el interpretador narrativa
 

La noche de Foyel

 

Ezequiel Vinacour

 

Shayhueque era más hábil y más fuerte que cualquier otro hombre en la tierra. Hay muchas historias cantadas sobre ello. Podía cazar corriendo un avestruz, y podía jugar con tres cuchillos. Shayhueque era muy alegre y travieso, festivo y sociable. Un hombre con quien los hombres reían en la fiesta y las mujeres deseaban acostarse. Pero era muy violento también. En la guerra al colorado era el más valiente. Lo ganaba la crueldad cuando estaba enfurecido y no pocas veces torturó a insignes enemigos. A algunos los quemó vivos; hizo destrozar a otros por perros hambrientos; o los mutiló y los arrojó desde altos precipicios. Sus amigos lo aman y sus enemigos le temen.

Inmensos picos que parecen reflejar el espacio azul y las nubes blancas, en el hielo, más antiguo que ellos, dominan una profunda quebrada, tan oculta que ni el mismo Pillan, que engendra los rayos, los truenos y desprende las avalanchas, lo distingue para saciar sus iras. En el centro de esa quebrada profunda nace el valle del Nahuel y las manzanas.

La tierra de Shayhueque está regada de cientos de toldos, de los cuales el mayor de todos pertenece a Shayhueque, y el segundo en importancia, a su cuñado. El campamento se halla sobre el valle, que corre de este a oste, custodiado por grandes montañas, al pie de la gran pared, o cordillera, que se trepa hacia el cielo detrás del bosque. Una profunda corriente de agua riega el valle, que en todas partes es diverso y boscoso; a los lejos, sobre la planta misma de los cerros, pueden verse los manzanales. Y detrás de ellos, las araucarias, y los piñones, al pie de las montañas nevadas, visibles desde la cresta arriba del río Limay.

En el valle de las manzanas, el pasto es abundante de manera que los siete rebaños de ovejas que posee cada una de las mujeres de Shayhueque pueden pastar a gusto. Detrás de los toldos hay nueve corrales para encerrar ganado vacuno, repletos de animales ganados en la guerra con el huinca. Cerca de allí, suelen encontrarse los de la tribu de Shayihueque con los picunches, que traen frutas diversas y deliciosas. Valle arriba y valle abajo están desparramados los caballos.

El toldo de Shayhueque tiene cuatro metros de altura, y puede alojar a cincuenta hombres. En su boca, arden tres fogones de enormes leños. Es completamente cerrado. Salvo en el ángulo, donde una hermosa piel cierra y abre la entrada de luz. Todo a lo largo del frente, se extiende un amplio camino hecho de maderas, protegido por ramas entrelazadas, regalo de todas las mujeres de la tribu a Shayhueque. Allí, todas las tardes, el enorme cacique sienta su pesado cuerpo a fumar.

Casimiro e Hinchel, están de visita en la tierra de Shayhueque. Esa misma noche, Foyel, hijo de Hinchel, enfrentará a Yeguajieshtko.

Cuando restan algunas horas de luz, llegan los caballos cargados con el precioso lama(1) , propicio para la celebración del gran acontecimiento. Foyel, hijo de Hinchel, compadre de Shayhueque y hombre respetado de las tierras de Minchiguin, se sumergirá en el Lago del Nahuel y enfrentará a Yeguajieshtko. Se acercan los años que según la profecía que Huénekeu había traído desde la nueva ciudad de los Maestros, vendrá un colorado a dar muerte al último de los monstruos de El mebin, trayendo paz por primera vez a los hombres. Los hombres fuertes de cada lugar, se resisten a creer en ello, como lo habían hecho sus abuelos y los padres de sus abuelos. Un enemigo podía darles muerte, no paz.

Diecisiete inviernos atrás, Hinchel, padre de Foyel, tuvo un sueño en el que un águila le decía que su hijo sería brillante como el sol e indestructible como el agua. Hinchel, al despertar y ver a Foyel, su hijo, dormir entre unos hermosos cueros finamente pintados y rodeado de almohadones y de los juguetes y regalos que le habían traído desde todas las tribus de la región, pensó en el sueño y decidió que su hijo acabaría con Yeguajieshtko.

Tan pronto como se descargaron los cueros con el lama, traído de Arauco, Shayhueque hizo circular la orden de entregar todas las armas. Con trabajo, se reunieron todas y se depositaron en un lugar seguro. Entonces se invitó a beber a los jefes, ceremoniosamente, y luego a todos los que fueron llegando, por que Shayhueque proveía el aguardiente con la mayor libertad. Tenía plena conciencia de su alta posición y de su poder. Su rostro era de tez más oscura que la de sus súbditos, rasgo que había heredado de su madre tehuleche, además de cierta astucia disimulada y de su risa frecuente, algo burlona. Tenía la cabeza fuerte y estaba dispuesto a despreciar a Hinchel por su embriaguez. Se consideraba superior a todos los caciques, aunque estos no estaban sujetos a él.

Foyel, diecisiete años después de que su padre soñara, sin que él lo supiera, una profecía, se halla esa tarde frente a su destino. Su padre, Hinchel, se embriaga entre todos los amigos y da largos discursos sobre las virtudes de su hijo, cuenta la historia del águila en el sueño y la intercala con nuevos sucesos que los imagina mientas narra. Está vestido con sus mejores telas, se ha pintado la cara con pintura negra, y dos dedos blancos, desafiantes, bajo los ojos. En el pelo, una delgada corona de oro, que según Hinchel tiene poderes mágicos, parece como parte de la cabeza. Su cuerpo enorme y fuerte, quiere mostrarles a todos alegría.

Momentos después comienza la ceremonia a El mebin para rogarle que sea propicio con Foyel, y que lo infunda de valor para enfrentar a Yeguajieshtko. Hinchel es un hombre respetado en la tribu y han venido desde regiones muy diversas a saber de la suerte de su hijo, y a demostrar el cariño que siempre le tuvieron al valiente y fuerte cacique los hombres de toda la región. Los regalos para Foyel y para su padre habían sido muchos y variados. Hacía mucho tiempo que no se veía algo semejante en la tierra de Shayhueque. Todos querían ir con Foyel al Nahuel, todos los chicos querían ser Foyel y todas las chicas estar con él. Foyel no sonríe ni habla mucho con nadie.

Los hombres forman el círculo y plantan sus lanzas en una sola fila regular; las mujeres ocupan luego el puesto de sus maridos, quienes vuelven a formar una segunda fila detrás de ellas. La danza comienza y los maridos y las mujeres, cambian sus lugares, de derecha a izquierda. Este baile, que lo propiciaba la diosa del amor, les enseñaba a los hombres y a las mujeres que el amor debe ser simple como ese solo movimiento.

Las mujeres cantan y se acompañan con un pandero, hecho de hermosa piel de gato montés, delicadamente pintada por los copistas de la tribu. Los hombres las rodean y dan vueltas a su alrededor. Van esmeradamente vestidos, todos tienen los cabellos untados y el rostro adornado con más trabajo que de costumbre. Sus trajes se componen de los más preciado y antiguo de la tradición. Unos se ponen mantas teñidas y bendecidas por los magos; otros que no tienen camisa, ostentan con orgullo, una soberbia capa o una pechera espléndida, hecha de hojas del bosque y anillos de plata entrelazados.

Bailan hasta que Shayhueque, que preside la fiesta, da la señal, se oyen gritos de alerta y comienza una cabalgata fantástica, que da vuelta tres veces alrededor del espacio donde se celebra la suerte de Foyel.

Según la tradición, el hombre que matase a Yeguajieshtko tendría derecho a reclamar a cualquiera de las mujeres de la tribu. Eran conocidos por todos los sentimientos de Foyel hacia Linquechem, hija de Shayhueque, la mujer más hermosa de la tierra. Pero Linquechem nunca se había fijado en Foyel. En verdad, nunca se la había visto con nadie, ni nadie había sabido de ningún amor suyo. Parecía desdeñar el lama, el placer, la lujuria.

Momentos después dos magos sacrifican a El mebin un potro y un buey, después de haberlos tenido en tierra con la cabeza hacia el levante. El cacique designa a un hombre para que abra el pecho de cada víctima y le arranque el corazón, que suspende en una lanza, aún palpitante. Los hombres y las mujeres de la fiesta se reúnen junto al brujo y al gran corazón, con los ojos clavados en la sangre, que cae por la lanza y dice del porvenir. Luego beben la sangre del animal, y cantan a Aiush, primer señor del Nahuel.

Cuando llegan al pie de Piedra Fuerte, una de las piedras más grandes del bosque, todos los hombres comienzan a correr alrededor, dando vueltas a ella. Luego, las mujeres, a cantar y a recitar los versos de la oración a El mebin ni Oilkencapang. Los hombres bailan con gravedad, las mujeres con alegría. Todos saben que El mebin canta con ellos, de la mima manera que saben que el bosque está junto al Nahuel.

Fachatü lukutuleyiñ, El mebin, chao
Frenemumanyiñ mai chao uimayaimi
Inchiñ taiñ lladkün; lakilpe
Taiñ puyal, nongepe.

Itro magunpe mai chao, tañi
Küme tripayal ketran, ka tañi niael
Fentren kullin Magumpe feipinge
Fucha wentru, lonko milla, ka
Eimifucha kuifi che

Itrokom küdau kellomuyin
Inka mauyin mai taiñ wedafen
Ngenoaeteu

Petu ad kintuleyin wenutami
Paeteu; epu rupa lukutuleyin
“Juntrankilpe pu ya” feipinge eimi,
mill kuchillu.

Rangin wenu meu mülleimi
Itroken deumaimi. Eimi neu
Itrokom witraleyin.


Estamos arrodillados, El mebin
te rogamos ahora que nos perdones
que nuestros hijos no mueran,
que sirvan.

Te rogamos que llueva, para
que produzcan las siembras, para
que tengamos animales. “Que llueva”,
diga usted, hombre grande,
cabeza de oro, y usted, mujer grande,
rogamos a las dos antiguas personas.
Ayúdennos en todas las cosas
defiéndanos de que no nos hagan
ningún mal.

Estamos mirando para arriba;
dos veces nos arrodillaremos,
“que no se enfermen los hijos”
diga usted, cuchillo de oro

En medio del cielo está usted
todas las cosas hizo usted
por usted estamos todos parados.(2)

Luego todos acarician el aire, porque saben que El mebin los acarica. La machi repartió a cada uno un puñado de arvejas grandes, llenas de Queneu-pulcu y depositaron, con suaves palabras, un grano en cada uno de los agujeros de la piedra, “los ojos de la piedra”. Luego, todos se llenan la boca de licor, para saciar la sed de El mebin ni Oilkencapang, que tal como los hombres, ama el fuego del licor por sobre todas las cosas. Mientras todos los hombres y las mujeres conversan y se rozan con El mebin, la machi permanece aislada, sobre una pequeña eminencia, libre de arbustos, de pie, sobre una roca lisa como un pedestal, tañendo el ralí y entonando un canto triste, de hermosa melodía, en el que ruega a El mebin, que le infunda claridad y amor para su corazón y para el momento en que deba aconsejar a Foyel.

Lleva una delicadísima tela amarilla, tejida por las cautivas de Arauco; su cuello moreno está adornado con los nueve llancatu, en su seno reluce el tupú pulido, como una luna de plata, y en la cintura lleva el ancho kepántue.

En la cabeza lleva su bello tacú loncó, que cae cubriendo dos largas trenzas hechas de hilos con cuentas de plata y que se enredan de los grandes chauaitos que penden de sus orejas y de parte del pelo. Mueve la cabeza para acompañar el ritmo del ralí, que es el ritmo del corazón de El mebin ni Oilkencapang, y hace sonar los dedales del tacú locó y los cascabeles de sus pequeñas Shumell.

Es costumbre en las Manzanas, cuando un orador toma la palabra, no mencionar el tema del cual todos están pendientes, sino que hacerlo de forma indirecta. Hablar de la valentía, hablar del coraje, y narrar historias en las que esos sentimientos se hallen presentes.

Toro, el hombre más fuerte de la tribu, tomó la palabra:

—El mebin nos ha hecho nacer en los campos y estos son nuestros; los colorados nacieron del otro lado del Agua grande y vinieron después a los campos que no eran suyos a robar los animales y a buscar la plata de las montañas. Eso dijeron nuestros padres, y dijeron que no debíamos olvidar que los ladrones son los colorados y también sus hijos. Pero el hombre es demasiado paciente y el colorado demasiado orgulloso. Nosotros somos esta tierra, y ellos son intrusos. El colorado ha visto las cartas de los Ranqueles y Mamuelches pidiendo gente e invitando a invadir, y sabe que nosotros no hemos aceptado. Pero ya es tiempo que cesen de burlarse, todas sus promesas son mentiras. Los huesos de nuestros amigos, de nuestros capitanes, asesinados por los huincas, blanquean en el camino de Choleachel y piden venganza; no los enterramos por que debemos siempre tenerlos sobre la tierra para no olvidar la crueldad de los colorados. Hace mucho tiempo que no mojo mi mano en sangre de ellos. Hace mucho tiempo que no he probado carne de huinca, y me han vuelto las ganas. No hemos hecho nada cuando derramaron la sangre en Salinas, porque esas tierras no se las dio Dios a Namuncurá, sino que él es intruso. Pero ahora nosotros tenemos que defender lo que él nos dio. No sólo de los colorados, sino también del poderoso Quilapán, quien peleó en Chile, murió en batalla, y ahora vuelve, en otro cuerpo, a quitarnos nuestras tierras. Los colorados han dicho que Quilapán, quien ha arrasado poblaciones enteras de blancos y ha matado y destruido la tierra, han dicho que Quilapán es amigo de los del País de las manzanas. Ni Puelches, ni Moluches, ni Picunches, ni Huiliches lo han visto. Es un desterrado de Arauco y su sangre va chorrear por su cara de vergüenza y su pequeño corazón va a reventar cuando confiese que nos ha traicionado y vendido a los colorados.(3)

A las palabras de Toro, todos los hombres y mujeres de la tribu dieron un fuerte grito y levantaron sus lanzas. La batalla con Quilapán estaba próxima, y Linquechem sabía que las noticias que le había entregado a su padre esa misma mañana, y que su padre había recibido con gravedad, estaban relacionadas con ello. La guerra con Quilapán había sido un golpe inesperado para todos. Si sus hombres no podían contenerlos, fácilmente se apoderaría del valle y ellos tendrían que morir defendiendo el bosque, o huir hacia el desierto, donde serían presa de los colorados.

Sacrificaron a El mebin ni Oilkencapang un colorado cautivo. Lo degollaron como a un cordero y todos bebieron un poco de su sangre. Lo había levantado Chacayal en un malón. Era el hijo de un gran señor que armaba ejércitos del otro lado del desierto para perseguir y matar a los hombres de las manzanas y a todos los que ocupan la tierra que en otro tiempo fuera de los gigantes patagones.

Tendieron el cadáver y lo adornaron sobre el cuero de un caballo; luego colocaron armas, espuelas, estribos de plata, y ataron el cuerpo al caballo muy fuerte, para que quedara bien sujeto a él. Al caballo le quiebran el pie izquierdo delantero.

Las mujeres se unen y dan gritos penetrantes, ofreciéndole el cuerpo del colorado a El mebin ni Oilkencapang, y rogándole por que sus hijos y sus maridos regresen sanos de la guerra y del desierto.

Los hombres, después de haberse pintado de negro las manos y la cara acompañan al cadáver hasta la próxima eminencia, en cuya sima hay un pequeño trono de piedra. Sientan en él al cuerpo del huinca y ruegan a las aves que lo coman y que lo lleven al cielo para que El mebin ni Oilkencapang también lo pueda comer. Matan también al caballo y matan carneros, pollos, corderos, cerdos y otros animales.

Luego de hechos lo sacrificios comienzan a transitar el camino hacia el Agua del Nahuel. Llevan vacas, yeguas y muchos animales vivos. Foyel va en el medio de todos, rodeado de las mujeres y abrazado a los amigos. Lo han vestido con una ropa que le resulta extraña. Lo han vestido como un rey. Los que siempre lo trataron más o menos mal, ahora parecían venerarlo.

Iba montado a un hermoso buey gigante, de los que aún había muy pocos, en toda la tierra de los patagones. Desde allí podía ver el valle entero. Largos cuerpos de guanacos salvajes corriendo por la llanura, avestruces rozados entre la hierba frondosa. También abundan los zorros, que se asoman desde atrás de las piedras con la cola roja, entre los matorrales, y lo observan pasar. Lo miran a los ojos y Foyel cree que hay en ellos cierta tristeza. Decenas de cóndores se muestran altivos y derraman su sombra sobre el suelo. Los ciervos, corren en la tarde que ya es noche, y braman violentos y felices. Foyel los mira, los siente, entiende lo que El mebin ni Oilkencapang le está diciendo a través de las formas del mundo. El bosque entero ha venido a despedirlo.

Sabe que si da muerte a Yeguajieshtko va a poder reclamar, con derecho, a Linquechem, y que le esperaría una vida de amor y prosperidad. Pero él no era bueno ni peleando entre los hombres. Había tenido maestros. Muchos maestros que traía su padre, para educarlo y para que se formase en su propia tradición y en las demás también. De manera que en las entradas a la tierra de los colorados, siempre procuraba abrir una partida de hombres que rescatasen los libros de alguna biblioteca o que levantasen a alguno que pareciese doctor. Así también había hecho Hinchel, en sus paseos por las tierras de otros hombres vecinos de Yeguajieshtko y del Agua del Nahuel. Entre todos estos maestros educaron al joven Foyel para que diese muerte a Yeguajieshtko y después fuese el hombre más grande del valle de las manzanas.

Hinchel venía con Shayhueque y con otros grandes hombres presidiendo la larga caravana. Muchísimo tiempo hacía que no se veían tanta cantidad de hombres y de mujeres en los caminos. Todos habían salido atraídos por su nombre.

Llegaron hasta el Agua del Nahuel. Hasta el lugar donde el puma, la noche y el agua son la misma cosa. Donde se levantan las montañas de plata bajo la luna blanca y redonda, y donde también duerme Yeguajieshtko.

Foyel llegó hasta la orilla del lago. Los magos le acercaron las piedras brillantes para que pudiese ver bajo el agua negra, y bañaron su espada en la sangre de un cordero recién sacrificado. Foyel levantó la espada y la piedra. Todo el pueblo estaba en la orilla. Vio a su padre, a Shayhueque, a Linquechem, a cientos de personas que no conocía, pero que habían venido hasta ahí para verlo a él. Se preguntó si volvería a verlos algún día, si el agua del Nahuel lo convertiría en un mártir o en un rey. El lago estaba oscuro, pero las piedras brillantes eran lo suficientemente luminosas como para mirar en la sombra. Además también la luna había salido a saludarlo. No quería perder el mundo.

Miró por última vez y se arrojó.

Nadó con la espada en la mano y la piedra brillante en dirección a la gruta de Yeguajieshtko. La reconoció fácilmente. Empuñó firmemente su espada y entró en la oscura caverna. Adentró lo encontró a Yeguajieshtko. Tenía cuarenta ojos y su rostro era una mancha negra en el agua. Cientos de tentáculos le salían de la cabeza. Lo miró de frente y sintió el espanto. Luego una luz lo encegueció y Yeguajieshtko lo atrapó y lo mordió con veinte bocas.

2004

Notas

(1)Aguardiente.

(2)Richie Rojas, Historia de la literatura argentina, Vol. I.

(3)Moreno. Viaje a la Patagonia septentorial.