En un punto de la noche azul, fría, un grupo de hombres conversó junto a un fuego. Se habían encontrado en la llanura. Los más jóvenes venían de la ciudad y los más viejos venían de la línea de frontera. A la mañana siguiente se despedirían, acaso para siempre. Para burlar al estómago y la oscuridad, se contaron historias. Los dos más jóvenes, se gastaron en relatos de fantasías sexuales extrañas, de jinetes en caballos de oro y de brujas que quemaban negros y los remontaban por el cielo como barriletes.
Los adultos los escucharon con indiferencia, casi con desdén. Sus historias de brujas y de prostitutas les daban sueño. Sin embargo las escucharon y los miraron a los más jóvenes gesticular y reír bajo la luz amarilla de los leños que ardían. Habían visto muchos jóvenes como ellos. Imprevistos, tontos. Se preguntaron cómo habrían llegado hasta allí.
—Sus historias no dan miedo —dijo el más alto de los adultos, sentencioso, y le dio fuego a su pipa.
—¿Cómo dice?
Le preguntó desafiante uno de los jóvenes. Los demás lo miraron incrédulos. Nadie le hablaba así al Comandante Prado.
—Digo que sus historias son de pendejos y de maricas.
El que antes había reaccionado casi se le va encima. El más viejo de todos reía apenas y vigilaba, de reojo, la situación. Entre dos jóvenes mulatos intentaron sostener a su amigo.
—No haga tanto alarde, compadre. Si usted es un perro malo tiene que morder, ¿qué tanto ladrar?
—¿Quiere que lo muerda viejo de mierda?
Prado soltó una risa larga con la boca abierta, mostrándole las muelas cariadas.
—No, mi amigo, no quiero que me muerda. Acá somos pocos y va ser mejor que nos ayudemos. Además el camino es largo y no quisiéramos tener que enterrar a un muerto, o cargar a un herido. Mejor dejémoslo así, yo le voy a contar una historia que da miedo de veras, que es cierta y que está ocurriendo ahora mismo, mientras nosotros estamos conversando. Si a usted le gusta, me reconoce que sus historias son de pendejo; y si no le gusta, yo le pido perdón y me callo.
El joven lo miró más calmado. Pensándolo en frío, nunca se le iría al humo a un hombre como Prado. Con un militar como ese, podía salir ganancioso, pero nunca sin heridas.
Además, le gustó el desafío que el otro le propuso. Tratando de mostrar desconfianza, para que los demás no creyeran que era cobarde, dijo.
—A ver, viejo, contate tu historia nomás; pero no te enojás si en algún momento me quedo dormido.
El Comandante lo miró y sonrío. Luego cargó su pipa con un dedo de tabaco y comenzó a hablar.
—Esta es la historia del cabo Godoy y del doctor Francisco Moreno.
Dijo y comenzó su relato.
“Una mañana en Fortín Acha, el cabo Godoy, salió en descubierta, tal como acostumbraba hacerlo todas las mañanas el soldado de posta. Ese día, sin embargo, Godoy, algo falto de carne, y teniéndose fe con las boleadoras, resolvió hacer él mismo el trabajo que le correspondía. Y esto lo digo, por que al cabo le gustaba delegar el trabajo que le tocaba hacer a él en los novatos o en los gringos. En su caso, hacer lo que se esperaba que hiciera, era visto como algo excepcional.
Debía encontrarse con la posta del puesto Tercero, recibir sus noticias y reportarle que no había novedad. En el camino, podría aprovechar para hacer unos tiritos y levantar algo para matar al hambre.
Llegó al límite de su zona y como no notó nada extraño, echó pie a tierra y ató su caballo a una cortadera para esperar sentado la llegada del individuo que debía venir del destacamento vecino.
Hacía frío y tenía puesto su poncho, y como era descuidado y confiado, dejó su carabina atada a los tientos de la montura. Cansado, se recostó al abrigo del pajonal, y se quedó dormido.
Andaría en lugares desconocidos para nosotros, en sus sueños, cuando se despertó con voces que hablaban a su lado. Al abrir los ojos supo que las voces eran dos indios y lo amenazaban con las lanzas.
Tuvo impulso de saltar e írseles encima, pero envuelto en el poncho y sin poder echar mano al cuchillo, se limitó a mirarlos y a sonreír. Uno de los indios levantó la lanza para herirlo, cuando el otro lo contuvo y le dijo a Godoy:
—Sacando poncho.
Godoy comprendió que no lo habían herido por que no querían romper el poncho ni ensuciarlo con sangre. Al principio obedeció mansamente, pero al sacar el poncho se levantó de un brinco, lo envolvió en el brazo, se cubrió el cuerpo y desenvainó el cuchillo.
Uno de los indios tiró el lanzazo que Godoy paró magistralmente y yéndose al bulto lo derribó de una puñalada en medio del pecho. El otro indio saltó a caballo y huyó; pero Godoy, montado en el del muerto y echando mano a la lanza que éste había soltado al caer se puso en persecución del fugitivo. Ya lo alcanzaba y lo levantaba en la chuza, cuando se acordó de la prima que estaba ofrecida a quien capturase un bombero(1). Desató las boleadoras de avestruz y revoleándolas asestó al indio un golpe en la cabeza. Abrió los brazos el bárbaro y cayó al suelo.
Godoy se le fue encima y antes de que volviese en sí le ató fuertemente los brazos a la espalda. Lo echó por delante y le metió fuerte hasta el destacamento. Cuando llegaron al fortín empezó el interrogatorio. Yo lo presencié de pura casualidad. Esperaba unos caballos que estaban demorados. Hacía frío, estaba nublado. Un soldado me cebaba mate, y un negro tocaba el acordeón y cantaba junto a otros hombres, más silenciosos. Todos estábamos echados junto al fuego como perros.
Godoy apareció con el indio, ebrio de aventura, gritaba que el gobernador y el Ministro de Guerra vendrían a darle su recompensa.
—¿A ver quién se atreve a decir ahora que es más varón que Godoy? ¡Acá les traje un bombero!
Los hombres, que un momento atrás apenas daban señales de vida, se despertaron súbitamente y rodearon al indio. Los interrogaron sobre los cruces del río y sobre los campos, pero el manzanero negó. Lo golpearon y volvieron a preguntarles por los cruces del río. Pero se cerró en la negativa y se le estaqueó.
¿Ustedes han visto alguna vez un hombre estaqueado?
Aquello fue una escena atroz, sin que se consiguiera otra cosa que desangrarlo y mutilarlo.
Entretanto Sayhueque, el Rey del país de las Manzanas, (que a la tribu de éste pertenecían aquellos indios) reclama la libertad de sus muchachos, amenazando, por represalia, cobrarse en la cabeza y en la sangre de Francisco Moreno, que está en esa tierra como representante del Gobierno.
El Gobierno no es de ceder; y el indio no es de aflojar. Si Moreno no logra escapar de allí por sus medios, le van a abrir el pecho con un cuchillo de piedra y se lo van a ofrecer a la tierra y a la luna, tal como tienen por costumbre cada vez que matan a un huinca en sacrificio.”(2)
Cuando Prado terminó de hablar, hubo un silencio que durante algunos segundos nadie se atrevió a romper. Su voz parecía llenar el desierto.
—Está bien, Prado. Por esta vez se le pasa. Además estoy cansado de tantas palabras. Mejor me voy con los sueños.
Dijo el joven y se recostó en su recado. Los demás, también se dispersaron alrededor.
Prado pitó una vez más y pensó qué sería de la suerte de Francisco Moreno. Todo decía que iba a morir.
(1) Un espía.
(2) Prado, La guerra al malón.