El hambre

 

Ezequiel Vinacour

 

 

Lo que estaba haciendo era una estupidez, o una locura; pero ya había llegado hasta ahí y no iba a retroceder, aunque podían matarlo por mucho menos que eso.

Se había escondido entre el suelo y la pared exterior de una pequeña cabaña para escuchar la conversación que mantenían dos hombres. La voz de uno la reconoció bien, pero al otro lo había oído menos veces.

Se acercó, avanzando pegado al piso, como un reptil, y pudo llegar hasta un hueco que había detectado bajo una de las ventanas. Asomó un ojo; vio parte del cuarto y las piernas de uno de los hombres, que conversaba con su compañero sobre los detalles de un viaje reciente y de una pelea. Uno le preguntó al otro si tenía hambre y de una de las cajas que había sobre la pared opuesta, sacó dos bolsas y se las acercó.

—Acá hay pan, verduras y carne salada.

Fue todo lo que le dijo, antes de hacerle alguna otra pregunta vaga y salir. Escuchó la puerta y el soplido que apagó la vela. Permaneció por un rato quieto, intentando no hacer ningún ruido y luego se arrastró hacia la otra pared. Sentía la saliva calentarle la boca y el gusto ácido del hambre en la mandíbula. Comprobó en su cinturón el cuchillo. Carne salada, verduras y pan. Entre el alimento y él mediaba un paso, un hombre. Se arrastró en silencio hasta la puerta de la cabaña. Cuando se detuvo y cesó el ruido de sus codos contra el suelo y de la hierba quebrándose a su paso, creyó que podía escuchar la respiración del hombre que dormía del otro lado de la pared.

Tomó aire, volvió a comprobar el cuchillo y se dijo que todo terminaría bien.

Avanzó hacia el lado más oscuro. Aún se oían algunos gritos del fogón. La noche estaba cerrada y el cielo brotado de estrellas. Siguió avanzando por el suelo, y antes de encarar la pared final, sacó su cuchillo y se lo puso entre los dientes. De este lado la oscuridad era casi total. Entró por la puerta lateral, por la que le da la espalda al campamento.

El hombre, acostumbrado a dormir en ranchos de tres, cuatro y hasta siete compañeros, no se alarmó cuando escuchó el ruido de la puerta que se abría por la mano de William. Sin saber que iba a morir, se dio vuelta contra su lado izquierdo.

Caminó hasta la cama. El cuchillo, en su mano, se había calentado. Antes de agacharse lo miró al otro un instante, en su ultima imagen de hombre vivo. Tragó saliva y el gusto ácido del hambre volvió a ganarle la boca. El otro se acomodó en la almohada improvisada que había hecho con su saco; William le tapó los ojos y le abrió de un tajo el cogote con su cuchillo de acero inglés. El hombre, traído desde los sueños hacia la muerte, lo agarró con una mano, y quiso tirarlo al piso. Aun tenía mucha fuerza. Pero fue perdiendo el furor, y William lo remató con un puntazo en el hombro que le entró por el pulmón. Así sacrificaban a los terneros.

Se puso de pie y miró el cadáver. Tenía sangre. La tocó. Estaba tibia. Buscó las bolsas y las encontró sobre la mesa. En la caja había más. Agarró cuanto pudo y salió sin hacer ruido. Afuera, se tiró al piso y avanzó como un reptil hasta el pastizal, muy cerca de la cabaña de Marcel. Entró y lo encontró durmiendo en el piso como un perro. Lo despertó.

Marcel lo miró aún casi dormido. William le enseñó las dos bolsas con un gesto de triunfo. Marcel se estiró sobre las bolsas; olió la carne salada, el pan, las verduras. La boca se llenó de saliva.

Sin embargo, había que hacer las cosas prolijamente.

—Vamos a esconderlas.

Le dijo moviendo la boca pobre entre la espesa hilera del bigote y la barba irregular que le ganaba el rostro.

—Llevemos la pala. Tenemos que hacer un pozo afuera del campamento, y esconder ahí las cosas. ¿De dónde lo sacaste?

—Lo robé.

—¿A quién?

—A uno de los hombres de Amador.

—¿Te vio?

—Lo maté.

—¿Alguien te vio?

—No. Tienen comida, mucha comida.

—Tenemos que apurarnos.

Le dijo Marcel ordenando rápidamente las cosas debajo de la cama y sacando la pala de entre un montón de ropa vieja y sucia. Salieron a la noche oscura y tibia; cuidando de no ser vistos por nadie, cruzaron la cerca del campamento. Diez pasos selva adentro cavaron un pozo en el que guardaron las bolsas. Sacaron un poco para comer en ese momento y volvieron a llenarlo con tierra. Permanecían sin hablar.

Ya en la cabaña de Marcel se sentaron en el suelo. Les temblaban las manos. Mordieron el pan y la carne y les dolieron los dientes. Pero la saliva se mezcló con el jugo de la comida en la parte posterior de la boca. Marcel casi no masticaba; tragaba los pedazos enteros. Comieron dos, y el resto lo guardaron para la mañana.

William se despertó con el sol que entraba por la ventana; Marcel no estaba a su lado. Lo primero que pensó fue que una columna de hormigas, que transportaba migas de pan y carne salada, podría delatarlo. Sin embargo, pensó después, ninguno de los hombres la vería. Ninguno era tan inteligente como para hacer una reconstrucción. Se levantó dolorido y caminó hacia la puerta. Lejos, casi sobre la costa del río, Marcel hablaba con Amador y los demás hombres. Nadie estaba trabajando, porque el cadáver de Botico había ganado la atención del campamento. Recordó que su cuchillo aún tenía sangre. Si lo descubrían, lo mataban esa misma mañana. Buscó entre las cosas debajo de la cama y sacó una remera vieja. Limpió la hoja con eso y volvió a guardarlo.

Salió de la cabaña y se acercó hasta donde estaba la junta. El indio Juan que lo había visto, se separó de Amador y caminó hacia él. Una vez que se encontraron, le dijo:

—Esto no es con usté.

—¿Qué pasa?

—Jeremías mató a Botico.

—¿Cómo lo saben?

—Lo encontraron saliendo con comida robada.

—Ah.

Dijo William, luego de oír la explicación de la coartada que se había armado alrededor suyo y que lo encubría del crimen. Antes de regresar junto a Amador, el indio Juan le dijo:

—Estamos esperando al Mago.

—¿El Mago? ¿Quién es el Mago?

—El Mago es el juez.

William sonrió de pensar que por más que se esforzase, ese corpulento hombre no podría explicarle la relación de un hombre al que llaman el Mago, con un juez, quien imparte la Ley. Los hombres en América, se alejó pensando, son muy supersticiosos; creen antes en una bruja que en un doctor, nombran juez al que se da dotes de mago.

Dio media vuelta y se alejó hacia su cabaña. Los había burlado. Entró y se acostó en su cama. Tenía hambre. Debía aguantar, tal vez, algunos días. Ahora era un asesino, aunque no para los demás. Sólo restaba esperar a que el Mago llegase al Campamento y luego presenciar la sentencia y la condena de un hombre que pagaría por él. De otro que sería, para los demás, el asesino.

Se había improvisado una especie de senado entre los más influyentes, a cuya cabeza estaba Amador, quien se veía muy afectado por el crimen, y molesto por la insistencia de Marito y de Hernández en aguardar a que llegase la autoridad. Amador, como hombre práctico, no juzgaba necesario aguardar la llegada del Mago, quien no se había mostrado infalible últimamente, y hacía fuerza por sacrificar a Jeremías cuanto antes.

Marcel, quien por primera vez en mucho tiempo coincidía con él en alguna cosa, tampoco era partidario de que llegase el Mago, alegando que el poder nacional los había abandonado a su suerte, y que en consecuencia no tenía derecho a enviarles un agente que se dijese autorizado para impartir justicia. Algunos de los hombres lo escucharon con respeto, y él pensó que ya no eran tan distintos, que la selva, el calor y el hambre habían limado las diferencias entre ambos. Pero otros también lo callaron, y le dijeron que él no tenía voz ni voto en este conflicto, que esto había sido una cosa de hombres.

Jeremías fue encarcelado en una celda improvisada con cañas y hierros, custodiada por cuatro a cuchillo que no le sacaron la mirada de encima. Dolorido, tirado sobre un montón de paja, aguardó la muerte con la resignación de un perro. Su rostro era oscuro, el pelo largo, negro, sostenido por un pañuelo sucio en la frente, le caía por la cara. Marcel sintió pena por él, pero pensó que más pena sentiría por William.

Amador estaba desgarrado, Botico era su amigo, él lo había invitado al campamento y le había procurado su hospitalidad. Que lo matase uno de los suyos era una ofensa imperdonable. En cuanto se supiese entre los capitanejos locales, perdería prestigio. Necesitaba apurarse, ejecutar al acusado, pues si el crimen había desbordado su autoridad, esperaba, cuando menos, que en el momento de hacer justicia se actuase según su voto. Dejarlo todo en manos del Mago era peder el conflicto, lo que sería leído como una señal de debilidad.

Hernández, quien encabezaba la oposición al dictamen de Amador, era un viejo capitanejo, que conocía a Amador desde niño, y a quien unía un lazo intemporal. Él aceptaba a Amador como jefe, y sabía que era un buen hombre; pero era firme en sus ideas centrales, y entendía que este crimen requería de la intervención del Mago. Hernández aún pertenecía a una camada anterior de hombres, y Amador sabía que se le enfrentaba con convicción, por desajustes de principios. Detrás de él, se ocultaban y alzaban su voz, también, otros más jóvenes, ansiosos de poder. Amador los conocía, y sabía bien qué era lo que estaba sucediendo, cuando le dijo a Marcel, al oído:

—Me están queriendo puentiar. Pero esto se va a resolver sin la intervención de naides.

Vestía una camisa vieja y sucia, y en la frente llevaba un pañuelo naranja. Marcel lo vio hablando confidencialmente con algunos de los suyos, como impartiendo órdenes, rápidas y concisas. Nunca lo había visto de esa forma, en el peligro se mostró más confiado y activo que nunca. A los que le discutían ya no les contestó, y sólo se preocupó por armar a los que le eran adictos. Una vez que los juntó a todos, que eran la mayoría, los colocó de su lado, y no dejó que nadie se pasara al campo de los disidentes. Se plantó enfrente de sus hombres y sin decir una sola palabra, se puso a mirar a los ojos a los que lo habían abandonado. Poco a poco, casi todos comenzaron a volver. Veinte minutos más tarde, cuando llegaba la barca del Mago, sólo quedaban cinco rebeldes, además de Hernández y Marito.

El Mago era grave y silencioso, casi mudo, muy alto y usaba una capa negra. Sus botas de cuero, también negras y sus pantalones pesados del mismo color, le llamaron la atención. No había visto a nadie en América vestir de esa manera.

El Mago caminó entre un público al que dominaba por la presencia. Dos custodios lo seguían de atrás; los tres hombres armados se quedaron en la lancha. En cuanto puso un pie en tierra, el silencio fue total.

Nadie lo asedió, ni lo agobió, ninguno de los hombres osaría nunca atacarlo; a su presencia, las pesadas armas de los policías estatales, eran un elemento risible.

El único que no se sometía a su asombro era Amador. La llegada abrupta del otro lo incomodó profundamente. Si le hubiese dado más tiempo, ya habría terminado con todo este conflicto. El Mago caminó directamente hacia él, a quien reconoció como el único líder del Campamento. Se quedaron durante un momento cara a cara y el recién llegado dijo:

—¿Dónde fue la muerte?

—En esa cabaña.

Respondió Amador sin agregar ninguna otra información, ni ofrecer ninguna cortesía. El Mago se detuvo por un instante más enfrente de él, y luego fijó su mirada en Jeremías, quien lo miró resignadamente desde atrás de los barrotes. Todos esperaban que el asesino fuese marcado. Pero el Mago le quitó la vista de encima y comenzó a caminar por el campamento, rodeando a la multitud de hombres que no lo miraba, tratando de ocultar sus pensamientos, como un perro que al desviar la mirada se cree invisible. Ahora todos se habían convertido en posibles culpables.

El clima se enrareció a medida que pasaron los minutos y que el Mago continuó caminando lenta y gravemente entre todos los hombres, mirándolos a veces y a veces clavando la vista en el suelo. El miedo se podía oler en la piel y en la respiración de todos. Dio tres vueltas alrededor de la multitud y fue a la cabaña, donde aún estaba el muerto. Miró sus ojos, clavados hacia arriba, y el tajo en su garganta, en el que una pesada mosca bebía con su diminuta lengua la sangre. Razonó que ese corte no había sido hecho por la mano de un hombre del lugar. Luego salió y acercándose al grupo dijo:

—El asesino no esta aquí afuera. ¿Hay más hombres en el campamento?

—Hay algunos nativos y dos gringos también.
Le dijo el viejo Hernández, quien sentía una gran admiración por el Mago.

—Déjenme ver al más joven.

Fue su única respuesta. Marcel quedó clavado en el piso. No supo qué decir. Corrió hacia la cabaña, y llegó casi al mismo tiempo que el Mago, quien encabezaba la comitiva. Amador, Hernández y los otros estaban adentro. Hizo fuerza y logró un lugar para mirar. William, desde el suelo, tembló ante la mirada del emisario del Gobierno. Su culpabilidad era evidente. Un prolongado silencio ganó a todos adentro. El Mago levantó el brazo y señalando a William dijo:

—Él es el asesino.

(...)

Todo pareció perdido. Pero ocurrió algo que ni William ni Marcel pudieron prever. Los hombres miraron incrédulos al Mago, no creyeron en su veredicto. En primer lugar, ese no era un hombre aún, era un niño; y segundo y más importante, era un gringo. Un gringo niño no era capaz de matar a un hombre como Botico, ni aunque lo hubiese agarrado dormido. Alguien levantó la voz en contra de William, pero los más se quedaron callados. Amador, que supo interpretar ese silencio, dijo:

—Bueno hermano, creo que es hora de que se vaya yendo, porque este gringo pasó la noche cerca mío y no ha matado a naides. El asesino es Jeremías, y esto lo vamos a resolver a nuestro modo.

Marcel sonrió y lo buscó a William. El Mago apenas miró a Amador y no necesitó más para saber que era capaz de matarlo. Volvió a mirar a William, dio media vuelta y caminó hasta la lancha. En esas tierras tan lejanas, forzar llevarse un prisionero podría desembocar en un caos, cuando sus órdenes estrictas eran las de no alterar la paz río adentro. Más valía ésta que la sangre de un hombre, o de otro. Porque el Mago sabía, también, que de todas formas, más temprano que tarde, todos iban a morir en ese agujero.

Subió a la lancha oficial junto con el resto de la comitiva. Mientras calentanban los motores, y aun permanecían cerca de la costa, Amador bajó la pendiente hacia la celda de Jeremías, junto al puerto, y ordenó que lo sacaran afuera. El guardia, pateándolo como a un perro mojado, lo dejó tirado en el lodo. Ante la mirada de todos Amador le ordenó que se pusiera de pie. Jeremías, a pesar de estar casi muerto, lo hizo y le sostuvo la mirada.

—Me duele que seas vos.

Le dijo al oído, delante de los soldados y del Mago, quien lo miró parado sobre la proa clavar tres veces el cuchillo en el cuerpo del otro, que se dobló una y otra vez sobre su brazo.

La lancha se alejó por el río, callando con sus motores el ruido de los pájaros.

Al otro día, la normalidad comenzaba a volver al campamento.

2003-2004

 

 

© Ezequiel Vinacour

 
el interpretador acerca del autor
 
                           

Ezequiel Vinacour

Publicaciones en el interpretador:

Número 1: abril 2004 - Entre fósiles y fusiles Las representaciones del otro en la intelectualidad roquista (ensayo en colaboración con Mauro Spagnuolo)

Número 1: abril 2004 - La noche de Foyel (narrativa)

Número 2: mayo 2004 - Una historia (narrativa)

Número 3: junio 2004 - Rosismo y discurso religioso (ensayo)

Número 3: junio 2004 - El Ilusionista (narrativa)

 

   
   
   
   
 
 
 
 
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