Había llovido durante varios días. Toda su familia está de vacaciones: norte, sur, sierra, playa.
El cubrepileta de plástico, azul, se había hundido bajo el peso del agua. Agua por arriba. Agua por abajo. Usted trató de levantarlo. Era, y esto es importantísimo, absolutamente innecesario. No hacía falta. No. Entonces, el acto se revela como orgánico: son las manos solas las que, luchando con el plástico, se esfuerzan por levantarlo y volcar el agua de lluvia sobre el piso de la terraza.
Y usted, sola, con dos perros y dos casas bajo su custodia, como si no bastara con tener que cuidar, desde siempre y para siempre, de sus míseros 150 centímetros de humanidad. Ahora le sumaron dos casas (que en realidad son tres) y dos perros (que en realidad son uno y medio). Cientos de centímetros más de responsabilidad. Prender luces. Apagar luces. Regar plantas. Alimentar perros. Cerrar llaves de gas. Llevarse los diarios. Revisar heladeras. Tirar comida vencida. La rutina de cada verano. El teatro de la ausencia.
El agua estancada está fría. Al roce usted siente un leve escalofrío. Piensa qué se sentirá acostarse así, vestida, sobre el agua llena de hojas. Pero la voluntad de vaciar ese sobrante, esa acumulación molesta, quieta, vana, es mayor. Usted toma la escoba. Empieza a barrer el agua pero los movimientos, por la profundidad del estancamiento, apenas logran sacar unos chorros miserables. Cambio de estrategia. Usted entra al quincho y busca algún balde, tupper, jarra.. encuentra una hielera de plástico. La hielera tiene unas manijas azules.
Entonces sábado. Noche. Cierto viento fresco que acaricia las ventanas. Y la soledad que comienza a tomar cuerpo en la fantasía de estar sola, completamente sola, en la ciudad.
Usted sube a la terraza.
Pero hoy es sábado! ¿Cómo no salís? ¿Qué hacés encerrándote en una casa ajena, demasiado grande, demasiado llena de ruidos desconocidos? Los sábados son festivos, para trasnochar, para emborracharse, para perderse en la multitud, ser uno y otros al mismo tiempo. Jugar a responder con cualquier nombre cuando alguien pregunta: ¿cómo te llamás?
Primero con la mano derecha. Agarrando la manija, desplaza la hielera de derecha a izquierda, paralelo al costado más largo de la pileta, y al llegar al borde, tira el agua afuera. Poco a poco el movimiento se hace más rítmico, más rápido, más preciso. Pronto cambia de mano, para evitar el cansancio.
La perra camina nerviosa por la terraza y la observa. Salta sobre el agua. En unos momentos va a mojar la escalera de madera, el pasillo, el living.
Cambio de mano de nuevo. Usted observa el surco que deja su movimiento. Piensa en el lecho de un río, en el fondo del mar. Ve el agua correr hacia la rejilla, ve cómo se amontona por las hojas que tapan esa puertita de rejas en miniatura que alguien encastró en la pared.
A metros de la terraza un par de ojos observan. Quizás aburridos de la programación basura de los sábados, buscaron en el cielo signos que auguraran el clima de mañana. Y al pasearse por las nubes pesadas, casi metálicas de la noche, se toparon con un bulto primero indistinguible, luego más definido, de alguien inclinándose en forma constante sobre algo a la altura de las rodillas.
Posiblemente, para ver mejor, el par de ojos se elevó, con la ayuda del resto del cuerpo, y encontró un punto de vista más revelador. Entonces, la habrá visto a usted, con un baldecito mínimo, risible, sacando agua de una pelopincho, sin ver el cubrepiletas, claro, porque está oscuro, y tratando de entender por qué, para qué, justo ahora.
Una vez que empieza no puede parar. Es así. Usted lo sabe. Alguien habló, alguna vez, de compulsiones, de manías, de obsesiones. Usted solo sabe que una vez que empieza, no puede parar. Se trata, y es esto es tan simple que da vergüenza explicarlo, de hacer algo que se podría hacer de otra forma, más rápido, más fácil. Es más: la mejor solución es no hacerlo en absoluto. Pero el placer lento, intimo, oculto, de hacer algo innecesario, que nadie pidió, que nadie notará y nadie, por lo tanto, agradecerá, algo superfluo, algo único, es uno de los pequeños actos de identidad que ha ido cosechando en estos pocos años de vida. Es hacer algo y saberlo inútil, y hacerlo igual, por el placer mismo del movimiento, por el saberse la única persona en el mundo que hace eso, de ese modo, en una ceremonia privada, secreta, aislada del mundo.
Entonces los ojos quizás miren un rato más y se aburran del ir y venir repetitivo del baldecito, el chapoteo del perro, las olas breves que se forman que se forman sobre la extraña superficie azul que no alcanza a entender. O quizás se queden observando hasta el final, por curiosidad, para ver qué pasa, si todo ese barullo tenía una razón lógica, a ver si pasa algo que le de sentido a semejante tarea, tal estupidez, en la medianoche de un sábado.
Cuando faltan dos centímetros de agua para sacar, cuando le duela el hombro derecho, usted se sentirá satisfecha. Barrerá lo que quedó de agua en el piso, limpiará el desagote, y cerrará la puerta de vidrio de la terraza. Al apagar las luces, todo volverá a la normalidad y usted saldrá de esa zona en la que los pequeños actos, los más vanos, son los más personales, una marca de fábrica que nos identifica.
A la mañana siguiente, usted bajará a buscar los dos diarios que dejaron horas antes en la entrada de las casas. Tirado al lado de un aviso de fumigaciones, encuentra una hoja de cuaderno doblada en dos. Con letra imprenta, alguien escribió: la lluvia inundó las macetas.
Luego de desayunar y leer ambos diarios, usted sale de la casa y cruza la calle. El pasaje está tranquilo: nadie ve la cuchara de té que usted lleva en la mano derecha.
Usted