En el principio fue la gripe. Luego ocurrió todo lo demás. Pero en el principio fue la gripe. Y Dios vio que la gripe era buena. Y dijo: que los humanos tengan una buena gripe una vez por año, por lo menos. Y como usted es humana y este es un año, le ha tocado la gripe. Una vez.
Entonces su cuerpo tembló al compás de la fiebre. Cosa rara la fiebre. Se supone que es una respuesta del cuerpo al ataque de microorganismos invasores u oportunistas. Pero en realidad usted cree que se trata de un mecanismo de defensa del exterior: la fiebre nos permite aislarnos justificadamente de la vida pública. Si tenemos, claro, de qué aislarnos. Usted tiene trabajo y hace un par de días que no acude. Claro que luego de inventar la gripe Dios inventó internet y su arma más llamativa: el messenger, por lo que usted está co-mu-ni-ca-da todo el tiempo. En línea. Desde su cama. En línea con el mundo.
Pero además de chatear productivamente, usted duerme, come poco, se queja de ese dolor de oído que avanza en silencio y piensa. Usted sigue pensando (y a veces yo me pregunto por qué no se deja de joder un poquito). Piensa, por ejemplo, en lo interesante del concepto de enfermedad y sus allegados. Piensa que no hay nada más lindo que estar en la cama mirando la tele. Bueno, sí, hay cosas mucho más lindas sin ahondar en el concepto de belleza siquiera, pero estar tirado sin hacer nada está bueno. Ahora bien, estar tirado, con fiebre, sonándose la nariz cada 27 segundos promedio, tomando sopa hasta en el desayuno, temiendo que al bajarse los pantalones del pijama para hacer pis la helada invernal le congele las más profundas entrañas, descubriendo lenta y dolorosamente que la televisión durante la semana, y más específicamente durante la tardecita, es una porquería (sí, más que siempre), saber que ninguna lectura es posible porque tiene las manos congeladas y la cabeza aturdida, y observar, sobre todo observar, cómo su perra disfruta de su cama, su comodidad, su calor, su compañía, su sueño, sin ningún tipo de culpa, eso, eso mismo, es, más que un descanso, una condena. En realidad, usted llega a pensar que su jefe ha orquestado todo esto para que usted regrese rápidamente a su trabajo con lágrimas en los ojos y una promesa de labor eterno y ad honorem.
Porque el problema reside en el seno mismo del sistema capitalista. Alguien se olvidó que los humanos se enferman. Alguien se olvidó de anotar en la Santa Biblia lo de la gripe (yo lo leí en la de Dan Brown) y entonces estamos programados para no disfrutar la enfermedad, la maravilla autónoma del cuerpo luchando contra los invasores. Si en lugar de sufrir lo viviéramos como una de Spielberg, ahora usted estaría muy feliz soñando con Tom Cruise luchando contra un Staphylococcus aureus de 8 doradas cabezas que se sacude en sus fauces y gobierna su garganta (aunque para esto tendría que haberse comido al pobre de Tom, quien, calculo, hubiera presentado cierta resistencia). Y sin embargo no, usted se aburre, quiere curarse y ya no sabe qué hacer. Imagínese, hasta se ha puesto a escribir un aguafuerte!.
Desista: la enfermedad no es un espacio de goce. Es ese momento entre su vida y su vida en el que usted reconoce que tiene cuerpo, se entera, por y con el dolor, que tiene algo así como un oído medio, que, para mal de males, está inflamado, y averigua, así, de paso, que ese pequeño organito puede prodigarle las más dolorosas noches de su vida.
Entre el capitalismo y la inflamación, entonces, usted se debate. Las horas pasan y la inflamación irá cediendo paulatinamente. Quizás mañana usted acuda a su trabajo. Todo volverá a la normalidad y usted olvidará, poco a poco, su cuerpo, su dolor, sus ganas de no hacer nada, su envidia, su vacío, su soledad.
Pero escuche, atiéndame un cachito: la quietud no está tan mal, la inmovilidad también aporta movimiento, interno, ciego, escondido, pero movimiento al fin. Algo adentro suyo se está moviendo, quiere salir. Puede ser pus, flema, hasta sangre. Algo quiere salir. Déjelo salir. Salga. Deje. Déjese. Estar. Déjese. De. Joder.
Con cariño.
Usted