el interpretador teatro

 

Teatro en Buenos Aires

Entrevista con Rubén Szuchmacher

por María Bayer

 

 

El viernes 23 de marzo, Rubén Szuchmacher recibió a María Bayer en ElKafka, el teatro que dirige hace ya cuatro años para charlar sobre su trabajo como director y gestor cultural.

 

María Bayer: ¿Cómo seleccionás un texto para poner en escena?

 

Rubén Szuchmacher: Podría parafrasear a Picasso y decir que “yo no busco, encuentro”. Me pasa que de verdad a mí los textos me aparecen. Yo no soy un director con “sueños”. Acabo de dirigir una obra de la que recuerdo haber dicho “yo jamás haría esta obra, Muerte de un viajante, porque no está dentro de mi imaginario, porque no es el tipo de material que a mí me pueda interesar”, etc. Y no sólo dirigí Muerte de un viajante sino que es, dentro de mis puestas, una de las que más me gusta.

Me pasó con Galileo Galilei, me pasó con Calígula de Camus, con Decadencia que leí la mitad de la obra y dije “la hacemos”. Con Quartett nos pasó que en algún momento tuvimos los derechos, después los perdimos, y después de varias vueltas la hicimos. ¿Por qué? Es Müller, después veo qué hay ahí adentro. Con Enrique IV, no me eligieron de entrada para hacerla. O la elección de Casa con dos puertas malas de guardar dentro de  El Siglo de oro del peronismo,  aunque ahí sí hay un trabajo de creación porque el que armó el mecanismo fui yo. Elegí Casa con dos puertas... porque era la que correspondía a la cantidad de actores que había: tantas mujeres, tantos hombres. Una cuestión pragmática.

Si fuera por mí, me la pasaría mirando televisión todo el día, bajando música en Internet, mirando Gran Hermano, leyendo. Si fuera por mí, yo sería un gran perezoso. No haría nada. Un vaguito. Pero como los demás creen que yo puedo hacer algo, puedo dar clases... digo, bueno, voy y lo hago. Suena raro, no es totalmente cierto, pero hay algo de verdad en eso.

Estoy tratando de entender por qué aparecen estos textos, pero siempre es algo que comprendo a posteriori.

 

¿Primero das el sí y después te enganchás?

 

Si alguien me pregunta: “por qué estás haciendo esta obra”, quizás la única respuesta que pueda decir es “porque es un gran dramaturgo”, porque tengo algo garantizado a priori.

 

Todas las puestas que nombraste son textos de grandes dramaturgos: Brecht, Müller, los griegos, textos clásicos...

 

Yo confío mucho en eso. Si soy el director que soy y tengo el reconocimiento que tengo es, en principio, por un grado de astucia para elegir textos buenos. Aun textos que no son conocidos. Haber estrenado Mi querida, de Griselda (Gambaro) sobre un texto de Chejov o haber estrenado textos de un “desconocido” Daniel Veronese, en el ‘94 o de Spregelburd en el ’97. Tener intuiciones respecto de autores nuevos o haber estrenado Berkoff en Argentina. Mucha gente leyó Decadencia antes que yo y la desechó por su imposibilidad o porque le parecía reaccionaria: a cierto progresismo argentino, cuando se estrenó en el ‘96, le parecía terrible que hubiera una obra con una visión tan cómica de los ricos. Sin embargo, Decadencia se convirtió en una especie de ícono y la podemos reponer y es un éxito. Lamentablemente, sigue diciendo algo hoy. Cuando yo la leí, llegué a la mitad y le dije a Ingrid Pelicori: “compremos los derechos”. Entonces Ingrid me preguntó: “¿pensás en cómo se puede hacer?” Y le respondí: “Precisamente es lo que me atrae, no saber cómo se hace.”

Hay algo en la elección que tiene que ver con que haya un misterio y que de entrada me plantee un interrogante, que me mantenga muy activo durante todo el trabajo. El misterio de cómo puedo abordar esta obra. En el caso de Quartett era “¿uno qué hace con esta obra? Y en Muerte de un viajante, no es el mismo caso, porque hay una historicidad de la obra, hay versiones, hay películas, etc. y si uno sigue la gramática de la obra, mucho no se puede equivocar. Lo que más me atrajo fue que tenía elementos muy dispares: Alguien como Alfredo Alcón que ya la había hecho y no le había ido bien y que es un tipo de actor con una entidad poética muy fuerte y que se lo considera bastante alejado del realismo. ¿Cómo hacer esta obra con este actor? Y la otra cuestión era contar con ese espacio que a nadie con dos dedos de frente se le hubiera ocurrido dar para hacer Muerte de un viajante, una obra donde es prototípico el escenario a la italiana. A la gente del Complejo La Plaza, por una cuestión de programación, se le ocurre hacerla en la sala Picasso, que no tiene altura y que es una sala completamente apaisada. Esos dos interrogantes y mi relación con la obra me tuvieron entretenido todo el tiempo porque eran cosas que no me podían llevar a un lugar esperable y podía fracasar.

La idea de misterio contiene una idea de fracaso. Tengo miedo cada vez que empiezo un proyecto. De verdad, no sé. No tengo ninguna vaca atada. Yo no volvería a hacer hoy un Miller o un Müller. He repetido autores –Discépolo, Sánchez– alguna vez en mi vida pero no lo haría cercanamente. Ahora que han pasado ocho años de Galileo, me gustaría hacer Madre Coraje.

Por suerte, la dramaturgia universal es pródiga en autores. Por ejemplo, me gustaría mucho hacer Schiller. Nadie tiene mucho interés en hacer Schiller, pero me gustaría hacer una obra que se llama Intriga y amor porque hay algo del orden de la efusividad del Romanticismo que hoy sería revulsivo ante tanta apatía. Ese gesto del Romanticismo, ese gesto tipo bethoveniano que no te puede dejar apático. Pero son obras de por lo menos treinta actores. Tiene muchos problemas hacer Schiller, pero llegará.

 

¿Cómo armás un proyecto?

 

Depende del marco de producción. Me manejo con “elegancia” en cualquiera de los medios, tanto en el comercial, el oficial o el así llamado independiente;  pongo mis reglas. No me pondría a dirigir El champagne las pone mimosas porque creo que no sabría cómo hacerlo. Hay una cantidad de claves que hay que conocer  para que eso sea un éxito. Sofovich lo hace fantástico, concuerde o no ideológicamente o estéticamente, pero si la sala se llena, es de una eficacia increíble. Yo no sé si lo podría hacer. Generalmente, en lo comercial pido que se me respeten ciertas reglas: que se me respete mi condición intelectual.

Yo me considero un intelectual y vos sabés que nuestro medio artístico es un medio donde se rechaza lo intelectual. Actores conocidos que dicen “yo soy intuitivo”, etc. El rol del intelectual en este país se ha ido degradando cada vez más y en el medio artístico hay un rechazo a la intelectualidad como concepción del mundo. Hay tramposos que disfrazan de populismo su supuesta actividad intelectual. Yo reivindico mi lugar de intelectual. En el teatro comercial yo he hecho éxitos y eso es algo que ellos no entienden. Porque soy un intelectual es que pienso que el teatro es eficaz cuando va mucha gente y no cuando va poca. Ellos creen que ser intelectual es ser un tarado.

 

Tratar de lograr la adecuación al medio para el cual estás trabajando...

 

Lo mismo me pasa en el teatro oficial. Como cuando hice el Galileo en la misma sala en la que lo había hecho Jaime Kogan apenas salidos de la dictadura. Yo sabía que ahí podía establecer una discusión que hubiera sido muy distinta que si lo hubiera hecho en La Plaza. Ahí podía discutir cómo la intelectualidad argentina tomó a Brecht. Sesgué de una manera el texto, sin por eso desmerecer la puesta de Jaime Kogan ni la de Onofre Lovero, la del ‘65 en el Payró,  pero sabía que tenía que salir a discutir qué era Brecht para mí y qué había sido para ellos y hacerlo en el mismo escenario. Tenía que ponerme en una posición crítica frente a esto. Sobre todo cuando la primera idea había sido reponer la puesta de Jaime y yo, que era asesor, dije “si se repone la puesta de Jaime,  renuncio”. No por Jaime sino por el anacronismo que significaba eso. Era poner una pieza de museo. En el momento en que discutía, yo no sabía que iba a ser el director de la nueva puesta.

Yo había sido un brechtiano de toda la vida, desde chico era amor por Brecht, mi héroe infantil, pero nada más. Nunca había hecho un Brecht. De pronto, me encontré con que mi primer Brecht era Galileo Galilei. Fue una gran pelea para que estuviera Alberto Segado como Galileo cuando todo el mundo hubiera querido una “figura”. Solo un actor tan inteligente como Alberto puede hacer Galileo. Un “actor sensitivo” no sería capaz de capturar no sólo las ideas de la astronomía sino el mecanismo político. Y lo que hacía Alberto era fantástico. Además, logré que la obra se hiciera completa, sin cortes.

Son todas peleas que, a medida que pasa el tiempo, creo que puedo dar mejor. También soy más astuto en cuanto a mis razones. Cómo pelear un elenco y esas cosas.

En el teatro comercial, yo sé que tengo que aceptar determinado tipo de cosas. “Tal tiene nombre”, tener nombre no es un pecado; el pecado es ser mal actor. En el caso de Diego Peretti, que es un buen actor, va todo bien. Eso no es un problema.

Una vez me ofrecieron hacer una cosa con dos actores muy conocidos de telenovela y dije no. Les tuve que decir que no, porque la iba a pasar mal. No hubiera sabido que decirle a esos actores, me hubieran dicho cosas que no les habría entendido y ellos no me hubieran entendido a mí. No es porque hicieran telenovelas sino porque sólo eran eso: actores de telenovela.

 

¿Te pasó con actores con otras formaciones o procedencias?

 

Lo que descubrí es que a veces no me entiendo con actores que son de teatro. Algunos que sostienen determinadas líneas de trabajo, actores muy eficaces en determinado tipo de cosas pero que llegado un punto podían dar vuelta todo lo que habíamos planteado y trabajado hasta entonces porque no habían entendido lo que les había pedido. Obviamente, yo no había sabido explicarme. A veces, cuando uno arma un elenco y no es exactamente la gente que uno quiere y, sobre todo en determinados roles, va descartando hasta llegar a tal o cual. Muchas veces hay una posibilidad de error.

Yo tengo una doble vida. Tengo toda la dinámica de lo que es trabajar con elencos diversos en los que intento repetir gente. En Muerte de un viajante hay cuatro actores que estaban en Enrique IV y dos actores que estaban en Extinción (Roberto Castro y Pablo Caramelo) y por el otro lado, tengo el grupo con Ingrid Pelicori y Horacio Peña. El teatro para mí sólo es posible cuando la relación entre el actor y director es de una gran coincidencia. Yo creo en el “Teatro de Compañía”. Cuando se habla del gran teatro del mundo, es el teatro de Compañía, no es un teatro de circunstancia. Se habla de “el teatro de la Moushkine” pero no se dice que tiene a sus actores desde hace cuarenta años. Peter Brook tuvo sus grandes grupos en Inglaterra y en Francia.

 

¿Cómo funciona tu grupo?

 

Funciona como puede. No se limita a Ingrid y Horacio. Cuando hicimos Nora, metí a toda la gente. Yo trato de, dentro del pequeñito lugar de poder que me da el decidir sobre ciertos elencos, el tratar de trabajar con la misma gente. Eso me permite acumular. Me lleva mucho tiempo ese conocimiento con un actor que es la primera vez que trabajo. Si la experiencia es buena, como en el caso de Peretti, a mí me dan ganas de volver a trabajar con él. Y si nos encontramos en un nuevo proyecto, hay muchas cosas que ya fueron dichas. Si no, tardás mucho tiempo en conocerse (tanto del lado del actor como del director). ¿Le digo o no le digo? ¿Qué entenderá si le digo tal cosa? No por la rareza, pero como es un trabajo entre personas, por ahí te digo justo lo que nunca te gustó que te dijeran y yo no lo sé.

Con Ingrid y Horacio y todo un grupo, la gente con la que hice Troyanas, ahí estaban todos. Me gusta dirigir obras con mucha gente. Así como tengo la obra pequeña, me gusta jugar con las magnitudes para hacer siempre lo mismo. Me gusta pasar del gran espacio al pequeño. Si pongo como paradigma a Ingrid y Horacio, lo que me permiten es que yo puedo entrar desde otro lugar. También, desde hace muchos años vengo trabajando en el equipo creativo con Jorge Ferrari en la escenografía y Gonzalo Córdova en iluminación. Algún director de teatro oficial me ha cuestionado el equipo. ¿Siempre te gusta trabajar con los mismos? Sí. Es como en el amor. Si uno está enamorado y la pasa bien con esa persona, para que vas a cambiar. ¿Si yo la estoy pasando bien, por qué me tengo que ir a otra fiesta donde no tengo ninguna garantía de pasarla bien? No es falta de curiosidad. Es algo que tiene que ver con la acumulación.

Y yo ahí soy de una fidelidad infinita. Llamarme a mí, significa llamar también a Ferrari y a Córdova, después se discute el elenco, los roles, pero el grupo de base es ése. Yo solo no soy, no existo. Yo, director, por mí mismo no soy nada, soy un equipo. Por eso trato de pelearle al medio el respeto por este equipo. Hay gente que lo entiende bien, hay otra gente que lo entiende pero que después hace trastadas y tengo que salir en defensa de mi equipo. Si tengo posibilidad de existencia como director, es porque están todas estas personas. Yo solo, soy un salame.

Yo jamás les pido a Ferrari o a Córdova algo. No les digo: poneme todo azul o haceme tal cosa. Sería una falta de respeto para Jorge Ferrari. O decirle a Gonzalo: “acá poneme una lucecita linda”. No. Nos colocamos en un punto equidistante. A mí me toca la tarea del trabajo con los actores y darle a todo eso una coherencia general. Pasó cuando estábamos haciendo Extinción, yo me animé a hacer el vestuario y el planteo escénico. Le había puesto una remera a Pablo Caramelo y Gonzalo que estaba mirando el ensayo me dijo “esa camiseta está mal. Está mal. Tira mucha información, Rubén.” Y estuvo muy bien porque nos podemos meter con el trabajo del otro a favor del conjunto y del verdadero objetivo que es la obra, no las propias vanidades.

 En Ifigenia me pasó que Jorge había hecho un diseño de vestuario que en el papel estaba bárbaro pero el material que usaron en el teatro era muy feo y cuando vimos a las catorce chicas, les quedaba para el orto. Yo no tuve que decirle “se ve como el orto”, él mismo se dio cuenta. Somos buenos jugadores de truco. Ellos me son absolutamente infieles y trabajan con cuanto director los convoca, yo soy el que practica más la fidelidad pero cada tanto me puedo permitir hacerlo yo. O por ejemplo, decir tal trabajo me gustaría hacerlo con tal artista visual porque tengo ganas de tirarme una cañita al aire. Pero soy bastante querendón, una infidelidad no es nada. Yo me siento mucho más cómodo y no es una comodidad complaciente.

Detesto un poco esa pose que se ha instalado en el teatro independiente joven y es eso de ser contestatario a todo. Sólo armo una escena cuando me sacan de las casillas. Estar en medio de un ensayo en el San Martín y que de pronto entre un grupo de gente sin permiso o sin avisar  y me saquen del escenario. Al otro día armo un quilombo espantoso con la institución. Nunca con un actor o con un miembro del equipo. Yo me peleo con las instituciones porque en realidad, cuando hago una obra construyo un sistema de fricción con la institución. Es un concepto que tengo bastante trabajado: ¿Cómo hacer que en lo escénico, en la puesta en escena, se realice un campo friccional? Para que se entienda. Cuando este teatro era Del otro lado y era una sala muy fea, poco atractiva, en el primer año que yo estuve acá, hacer un texto de Griselda Gambaro con Juana Hidalgo era una fricción al lugar. Ese mismo espectáculo, en el San Martín, yo lo hubiera hecho completamente distinto. Por lo tanto, acá yo no necesitaba que fuera modernoso porque ya la presencia de Juana en este lugar era raro. Un lugar que todavía tenía marcas un poco dark, ahora está más lindo pero en ese momento, la sala era sucia, todavía estaba la media sombra. Ese mismo criterio apliqué en  Muerte de un viajante en donde el espacio parece de una puesta de Pina Bausch, lo no esperable para un teatro comercial.

Es un concepto básico. Para mí es importantísimo saber dónde la voy a estrenar, sin ese dato yo no puedo pensar nada. Eso a mí me ordena todo. La sala es lo que me va a ordenar el signo. Si voy a tener que ser complaciente con el lugar o voy a tener que irle en contra... depende de la carga de cada lugar y por supuesto del material de base. Todo lugar connota algo y el espectador ve a través de lo que connota ese lugar. Yo juego con eso. No puedo dirigir en abstracto. Así como desde el punto de vista de lo físico: si es una sala chica o grande. Tampoco puedo pensar una puesta si no tengo claro en qué marco de producción lo voy a hacer.

Entonces, está esta sala, yo soy el presidente de la cooperativa, soy dueño del espacio conjuntamente con Daniel Brarda, y aun así tardé cuatro años en estrenar algo acá con Ingrid y Horacio. Y lo primero que hicimos fue Quartett. Una obra que fracasó siempre porque nadie la entendió y que ahora se volvió a decodificar. Y también eso de traer actores que tienen presencia en el teatro oficial, traer a Leonor Manso. Ahora vamos a traer a Graciela Araujo, algo que me parece genial traerla a Lambaré 866 haciendo una obra de un autor francés contemporáneo. Para que haya como un cruce en estos ámbitos.

 

¿Cómo ves el mapa teatral porteño?

 

Yo lo veo más o menos. Es una pregunta compleja. Creo que está en un momento de mucha confusión. Ya viene de hace un tiempo. Buenos Aires es una ciudad muy pródiga desde el punto de vista teatral. Es una de las pocas ciudades del mundo que ha tenido movimientos teatrales de una contundencia increíble, aun superando el centralismo europeo. Buenos Aires, en el siglo XX: la generación de autores y del teatro entre 1890 y 1930, el Moreirismo, la aparición del Teatro Independiente, la renovación en los ’60 y que también fue muy fuerte dejando marcas en el teatro, la generación del ’80: Urdapilleta, Batato, Tortonese y el Parakultural como movimiento mezclado al Rojas, luego la Nueva Dramaturgia. Lo ves y decís “guau”. Pero es una ciudad que adolece del efecto fotocopia. Una ciudad que gasta demasiado rápido lo que tiene. Algo de lo que son responsables los medios y la crítica.

Algo que se volvió más penoso desde la aparición de la carrera de Artes Combinadas en la UBA. Entonces, estamos en un momento de declinación, un momento en que la gran mayoría de los espectáculos reproducen algo de lo que las dos o tres líneas posibles o detectables dentro de la Nueva Dramaturgia dictan. Esto dentro del teatro independiente, el teatro comercial ni se entera porque ellos van y hacen su comedia. Hay una efervescencia del musical pero no dejan de hacer y de aggiornar lo que venían haciendo. En ese sentido, son de una coherencia pasmosa, al punto que se pueden permitir hacer obras más serias. A uno le puede gustar más o no La duda pero es una obra seria o Pequeños crímenes conyugales, la obra que yo hice hace tres años en La Plaza o la que está haciendo Julio Chávez ahora en el Multiteatro. Se pueden meter con cosas un poco más densas. No todo es ja ja ja. El colmo es Muerte de un viajante. Fue la vieja tarea del teatro comercial. Obras que no fueron estrenadas por el teatro oficial ni el independiente.

El teatro oficial está absolutamente perdido porque quiere competir en términos de mercado. Ahora El Cervantes está cerrado, esto es de por sí una catástrofe. Dentro del teatro oficial, la realidad es que está en una situación más que deplorable. Está mal. Es un gran problema que no funcione el teatro Nacional Cervantes. Es grave que el Complejo Teatral estrene ocho obras cuando tiene seis salas a disposición. Está lo del Colón, lo del Festival, pero hay una gran crisis. Aparece muy claramente esta crisis cuando vemos que el teatro oficial trata de entrar en las reglas de mercado. Esto se nota muchísimo en la elección de ciertos títulos, de ciertos directores o de ciertos actores. El teatro oficial no necesita hacer El enemigo del pueblo porque el teatro comercial lo puede hacer con Brandoni dirigido por Renán. A menos que alguien haga algo muy raro con Enemigo del pueblo, algo que ningún circuito pueda tomar. El teatro oficial que siempre ha sido vampírico, un teatro que nunca pudo pensar una línea propia. A diferencia de Francia o Alemania donde el teatro oficial establece el eje y las contestaciones son a ese eje. Como el Estado funciona como tal, tienen políticas para ver qué es lo oficial. En Argentina no, como el Estado es un disparate siempre, el teatro oficial es un vampiro. Ha tomado de lo culto que se hacía fuera de lo oficial y lo vuelve oficial o el gran proyecto “Kive Staiff” que es el reciclado con medios del teatro independiente. El encarna el gran proyecto de la Boero y demás, el humanismo del teatro independiente, y así estamos. Ese modelo está en crisis. Se permite tomar la Nueva Dramaturgia pero no hay nada propio.

La puerta del San Martín es clara. ¿Por qué Luciana Lopilato está en la puerta del San Martín? No es el caso de Erica Rivas que es una actriz formada. Luciana Lopilato está allí sólo porque estaba en Casados con hijos y ahora viene a trabajar en Arlequino con Alicia Zanca que es la campeona de poner actores de la tele en el San Martín. Hace espectáculos que deberían estrenarse en el Nacional. Éxito asegurado.

¿Qué tiene de distinto para proponer el teatro oficial? No sabemos. Es una reflexión que nos la debemos todas las personas de teatro.

 

Quizá, dentro del espacio oficial, lo más interesante es lo que hace Vivi Tellas en el Sarmiento.

 

Seguro.

 

Pero son como rarezas.

 

Y que la crítica, perversamente, no reconoce como oficial. Entonces, Alejandro Cruz en La Nación dice “el off”. No, ¿qué off? En Nunca estuviste tan adorable dice que pasó del off a Corrientes. Es falso porque eso fue financiado por el Estado.

 

Claro, esa obra surgió por una propuesta del Estado.

 

Vivi es funcionaria del Estado. La gente, por más que sea Vivi Tellas y haya tenido su pasado en el Parakultural, en el momento en que pasás a trabajar para el Estado, sos un funcionario del Estado. Eso no está mal. Yo lo reivindico.

Pero no lo pueden sostener. Este año no hay Biodrama. Además, Vivi, ¡cambiá de ciclo! Ya son cuatro o cinco años de Biodrama... ¡inventá otra!

Después la escena llamada independiente está instalada en eso que te decía del efecto fotocopia.

 

¿Te parece que está todo homogéneo?

 

Todo igual. No surge todavía algo verdaderamente contestatario. Te doy un ejemplo. Yo doy clases en el IUNA y en las clases de dirección, un alumno estaba trabajando un texto que yo había estrenado. “¿Por qué vos, que sos alumno mío, estrenás el mismo texto que yo estrené? Vos tendrías que estrenar otro texto. ¿Por qué vos estrenás Veronese? No te corresponde, inventate otro.” ¿Qué pasa en este país con las generaciones? Donde un pibe de veinticuatro años cree que hacer una obra de Veronese es lo más que le puede pasar. Para él Veronese debería ser un viejo choto, lo dobla en edad. Veronese anda por los cincuenta. Somos coetáneos. Yo tengo cincuenta y seis, él tiene cincuenta y uno: pertenecemos a una cierta misma generación. Yo soy un poco mayor pero como yo empecé muy joven, la gente cree que tengo como setenta. Yo empecé antes. Cuando Bartis, que tiene dos años más que yo, recién hacía sus primeros pininos, yo ya había hecho Visita. Si yo estreno Veronese, es lógico. Por ahí, que estrenara a Rafael Spregelburd era menos lógico pero fue un gusto que me di de trabajar con Andrea Garrote. Cuando me llama, Andrea me dice “tengo una obra de Rafael que me gustaría hacer, ¿no me recomendarías a algún alumno tuyo?” Una mina ubicada. Y yo le dije: “¿No me dejás que yo te la dirija?” Ahí hicimos un cruce.

Me parece que hay un problema de ciclos que no se respetan. A mí, todavía el stablishment teatral me sigue diciendo que soy un joven creador y yo, en lo más profundo de mi ser, estoy contando los años para ver cuándo me jubilo. Yo no me siento una persona joven, ni físicamente me siento una persona joven. No. Soy una persona madura.

Es la mejor manera de anular a una generación. Yo tenía veinticinco años cuando el golpe de Estado. Ahí nos dieron con un palo en la cabeza, cuando éramos verdaderamente jóvenes y luego, como generación o nos desaparecieron, o nos hicieron ir del país, o nos silenciaron, o a alguna gente le cambiaron la cabeza y otros resistimos como pudimos. Cuando voy a una mesa donde está Tito Cossa y hay otros mayores y a mí me colocan en el lugar del joven, lo primero que digo es que yo no soy joven y que acá falta alguien.

 

Esta cuestión yo la trabajé rastreando el término Nueva Dramaturgia que se usó para denominar a la dramaturgia de los noventa, Spregelburd, Daulte y demás (el Caraja-ji, más precisamente), como en su momento se había usado para englobar a Pavlovsky, Gambaro y otros. Entonces se siguió usando el mismo término como si no mediaran casi treinta años entre unos y otros. Se desdibuja qué pasó en el medio.

 

Yo en el ’84 estrené una obra de Eduardo Pogoriles, un compañero de Mauricio Kartun. Era todo un grupo de alumnos de Ricardo Monti, eran los jóvenes de aquel entonces. Lo interesante de Kartun, más allá de su obra, es que se puso como a mitad de camino. Y su labor como docente, que es un lugar fantástico, que abre cabezas y no hace que la gente escriba como él. Lo cierto es que quedó como suelto en el espacio. Kartun hace dos espectáculos dirigidos por él mismo, no cede sus obras. Cosa por lo que yo lo re-puteo siempre. Ya se lo dije cuando Jaime Kogan dirigió Pericones. No sé si me gustaba tanto esa obra como por un tema de principios generacionales. Me parece bien la dupla Kogan-Monti o Griselda-Laura. ¿Por qué yo nunca pude tener un par de mi edad? Yo puedo trabajar con Marcelo Bertuccio, es alguien con quien me llevo muy bien pero al que le llevo doce o trece años.

 

Me quedé con lo que decías sobre la carrera de Artes Combinadas, ¿me explicás cuál es el problema?

 

A mí me parece que la carrera, con sus beneméritos personajes (Francisco Javier con el Instituto, Pellettieri con el GETEA, Dubatti que no pudo armar Instituto en la Facultad, y se armó en el Rojas un Centro de Estudios y también se armó algo en el Centro de la Cooperación y todo el tiempo está armando siglas) en realidad, empiezan a producir a partir de una necesidad que no es propia del teatro. El teatro no necesita de esa producción; la Universidad, sí. Entonces, cuando uno piensa que el primer trabajo de Dubatti es sobre los Macocos te agarra un ataque de locura. Gente que piensa que el teatro empezó con los Macocos. Estamos en problemas. Más allá de los Macocos. La carrera empieza a generar cierto espíritu investigativo, crítico, que además de entender relativamente lo que pasa con la producción, genera un tipo de material que legaliza cosas sin tener una mirada crítica. Genera grandes malos entendidos. Muy poca gente de la facultad entiende que, si te vas a meter con una problemática investigativa con algo que pasó hace diez años, no podés dejar de utilizar los procedimientos investigativos de la historia.

Se largan a la investigación al puro rasgo lingüístico, al puro rasgo semiótico y ahí decís NOOO. ¡Contextualizá! Hacen historia sin ser historiadores. La principal producción que va de los libros que le saca Galerna a Pellettieri, los libros que saca Dubatti donde publica los trabajos de su gente, Javier es el que menos produce en cuanto a edición, todo el prologaje de cuanto libro de teatro hay. Y no es Bernard Dort, los grandes teóricos franceses, donde leés un trabajo y te iluminás. No. Dubatti te explica que en el teatro es importante el convivio porque el teatro se constituye en la relación con la gente. ¡Chocolate por la noticia!

 

¿Te preocupa el futuro, digo, a cómo van a ser recordadas tus puestas en el futuro?

 

No al qué dirán pero sí le otorgo al blanco sobre negro, al documento, un valor. Sé que, por lo menos en el campo del teatro, eso es lo que queda. Seguramente, aunque vos puedas reportear a todo el Caraja-ji, te queda lo que escribió La Nación en su momento...

 

Esas son mis fuentes.

 

Así se murieran todos, tus fuentes van a ser las notas que se escribieron.

 

Pasaron diez años y el Caraja-ji es algo muy citado pero si uno se pone a ver puntualmente lo que se dijo y lo que se dice del Caraja-ji, es de un nivel de exageraciones o de cosas que no se atañen a lo que pasó o a lo que ellos mismos dijeron que vivieron.

 

Está la historia de vida que ellos cuentan y uno tiene que analizar críticamente ese dato. La gente de la facultad toma lo que te cuentan como si fuera la verdad. No. Si alguien lee este reportaje, le prohíbo que crea lo que digo como verdad. Sería un absurdo. Yo trato de ser lo más veraz posible pero soy un sujeto.

 

Las percepciones van cambiando. Empezamos el reportaje cuando recordabas eso de “yo nunca haría Muerte de un viajante” y sin embargo, la estrenaste.

 

Si hubiera salido en un reportaje. Bueno, pero tiene que tener instrumentos para ver cómo leer esa historia. En ese sentido, me parece que hay poco rigor. Vos me debés una. Esa es una de las que a mí me enojó, no haber encontrado un papel hizo que en un libro quede como que yo no existo en relación a ese ciclo y en realidad es mi primer acto de gestión cultural. Yo que voy a hacer una carrera como gestor, mi primer acto como curador es ese.

 

Aclaración: Ruben Szuchmacher se refiere a una errata. En mi libro El Payró, cincuenta años de teatro independiente figura Freddy Romero y no él, como debería ser, el organizador de un ciclo de danza contemporánea que tuvo lugar en el teatro. Valga esta aclaración para, en parte, enmendar ese error.

 

Yo tengo los documentos de eso.

 

Para mi descargo, yo no me lo inventé. Resultó de una fuente periodística que era falaz.

 

Ahí está. Valía como ejemplo, ya fue tratado en su momento y perdonado.

 

Una última pregunta, ¿cómo es eso de formar parte de stablishment?

 

Es una palabra que provoca. Los “chicos y chicas” de teatro se indignan: “Yo soy un revolucionario setentista”. Yo no resigno mi intento de transformación del mundo pero si uno no entiende cuál es el lugar que ocupa dentro de la sociedad, estamos en problemas. Hay confusión y un poquito de deshonestidad intelectual. Yo, en todo caso, lo hago explícito. No niego trabajar en otros ámbitos, que me gusta trabajar en el ámbito privado porque gano más plata que en el independiente o en el público. Pero quizá sea una de las pocas personas que, teniendo el lugar que tiene, puede hablar mal de los funcionarios. Yo muchas veces me sentí bastante solo a la hora de decir algunas verdades. Quedé solito hablando mal. Otros hablan muy elípticamente mientras que yo digo nombre y apellido.

El caso Kive Staiff, al que muestro en mis clases de gestión cultural como un ejemplo de relación entre institución y sujeto. Cómo alguien construye una institución y cómo le da la marca. Y como cuando se fue Kive, alguna vez del San Martín, esa marca quedó.

Ese hombre se quedó tanto tiempo y generó una estructura tan rígida –no lo era en un comienzo pero se fue poniendo rígida, como los huesos–, que cómo hacés para cambiar. Yo lo primero que haría si fuera director del San Martín sería cambiar las oficinas de piso. Basta. La dirección no está más en el quinto piso, ahora está en el tercero. Como para que la gente se vaya al quinto piso equivocada. Provocar un desorden espacial para tratar de graficar el intento de cambio. Acá hacemos el chiste con Ingrid y Horacio que llamamos a mi oficina, que está en la parte de adelante del teatro y el planta baja,  el quinto piso. En el Cervantes también, pusieron las oficinas en el quinto piso para que la gente no se confunda. En los cuartos pisos está lo administrativo y en los quintos está la dirección. Eso es un armado de Kive. Yo puedo reconocerle eso: que en su momento armó un modelo que tuvo una gran eficacia pero que ya está perimido como proyecto. Pero por decir estas cosas no me llaman más a trabajar al San Martín.

 

Gracias Rubén.

 

 

 

 
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Margen inferior: Francisco de Goya, El sí pronuncian y la mano Alargan al primero que llega (detalle).