Polonia
Baigorria y Juan Sáa se conocieron por primera vez en la década del cuarenta, en el bello San Luis federal. Ambos, unitarios, vivían tiempos peligrosos de horror y persecuciones. Baigorria, huyendo de la justicia, había llegado a la provincia. Era joven, de pelo negro y duro, de cara casi lampiña y facciones regulares, aunque no bellas. Sus ojos, movedizos y pequeños, tenían una coloración extraña; había en ellos un brillo indiferente, como el de una bolita de vidrio.
Esperó en el campo hasta la noche para entrar en la ciudad. Las calles estaban desiertas y no parecía haber un alma despierta en San Luis. Recorrió las cuadras indiferente.
Siguió vagando por la ciudad hasta que llegó a una esquina en la que había una casa con luz. Se bajó del caballo y se acercó en la sombra a mirar. Una mujer se desvestía antes de acostarse y caminaba por el cuarto indecisa. Era pequeña, morena, llevaba el pelo corto; a Baigorria le pareció que todo su cuerpo era como un pimpollo. Al verla, pensó que toda su felicidad podría caber en ella.
Desde esa noche, volvió todos las noches a esa ventana y la miró vestirse y desvestirse y la vigiló mientras dormía. El hombre duro, el jinete de piernas arqueadas, se había detenido, por primera vez en su vida, ante una mujer.
Una noche ingrata vio a Juan Sáa dejar su caballo y entrar a la casa. Habían olvidado la cortina abierta y Baigorria pudo verlo todo; ellos dos, acariciándose en la tibia alcoba, en la cama, donde él también quería estar. Sáa, el niño rico, malcriado, gozando de ella, a quien Baigorria, en sus noches desalmadas, había creído suya.
Otra noche, en que se acercó temerariamente a la ventana para escuchar lo que se decían, oyó que Sáa la llamaba Polonia y, a pesar de lo penosa de la situación, se alegró de haberse enterado de su nombre.
Sus días siguieron iguales, mientras había luz se escondía en el campo; cuando las sombras ganaban las calles, entraba a la ciudad, iba hasta la ventana de Polonia y la miraba mientras dormía; o la vigilaba mientras hacía el amor con Sáa, a quien Baigorria había aprendido a despreciar.
Como todo hombre de guerra, Baigorria había tenido poco tiempo para el amor. Sin embargo, guiado por una pasión que le resultaba extraña, se juró defenderla. Pensó que el amor era también parte suya, que como hombre le pertenecía y que no debía temerle; aunque no juzgó extraño sentir un fuerte temor por Polonia.
Una noche entre las noches notó que Sáa había llegado medio mamado y que entraba a la casa como si fuera suya, atropellando las cosas mientras caminaba. Baigorria, alarmado, se acercó a escuchar qué sucedía y, arriesgándose más de lo que debía, se asomó a una ventana para poder ver mejor. Sáa estaba furioso por la expropiación que había sufrido un primo suyo por parte del Gobierno; ella le gritó algo y él la cayó de un manotazo. Polonia retrocedió, indefensa.
Baigorria llevó la mano a su cuchillo, pero después lo soltó. Le juró la muerte, aunque no iba a matarlo delante de ella.
La lucha política reclamaba los cuerpos de los hombres continuamente, un día aquí, otro día allá, de manera que Baigorria debió abandonar San Luis sin poder regresar a saber nada de Polonia en dos años.
Moverse era difícil y arriesgado. Durmiendo solo, entre la tropa mal comida y mal vestida, se preguntaba si valía la pena dejar la vida en eso. En cada uno de los sitios donde los unitarios se levantaban, eran diezmados por los fabulosos ejércitos de Quiroga, de Aldao, de López, de Huibodro, de Rosas.
Pensó que el mundo conspiraba contra él; sin gloria en las armas y sin consuelo en el amor, se retiró entre los indios a esperar que llegasen tiempos mejores.
En la toldería / Una herida
Allí creyó Manuel que encontraría por fin la paz. Pasaron los meses y rápidamente ganó confianza y autoridad entre los indios. Sin embargo, el destino no dejaría de perseguirlo. A seis meses de vivir entre los ranqueles, llegó a la toldería Juan Sáa, también acorralado por los ejércitos federales.
Los indios, inteligentes, viendo que los hombres se tenían recelo; decidieron ponerlos cerca para que aprendieran a llevarse. Ahora los dos tendrían que compartir todas las actividades del día juntos. Cazarían juntos; harían guardias juntos; saldrían de excursión juntos y dormirían en el mismo toldo. La vida de uno dependía de la del otro, eran todo lo que tenían en la tierra. Sáa, ajeno a todo, en un primer momento puso algún empeño; estar con un blanco siempre era mejor que estar con un indio. Pero Baigorria estaba intratable. Sacaba espuma por la boca de solo oler a su compañero. El recuerdo de Polonia lo atormentaba a cada momento y cada vez que veía la cara de ese hombre, también veía la de ella.
Supo que había una sola forma ponerle fin a esa situación, debía matarlo.
A los pocos días se le presentó una ocasión propicia. Estando de cacería, por la mañana, se toparon con una tropa de línea que volvía de perseguir a unos indios que habían asolado un pueblo en el sur. Los federales los atacaron y ellos se defendieron. Espalda con espalda, redujeron a los cinco de la tropilla y cuando los que quedaron con vida huyeron, Baigorria lo increpó; le dijo que lo había defendido nada más que porque entre los dos había algo pendiente.
—¿Qué te pasa Baigorria? Respondió Sáa sacando pecho.
—Esto va por Polonia. Le dijo Baigorria y lo empujó hacia atrás.
Sacó su cuchillo, se enrolló el poncho en la zurda y lo miró con sus ojos sin brillo, como dos bolitas de vidrio.
Sáa también sacó su cuchillo del tirador; aún tenía sangre de federales en la vaina y se había quedado con ganas de algo más; la sangre lo había cebado, tenía la boca llena de saliva.
Baigorria lo embistió con firmeza, pero una destreza de Sáa le abrió el cachete izquierdo desde la ceja hasta el mentón. Un borbollón de sangre le ganó el rostro. Tuvo que retirarse hacia una cueva donde se escondió y contuvo la sangre que brotaba de la herida. Sáa, soberbio, no lo mató porque pensó que si lo había vencido una vez, lo vencería siempre.
Baigorria caminó hasta una toldería cercana, donde un cacique le tenía confianza, para que lo atendieran.
Dos semanas después apareció otra vez entre los ranqueles. Juan Sáa había muerto hacía unos días, fusilado por una tropilla de milicos en el desierto.
La vuelta
Después de veintidós años de vida entre los salvajes, el coronel Manuel Baigorria volvió a la patria a cargo de la línea de frontera del Río Cuarto, en vísperas de la fabulosa campaña del desierto. En todos esos años, aún pudiendo hacerlo, no había vuelto a San Luis; el recuerdo de Polonia, sin embargo, lo acompañaba en cada momento de su vida. Todo su mundo de sangre, de pólvora y de barro, había encontrado remedio en ella.
Viejo ya, cansado y arrugado, con la mirada húmeda, se decidió a hacerle saber de su amor.
Ensilló una yegua y partió rumbo a San Luis. Otra vez, como antes, esperó a la noche para entrar a la ciudad. Ya sin nada para dar y nada para perder, se arregló un poco en las mangas el uniforme y avanzó sin prisa hacia la ciudad.
Todo había cambiado en esos años; donde recordaba una esquina abierta en un baldío, había una gran casa amarilla; donde una vieja farmacia, una casa de extranjeros; y donde recordaba un bazar, había una casa de mujeres. Esos pequeños cambios lo conmovieron, lo hicieron sentirse viejo. Hasta ese momento había temido encontrarse con ella, pensaba que su sola presencia lo delataría. Pero ahora, que la ciudad tal como él la conocía había desaparecido en el aire, en el tiempo, temió que ella también se hubiese ido con la ciudad.
Al llegar a la cuadra de su casa, su temor se hizo real. Todo había cambiado. Los vecinos de la zona no la recordaban, no habían escuchado hablar de ella; el gringo que vivía con su prole en donde antes estaba la casa de Polonia, le dijo que él había comprado el terreno vacío, cuando en el sesenta y tres había llegado al país; si antes hubo una casa allí, no podía decirlo.
Ya no quedaba nada de ella en este mundo. Sin haber podido resolver sus cosas con Juan Sáa, ni con Polonia, Baigorria supo que le quedaba un solo lugar donde podría hallarlos. Supo, sintió, que ellos también, quizá sin saberlo, estarían esperándolo. Se reprochó no haberlo comprendido antes. Se sintió cobarde, o ciego. Ahora, lo sabía, no había otra cosa que hacer.
Hizo correr su yegua por las calles y abandonó la ciudad al galope. Este mundo ya no le pertenecía. Entró al campo como se entra a una gran sombra y ató su caballo a un árbol; antes de terminar con sus cosas, quiso fumarse un cigarro y mirar la noche. Después se puso de pie, se arregló las mangas de su uniforme, se puso de rodillas y se abrió la garganta con el cuchillo.
©Ezequiel Vinacour