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Ya s�lo le quedaba encargar un pedido especial de crisantemos. No le alcanzar�an los que hab�a en el peque�o frigor�fico del local. Por la ma�ana, hab�an contratado un servicio completo; Marla los hab�a atendido. �l estaba p�lido; fue la chica quien habl�. Una amiga, dijo que era. Hab�a elegido callada la madera: material cl�sico y, a la vez, pensaba Marla, m�s c�lido que el bronce. Dejaron la urna encargada, junto con los arreglos florales. Alguien se har�a cargo del traslado a las siete de la tarde. Se fueron los dos con los ojos depositados en la limpieza c�ustica de las baldosas del local.
����������� Era una combinaci�n selv�tica de flores disonantes. No quisieron coronas, sino floreros rebosantes de variadas especies florales. Marla les hab�a aclarado que el valor de los jarrones implicar�a un incremento en el precio final del servicio, pero no desistieron. La circularidad exc�ntrica de las coronas les resultaba inc�moda. Los arreglos, en cambio, no eran sino flores bien dispuestas, y hubieran podido encontrarse tambi�n en un casamiento. �
����������� Hab�a que armar los ramos aunque la insistencia de las fragancias en mezclarse indisolublemente pudiera generarle ansias de brujer�a o anhelos de alquimia. Los tulipanes atados junto a las pr�mulas no har�an m�s que el rid�culo, pensaba Marla, sobretodo porque iban a estar sostenidos por un florero veteado en tonos azules. Se trataba de conjugaciones nuevas. Marla no llegaba a imaginar esos aromas dulces unificados en clave acre.
����������� A las tres de la tarde ya hab�an llegado todas las flores, ordenadas en ramos, por especie y color. Fueron sin demora a esperar su cirug�a en la c�mara refrigerada, donde la baja temperatura permit�a que sus carnosidades y tonos se mantuvieran estables a lo largo de las horas. Estaban apretadas, sin embargo. Envueltos en papel barrilete, los ramos dif�cilmente se distingu�an uno del otro. Los crisantemos, que hab�an sido los �ltimos en llegar, hab�an sido dispuestos sobre los gladiolos, de manera tal que las campanitas luminosas se perd�an entre la mata de p�talos salvajes que caracterizaba a los crisantemos. La simplicidad de los claveles rojos parec�a no poder competir con la pretensi�n de los tulipanes, que, desde un estante elevado, daban la medida para las aspiraciones ut�picas del resto de las especies presentes.
����������� Una hora m�s tarde, atravesando los cerramientos herm�ticos de la cabina refrigerada, empezaron a acercarse r�fagas de emanaciones odor�ficas a la entrada del local. Refulg�an como nubes atormentadas, y descargaban sus aromas heterog�neos como rayos de luz blanca. Nadie hab�a abierto o entreabierto las compuertas del frigor�fico, pero las estelas de aire caldeado se segu�an aproximando. Marla estaba acodada en el mostrador, mirando hacia la puerta de entrada, cuando le lleg�, desde atr�s e imprevista, la primera estampida de olor. Las especies, lo pudo dilucidar con rapidez, hab�an estado copulando; se hab�an refregado unas contra otras, mezclando sus part�culas arom�ticas. La niebla de hedores bajaba desde la superficie plana del techo y se acomodaba en el pelo enrulado de Marla, que conformaba su h�bitat m�s acabado. Marla comenz� a inhalar esa bruma floreada, primero por la nariz y, luego, tambi�n por la boca: un beso a un ata�d rodeado de coronas.
����������� Hab�a que empezar a armar los tocados, eso era todo, y sacarlos del local antes de que bajara el sol. El local comenzaba ya a inspirar f�retros gracias a la atm�sfera empolvada del polen complejo. Los transe�ntes miraban hacia adentro del local y apartaban la vista: el local hab�a mutado, para los pasantes y a causa de las emanaciones, en pompa f�nebre. Ellos, sin embargo, vend�an s�lo contenedores con repulgues elegantes y arreglos florales de todo tipo. �
Arreglos festivos, aptos para cualquier ceremonia: un pedido inusual. Variedad de especies, de tama�os, de colores. Marla tendr�a que ocuparse de conjugar las pociones de cada jarr�n. El fantasma emanante, por su parte, propon�a su propia mezcla escandalosa. Especies de jard�n junto a rosas colombianas de tallo largo; estrellas federales con petunias rosadas. Un barbijo para protegerse del beso al f�retro nuevo. Un chiste t�mido afuera del local, con los menos allegados. Empezar a armar la mara�a.
En la oscuridad las plantas emanan di�xido de carbono. �Pasar�a lo mismo con las flores? Ante la duda, Marla sac� del frigor�fico una primera camada de capullos y flores, al azar, para empezar. Resultaron ser peonias y pensamientos; las primeras, llenas de un polen espumoso que les ocupaba todo el centro; los otros, con su bicromatismo en violeta y negro. Algunas hojas tambi�n, para matizar y ordenar las especies. La denominaci�n sustantiva del pensamiento le propuso un montaje organizado por exacta sumatoria: pensamientos cubriendo la boca del jarr�n y peonias agregando volumen por arriba; las hojas verdes, en tanto, neutralizaban los colores y lograban un efecto de naturaleza integral.
La l�gica se fue repitiendo en cada jarr�n. Dos especies, elegidas sin premeditaci�n, y dispuestas una sobre otra con la intercalaci�n del elemento verde. En tres horas, la c�mara refrigerada hab�a logrado lucir un orden dicot�mico en cada uno de los floreros, que Marla fue guareciendo en el frigor�fico a medida que quedaban armados. La soluci�n visual estaba lista para ser entregada, pero las aristas arom�ticas del encargo segu�an todav�a desordenadas. La mezcla de exudaciones no respond�a a la m�trica que Marla hab�a impuesto a las especies: la org�a inicial que �stas hab�an tenido en el frigor�fico perduraba en la disposici�n dual de los arreglos, que ol�an uno igual que el otro y que, rejuntados en la c�mara frigor�fica, reviv�an su uni�n. Un beso largo a todos los f�retros decorados.
El flete se present� casi a las siete de la tarde. Marla lo vio estacionar en tres maniobras meticulosas: era un veh�culo con suficiente espacio trasero como para montar floreros sin n�mero. Los jarrones pasaron de mano en mano a lo largo de una cadena humana encabezada por Marla e integrada, adem�s, por otros dos empleados del local. La cer�mica azul veteada imprimi� su fr�o en cada par de palmas y las cabezas tuvieron que inclinarse hacia atr�s para no chocar con los ramilletes que se desprend�an de cada florero. Un gladiolo acarici� la mejilla de Marla con su carne coloreada de rosa, pero el arreglo cambi� r�pido de manos y la relaci�n culmin� con ese peque�o tacto. Cercanas a las narices, las especies empujaban hacia adentro su mezcolanza; los cruces seguir�an en el interior del flete, a lo largo del recorrido. Tal vez algunas de las flores llegaran a matizarse, pens� Marla. Sin embargo, las flores s�lo se matizaban de planta a planta, de bulbo a bulbo, antes de ser arrancadas. La urna se la entregaron al conductor; viaj� en el asiento del acompa�ante.
Cuando le avisaron por tel�fono que el pedido hab�a llegado a destino sin demoras, Marla junt� en bolsas los envoltorios de papel arrugado con los tallos sobrantes. Los pisos no presentaban ning�n resto de las especies; s�lo el aire pegoteado a la ropa y a los cabellos manten�a la conjunci�n floral. La c�mara refrigerada hab�a quedado entornada y Marla entr� para verificar posibles restos. En efecto, una pr�mula y un crisantemo hab�an ca�do al suelo. Marla los junt� con cuidado y los envolvi� en papel barrilete. Individuos desagregados de sus especies. Peque�os besos indistinguibles al f�retro del d�a. ���������������������
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Yamila B�gn�
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