Carne de perros

Ezequiel Vinacour

 

 

El Coronel recorría la línea de sus hombres de un extremo al otro e impartía órdenes precisas. En su puesto lo vio al Cabo Reyes, herido en una de las piernas, haciendo fuego hincado.

El Coronel lo conocía bastante bien y sentía un gran cariño por Reyes. Éste era un correntino que llegó a Buenos Aires con la primer invasión de Urquiza. Tendría unos cuarenta años; era fornido y se columpiaba de una forma especial al caminar porque tenía una pierna más larga que la otra. Lo habían apodado el marino Reyes, pues por su pierna corta debía avanzar bamboleándose. También, a veces, le decían pisa pozos; pero esas bromas no duraron mucho.

—Retírese, cabo. Le dijo el Coronel, agazapándose junto a Reyes y cubriéndose la cabeza por el estruendo de una detonación que sonó cerca suyo.

—No, mi Coronel. Todavía estoy bueno. Le contestó el cabo y volvió a cargar y a descargar su fusil.

Media hora más tarde, el Coronel volvió al lugar donde se encontraba Reyes y lo halló en peores condiciones que las que lo había dejado. Otra bala había impactado en la pierna que le quedaba sana y el cabo ya no hacía fuego hincado, sino que estaba echado de barriga contra el suelo.

—Cabo, ¡Retírese inmediatamente de la línea de fuego! Le ordenó el coronel en cuanto lo vio.

—No hasta que usted se retire, mi Coronel. Le respondió con decisión Reyes y luego agregó; Paraguayos, ¡Ahora vamos a ver quién es más hombre!

Embravecido por el olor de la sangre y de la pólvora, cargaba su fusil tan rápido como un avestruz corre a través del desierto. El Coronel se puso de pie y se alejó por la línea de trinchera. Unos pasos más adelante, ordenó a dos heridos leves que sacaran a Reyes de la batalla.

El asalto comenzaba a prolongarse más de lo que al Coronel le hubiese gustado. Temía por la vida de los hombres que aún quedaban con vida; caminaba de un lado a otro de la línea de defensa, redoblando el furor en sus acciones, hasta que un casco de metralla le atravesó el hombro y tuvo que retirarse a su tienda para ser atendido por su médico personal.

Momentos más tarde, el batallón se retiraba envuelto de sangre. En el desorden del repliegue muchos heridos eran olvidados por sus compañeros; quienes no se percataban de su posición, o no contaban con fuerzas para ayudarlos.

Entre los que habían quedado con vida se encontraba Reyes, a quien sus compañeros no habían escuchado, ni visto, en el momento de abandonar la línea de fuego.

Al verlos retirarse con la bandera, Reyes se arrastró como pudo y se escondió entre unas pajas. Le ardían las piernas.

Unas horas más tarde, los paraguayos salieron de sus escondites y comenzaron a desnudar a los muertos. Reyes pensó que eran como una jauría de perros hambrientos, husmeando entre la carne y las sobras que se hundían lentamente en la tierra seca y dura del flanco norte de Curupaití.

Apenas sabía rezar y muy pocas veces lo hacía; sin embargo, se agarró fuerte de una crucecita que una querida suya le había regalado antes de partir al Paraguay; le pidió a Dios que le concediera no ser carne de esos perros.

Cuando vio que se acercaban a él se hizo el muerto. Uno de los paraguayos se puso tan cerca suyo que creyó que lo podía oler. Le tocó el cuerpo y le sacó las balas de su fusil. Después le sacó los zapatos y se alejó corriendo hacia donde estaban sus compañeros.

Al caer la noche, los paraguayos se fueron. Reyes, poniéndose de pie, caminó agarrado de su fusil. En un punto del paisaje casi vacío, encontró un refugio donde se echó a dormir.

A la mañana siguiente comenzó a llover muy fuerte y a hacer mucho frío. Tenía nada más que el fusil. Encontró otro refugio y durmió hasta que bajó el sol. Pudo cazar un gato, comió su carne e hizo unas botas con la piel. Luego comenzó a caminar de espaldas al campo de batalla, alejándose de los cuerpos tirados en la hierba.

Tenía esperanzas de encontrar el camino que lo llevara hacia la línea de los brasileros. Pero se rompió el cuero de sus botas y, a la noche, quedó descalzo. En la tarde del próximo día, cuando miró para atrás, vio que había recorrido una gran distancia y, por primera vez, se sintió lejos de Curupaití.

A partir de esa noche comenzó a oír los quejidos de los perros. Andaban cerca. Todas las noches podía escucharlos, cada vez más claramente; a veces, incluso, podía ver brillantes sus ojos en la sombra.

Una noche, por fin, se acercaron. Aparecieron entre muchos y lo rodearon. Famélico, se puso de pie y sacó su cuchillo. Los animales se le vinieron encima. Estaban hambrientos. Pensó que Dios se había manifestado de una forma inesperada. Pensó que ante él, lo mismo daba caer por el fuego de las balas argentinas, que ser carne de los perros de López, o carne de las fieras del desierto. Comprendió que ya no valía la pena resistirse y soltó su arma. Las muelas de los perros se clavaron en su carne.

 


©Ezequiel Vinacour

 

 
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Ezequiel Vinacour

Publicaciones en el interpretador:

Número 1: abril 2004 - Entre fósiles y fusiles Las representaciones del otro en la intelectualidad roquista (ensayo en colaboración con Mauro Spagnuolo)

Número 1: abril 2004 - La noche de Foyel (narrativa)

Número 2: mayo 2004 - Una historia (narrativa)

Número 3: junio 2004 - Rosismo y discurso religioso (ensayo)

Número 3: junio 2004 - El Ilusionista (narrativa)

Número 4: julio 2004 - El hambre (narrativa)

Número 5: agosto 2004 - Sobre dos ideas en"Respiración artificial" (ensayo)

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