamente darás un paso atrás, y otro, y uno más, y aunque te martillen la sien te atarás a la pata de la cama como un cobarde.
Retomé como pude los estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, pese a la infavorable que me espoleaba, y al suave tampocolio asistí aún con la salina pegajosa en la cara, con la asustadiza, con la mano mutilada, y pedí lecturas y pedí personas. Algunas de ellas se interesaron parcialmente en mí y quisieron acompañarme en mis horas arrebatadas. Yo respondí al adosamiento de las manos y acepté café y acepté conversaciones y acepté fiestas. Tenía el vacilante y la medida inalcanzada de un largo año cuando llegó el verano y una propuesta de campamento, de sur, de bosque. Pensé que era mejor que mi cuarto negro; sí, te conviene ir, me dijeron muchos. Sí, me conviene.
Cuando elegíamos el lugar, el voto masivo sobre el mapa señaló el Parque Nacional Los Glaciares, y yo entrelazado hocico espumeante coloreé el pasado y a ella y comencé a sangrar, Juan cadáver tibio. Me puse pálido; les dije que mejor fuéramos a otro lugar. Pero mínimas las intenciones me rechazaron y tuve que decidir si volver o no volver.
Por la soledad intolerable, por la pieza ningún pájaro, ojalé pusilánime, llené la mochila y compré los pasajes para la cárcel itinerante junto a los conocidos. Nunca la realidad sería tan interna, nunca el espacio tan temporal ni tangible como esos días la locura.
Empecé a llorar a escondidas, a rechazar los paseos, a callarme, a irme solo al bosque. No mirar el Glaciar Perito Moreno, no mirar la loma dorada, no mirar el caminito ascendente, no salir de la carpa, no verte por favor. ¿Qué le pasa a Juan? Juan me da miedo. ¿Para qué vino si va a estar así?
Todos estaban enojados conmigo. Secreta culpa, ave plateada, tan terrible y tan linda, vuelve y se une a mi cuello, me hiere con su espada curva, me arranca la piel, me despedaza. Me miré en un espejo, degenerado progresivo, ¿en qué me estaba transformando?
El grupo planeaba seguir viaje hacia El Chaltén. La última noche cerca del Glaciar, después de una semana a tan grandes dolores, una noche junto al fuego les dije que me iba, que no soportaba más, que me disculparan. No me tambores, no me veas, no lo hagas más.
Las miradas de mis compañeros se volvían más feroces y frente a todos me llené de agujeros como una flauta, después me traspasó el aire y por fin lloré por todos lados sonidos desprolijos, caóticos, fragmentados, escamados de anécdotas incoherentes, de detalles que a nadie importaba, y nunca fue tan humillante un llanto, nunca objeto de tanta acusación.
Se fueron. Apenas se despidieron de mí, que preferí quedarme solo un día más en el Parque, antes de ir a Calafate y comprar el boleto de regreso.
Cuando estañar perfiles la tarde caía, decidí buscar leña en el bosque sobre la colina para mi fuego único. Preñado por el desastre ahora juntaba ramas, juntaba piñas y dudaba de todo, paranoico, al borde nuevamente de la idea, del hormigueo y la siesta final, pero espalda inmediata, formas del agua, de repente, ¿una alucinación?, ¿un brote psicótico? ?yo creo que no-, a veinte metros de mí caminaba en contacto un zorro colorado, tranquilo, tan verdadero como increíble, que olfateaba por momentos los árboles cuajados.
Lo miré fascinado. El también se detuvo y me vio fijamente.
Alrededor la naturaleza me ocultaba de los enfermos y me recomponía, pedacito a pedacito, aquellas partes que se doblan, encrucijada de las probabilidades, Juan por leves hojas, y el zorro tan hermoso y tan núdico para la contemplación se mantuvo incólume durante aproximadamente media hora, una eternidad.
Nos mirábamos a los ojos -encamínate a mí.
Después de un largo tiempo, lento como el crecimiento, o como las manos que deshacen nudos, de pronto giró la cabeza rojiza y naturalmente continuó su camino hacia la profundidad.
Me senté un rato en el bosque, sin amenaza alguna. Después, volví al campamento.
Hice fuego, miré el cielo y las espirales gigantescas mucho más tranquilo que antes, Juan combado, mordido por alimañas sedantes, ahora no me llevaría la confusión, ni el miedo, ni anunciaría mi muerte, ahora dormiría en el alta mar y después amanecería, iría a Calafate y tomaría un avión que me devolvería a Buenos Aires, pero eso sería después, ahora respiraría cada gota de aire y de luz en la noche austral, desvelado suavemente por la paz pasaría estas horas junto al Lago Argentino, sin ella, sin imágenes tortuosas, solo, quizás junto al zorro, en el presente reunido del destierro.
Juan Diego Incardona
Octubre 2005