Cangapol y el General

Ezequiel Vinacour

 

 

 

 

Cangapol y el General
(27 de diciembre de 1877)

El General ha resuelto ir en persona a intervenir en la sublevación de la tropa que guardaba la línea de la ciudad de San Juan y que se encuentra al mando del mayor Palemón González. Las compañías de línea eran tropa aguerrida y de una disciplina rigurosa. Tropa veterana. Muertos los comandantes González, Salinas y Rossi, por fuego de los rebeldes, éstos tomaron la calle.
El último cable decía que también el cabo Fernández había sido muerto de un balazo; como el capitán Molina y al Rector Álvarez.

De dos tiros de Remington los rebeldes cortaron el telégrafo; luego sometieron a la policía, tomaron la plaza, se posesionaron de la casa de gobierno. Los líderes no permitían que nadie bebiese vino, ni otor licor, hasta que llegasen a Chile. Eran sólo treinta y seis, pero tenían la ciudad en sus manos.

Pasada la agitación y el retiro de los sublevados, el General llegará para recomponer el orden. Por eso se ha embarcado hacia San Juan esa misma mañana, aún cuando la noche anterior se ha desvelado por problemas de trabajo y apenas pudo dormir.

A poco de salir ha comenzado a sentirse molesto por el cansancio. A las sombras que lo rodearon las ha visto traer consigo las mitologías y los simbolos del sueño. Poco a poco el colorido y vivaz paisaje mendocino ha comenzado a desaparecer y se ha abierto ante sí un espacio que no le es ajeno, el desierto. Las voces de los otros que viajan con él en la galera se alejan, como si hubiese quedado fuera del carruaje y las voces se fuesen en el lomo de los caballos.

Fotheringham(1), que está al lado suyo en la vigilia, aparece en su sueño. Viste de uniforme y sombrero de copa. Su barba parece más blanca que un momento atrás. El General sonríe, le gusta la presencia del otro. Fotheringham le muestra el prólogo de un libro futuro, un libro que aún le es imposible escribir, pero que en un tiempo ocupará el centro de sus preocupaciones. Ese libro estará dedicado para él, le dice. El general lo felicita y agradece el gesto. Fotheringham, antes de responder, se desintegra, y el General avanza hacia el desierto, que se abre claro y ancho ante sus ojos cansados. A lo lejos alcanza a ver la figura de un hombre. Se acerca hasta él.

Ese hombre es Cangapol. Poderoso cacique de los Patagones en tiempos del virreynato.

Cangapol le enseña su castillo; recorren los grandes salones, las habitaciones, los jardines, los montes, los lagos, las cuevas de los peces en el fondo de los lagos, las camas de las aves en la copa de los árboles y en muchas habitaciones Cangapol le muestra huesos, calaveras, dientes de ilustres enemigos a quienes se ufana de haber dado muerte. Por conveniencia está de paz con los colorados, de manera que sus cazadores pueden correr libremente por lo campos de la Pampa y levantar el alimento sin tener que lidiar con las partidas. Pero esa paz ya no le gusta, no le satisface.

Cangapol le enseña, en una de las muchas habitaciones que visitan, su fabulosa colección de armas. El general las mira con cierto recelo en un principio, pero no tarda en dejarse admirar por las enormes lanzas decoradas con hermosos arreglos de plumas de avestruz y de ñandú. Cangapol le dice que fueron armas de los hombres del Pehuen, los custodios de los árboles. Algunos de sus caciques, le dice, fueron Colopichun, Amolepi, Nanquel, Nicolafquen, Guenulep, Cusu-huanque, Col-nancon, Ayelep y el joven y hermoso Antucule.

Entre todos, agarra un cráneo que hay sobre una pequeña mesa de media altura. Alargándoselo, le dice.

—Este es el cráneo del primer colorado que pisó nuestra tierra. A veces pienso qué fácil hubiera sido matarlo a tiempo. Ahora nuestros hombres venden a sus mujeres por el licor y abandonan a sus familias por la peste. Dejan en el camino a los enfermos, a sus parientes y amigos abandonados, sin nadie que los cuide y les hable en el dolor. Y así están los Huiliches, los Chonos, los Poy-yus, los Keyes, los Tehuelches, los Pampas, los Araucanos, los Micunches, los Picunches, los Pehuenches, y todos los que viven o cazan en los campos que hay entre el río colorado y el sur de la ciudad grande.

Caminan unos pasos más y Cangapol le enseña la entrada a un hermoso balcón, desde el que se pueden apreciar sobre el desierto los bellísimos jardines flotantes del País de las manzanas. Enormes parras y enrredaderas repletas de uvas, frutillas, guindas, moras y muchas frutas que el General desconoce.

—Ustedes también mataron a muchos en las estancias. Sus arreadas no son juegos de niñas. Además, ustedes derramaron la primer sangre cuando Garay fue comido en la costa del Buen Aire. Después, en esta tierra, dieron muerte también al padre Mascardi y a los demás franciscanos que vinieron con la fe y con las manzanas. Su padre en persona, Cacapol, si no me equivoco, fue el primer hombre fuerte de las manzanas. Nosotros, los colorados, se las dimos. Nosotros les dimos muchas cosas buenas además de la sangre y del dolor. Les dimos las vacas, les dimos el caballo.

El sol aún flotaba sobre la línea del horizonte.

—La vaca y el caballo son formas de Dios, no de los colorados. Ustedes las trajeron pero eso es circunstancial. Lo único cierto es el cielo y las montañas, el grito del pájaro que cruza el lago y del Nahuel que anda por el valle.

El General, negando con la cabeza, le respondió.

—Lo único cierto entre usted y yo es la sangre. Usted está hecho de la misma sustancia que su padre Cacapol, ese bravo guerrero que invadió los pueblos, mató a hombres pacíficos, violó a sus mujeres, tomó cautivos y arreó miles de cabezas de ganado. Usted es mi enemigo.

Cangapol permaneció con la mirada fija en el General antes de responder. Finalmente dijo.

—Es usted muy terco, General. Sólo ve lo que quiere ver y oye lo que quiere oír. Cacapol estaba desgarrado por la forma en que los españoles habían tratado los cadáveres. Sus mujeres, sus amigos, sus hijos, violados y hasta mutilados, con la cara sobre el polvo, siendo nada más que comida para los pájaros negros.

—Lo lamento por lo que pudieron haber hecho los españoles. Nosotros somos argentinos.

Le dijo el General con firmeza.

—Ya lo sé, por eso es que deseo hablar con usted.

Le respondió Cangapol y lo invitó a seguir recorriendo su palacio. Antes de salir, el General miró una vez más los jardines flotantes sobre el desierto y el sol rojo hundirse en el horizonte. Cangapol caminó por las habitaciones, abrió puertas, cruzó salones, toldos, jardines, el General caminó detrás suyo, hasta que llegaron al bosque y el cacique penetró entre la espesura verde y negra. El General, no sin algo de temor, lo siguió, hasta que llegaron a una espesa cueva, donde el enorme cacique lo invitó a pasar y a sentarse en una piedra redonda. Algún río corría cerca del sitio, y el sonido del agua era ameno.

Cangapol dijo.

—Ya han sido demasiados los años de la guerra y la guerra ha sido demasiado cruel en los años. Es hora de dormir, General. Es hora de que ustedes y nosotros encontremos la paz. Mi pueblo y yo hemos decicido retirarnos como guerreros. Usted mismo nos va a dar la liberación. Usted nos va a llevar hacia el Nahuel, que es el lugar donde la guerra se termina, donde los colorados no pueden entrar. Hemos hecho un conjuro. Nuestros magos están cantando debajo de las piedras y toda la tierra sabe que su canción de muerte va a viajar a través del aire hasta la gran ciudad para terminar con Adolfo Alsina.

Hizo un silencio y continuó.

—Nuestra agonía es nuestra decadencia, General. Termine con esa zanja absurda, arme tropa ligera, utilice nuestras mismas tácticas de guerra. Nosotros lo vamos a estar esperando. En nuestras propias tolderías, nos va a dar muerte sin resistencia. Todo el poder estará en usted y se lo habré dado yo, Cangapol, hijo de Cacapol, señor de la tierra de los antiguos gigantes Patagones, asesino de don Adolfo Alsina.


Cuando se despertó ya era de noche. Se asombró de haber dormido tanto. Sus compañeros, casi todos dormían, menos Fotheringham quien tenía la barba más gris que en el sueño. La galera había abandonado ya el paisaje mendocino y comenzaba a internarse en el bello San Juan. Estaban prontos a llegar.
Fotheringham, a su lado, le preguntó.

—¿Cómo lo trataron esos sueños, General?

—No mejor que de costumbre.

—Ya estaremos por llegar.

—Así parece.

—Dígame, Fotheringham, ¿es usted afecto al arte de la escritura?

—No señor. Además mi caligrafía es pésima. Pero como dice mi estimado Luis María Campos, la única caligrafía que a mí me interesa es la de la espada.

—Bueno, pues le recomiendo que practique, por que tal vez algún día usted escriba un libro de alguna campaña futura y ese libro esté dedicado a mí.

Fotheringham lo miró incrédulo, el General no era de hacer ese tipo de bromas.

Por la mañana llegaron a San Juan. Se instruyó un sumario.
No hubo cargo serio contra ninguno de los Oficiales. Se hizo trasladar un batallón de Mendoza para garantizar el orden. Los treinta y seis sublevados que habían tenido en vilo a la ciudad ya estaban en rumbo hacia Chile. La tranquilidad pronto volvió a las calles.

Dos días después, treinta de diciembre, vino la noticia de la muerte del Ministro de Guerra Dr. Adolfo Alsina y la urgente llamada de Buenos Aires para el General. Marcharon otra vez en servicio de posta con destino a la capital. Era una hermosa mañana, bien de madrugada; la neblina se resistía a soltarse del pasto. El campo entero estaba rosa y verde.

 

 

(1)Nota completa sobre Fotheringham

 

Ezequiel Vinacour
2004

 

 
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Ezequiel Vinacour

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