columna mensual
 

Usted decide ir al teatro y preguntarse cosas (Didascalia, o la aventura de ser algo más que un espectador)

Usted

 

 

Usted salió corriendo del trabajo y realizó un maratón excepcional para llegar a la sala de FM La Tribu para ver la obra Didascalia. Su amigo había insistido tanto. Su amigo trabajador de las tablas, tan joven, tan lleno de ganas, tan lleno de arte.

La calle le era familiar: había festejado la llegada del año nuevo en esas veredas, en una especie de jolgorio popular y etílico, donde se encontró con amigos que hacía tiempo no veía y se movió al compás de melodías viejas, entre cientos de piernas y brazos que luchaban por conseguir un espacio en la calle, en la fiesta.

Llegó a La Tribu y se encontró con otro amigo en la puerta: un doble de Cristo posmoderno. Mientras esperaba a que comenzara la función, tomó un café con leche y observó cómo un gato negro se paseaba por las mesas del bar. Mesas rojas, sillas tambaleantes. Extranjeros que aprovechan el 3 a 1 y descubren que acá abajo también hay arte. Un loco de La Colifata cuenta un cuento genial, simple y genial.

Las ocho y cuarto. La gente comenzó a moverse y a meterse detrás de una cortina que daba a un pasillito que llevaba a una pequeña habitación. Veinticinco sillas esperaban vacías en la sala que no ocultaba haber sido otra cosa en otro tiempo, la habitación de un compadrito, quizás, o la de una familia de inmigrantes italianos que fatigaban las calles de Vila Crespo en los tiempos en que el Maldonado todavía era la arteria roñosa que dividía la ciudad. Ahora todo se transforma, se recicla, y el teatro está en todas partes.

Decidió, movida por un extraño impulso, sentarse en la primera fila. Luego entendería que nada es azaroso en la vida. Una vez que la sala estuvo llena, una vez que la puerta estuvo cerrada, el apagón. Recurso caro al director, usted lo sabe. Ya en Playback había derrochado oscuridad como forma de darle un nuevo valor a la luz.

Luego de la oscuridad, la luz de su rostro reflejándose a sí mismo como una caricatura cruel y veraz: frente a usted, un espejo de pared a pared que refleja veinte caras estupefactas, sorprendidas, avergonzadas, disgustadas, divertidas, abrumadas. Observadas.

Pero usted no se mira, piensa. ¿Un espejo?. La multiplicación grotesca del público que, del otro lado, también es público, no actor. Grotesca porque nos muestra como seres expectantes, inmóviles, inquietos, demandantes: quiero que me entretengas, me sorprendas, me enseñes, me conmuevas, me guíes, me muestres, durante una hora y media, la vida desde otro punto de vista.

Pero entonces el espejo, el reflejo, la negación de la quietud, la invitación indeclinable a ser parte de la obra y a ver a sí mismo como lo que es: un espectador, alguien que observa desde afuera, que quiere acción, pero sin moverse del asiento. Pero, ¿es eso lo que busca el público?. ¿Qué busca usted, me quiere decir?. Usted busca entender. Busca una respuesta. Busca algo en las calles de Buenos Aires, en los escenarios, en las páginas de su literatura, en las notas de su música. Usted tiene la fantasía de que la respuesta está en el arte. Usted se resiste a creer que hay algo más allá del arte. Algo que valga la pena, entendámonos.

Entonces, la obra: cuatro ¿personajes? ¿representando? ¿una obra?. Nada de eso: pura ejercicio teatral, trabajo minucioso fuera de la escena, antes de la escena, y una simpleza detrás del espejo que asusta. Acá no hay texto, sólo didascalias que perturban a los actores y a los espectadores. Y un director-dictador que, sin sutilezas, plantea, desde su voz del más allá, la tensión entre el teatro y la violencia.

La veinte caras sonríen, se impacientan, esperan el final como una condena. La tensión aumenta con el paso de los minutos y usted espera el silencio final, en el que las manos se unan y finalmente se impongan sobre los otros, los que están del otro lado. Usted podría decir que en esa habitación ha tenido lugar una batalla: de un lado y otro del espejo se han enfrentado fuerzas opuestas que buscan imponer sus voluntades. El público tiene el poder de callar, los actores tienen el poder de hablar. ¿Pero quién tiene el poder de mantenerlos a todos en sus lugares, cumpliendo con sus funciones, callando y hablando? ¿Qué pasaría si usted decidiera decir algo, en el medio de la obra? ¿Se levantaría el director, desde su puesto de comando, para taparle la boca con su gran mano creadora? ¿Callarían los actores?. Todas estas son cuestiones que usted se plantea mientras experimenta la obra, porque eso es lo que ella hace, la hace pensar en su posición privilegiada de espectador, de no-hacedor, de rehén de los actos de los otros.

Pero a usted le gusta ser rehén, porque sabe que el poder está más allá de usted. El poder está en el ritual, en la ceremonia de la obra, en el rito del teatro. Usted sabe que hay algo que la une con las otras diecinueva caras, con los cuatro oponentes, con el director, con su asistente. Todos, sin excepción, están unidos por la necesidad de pensar otro mundo, por la obligación de pensar éste.

Usted también fatiga las calles de Buenos Aires. Usted es una inmigrante del tercer milenio, llegada de ninguna parte y en busca de un futuro que quizás no esté en ningún lugar.

Las calles hablan, las paredes hablan, Buenos Aires habla. Y usted está dispuesta a escuchar.

Y a escribir.

 

(Nota: Usted quiere saber qué pasa en Buenos Aires. Si usted quiere ver Didascalia, puede escribir a: o llame al 4771-4722)

 

©Usted

 
el interpretador acerca del autor
 
                           

Usted

Nació en Buenos Aires, en el año 1980. Estudia letras en la Universidad de Buenos Aires. En otra vida quisiera ser un libro. En esta también.

   
   
   
 
 
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