el interpretador narrativa
 

Yamila Bêgné

 

Ceguera – Óxido – Temblor – Desenlace

 

Eran cuatro los decididos a encaminarse hasta la escalinata principal. Tenían planeado llegar y mirar hacia arriba, luchando cada esfuerzo de escalón con cada rayo de córnea. Al final de la escalera, pensaban, habría una mesa dispuesta para cuatro comensales, ubicada justo en el centro de una plataforma circular delimitada por tres biombos que establecerían zig – zags abiertos y blancos.

Arriba, creían, esperaba una escena teatral en la que podrían deslindarse, diferenciarse, autodefinirse a través de una palabra. Cada uno habría de representar en ese escenario definido la entonación y la definición de su término.

La mesa ovalada de la plataforma redonda sería el tablero quieto y hastiado para los juegos de manos, para las querellas de voces, para los choques de cuatro sustantivos opuestos varias veces entre sí.

 

Herdosio subió dos escalones. Paró porque sintió un dolor cáustico, como de risa de payaso esquizofrénico, en la porción inferior izquierda de la cabeza. Se pasó la palma de la mano tres veces, pero no quiso encontrar el agujero de la herida que ya mascaba vida en la región de lo que era casi su nuca.

Estuvo quieto ocho segundos y luego reemprendió la marcha, sin saltearse escalones para que el dolor no le bombeara en las sienes ni le hinchara los dedos.

Astodimo detuvo su atención en esos ocho instantes de quietud; los primeros cuatro los gastó en curiosear la mueca que Herdosio realizaba en su cabeza; los tres siguientes, en descubrir un lunar rojo y líquido sobre el mármol de la escalera, a los pies de Herdosio; en el último dio vuelta la cara y miró hacia arriba.

Estaba intranquilo y quería tener tiempo para desarrollar la palabra que él sería al final de la escalera, para así hacerla carnívora en su cuerpo. El tiempo que le quedaba hasta sentarse a la mesa lo aprovecharía mentalmente para prever acotaciones, insinuaciones y acciones.

Estumiana percibió rápidamente que en la cabeza de Herdosio, casi en su nuca, había un hueco lastimado. Habiendo estado a sus espaldas los primeros dos escalones de subida, se había enterado de que la mano de Herdosio había preferido no caer justo en el punto profundo y rojo.

Hubiera querido ella, tal vez, deshojarle el pelo para curarlo, o entablar una comunicación veloz con el agujero herido o acercarle el oído para escuchar sus razones, sus orígenes. Pero mientras Herdosio estaba pausado en el segundo escalón, Estumiana decidió no hacer nada por él y concentrarse en la obsesión tenebrosa que le causaban las escalinatas.

Mirando oblicuamente desde el primer escalón, vio una catarata de piedra blanca con rebotes de gris, una fiebre de agua dura que se le venía encima, que no la dejaba llegar hasta arriba porque se le derretía en los pies.

Estuvo quieta también durante diez segundos.

Lasticia tenía la boca seca. No vaciló en pensar en líquidos cuando reparó en el fluido escondido de Herdosio; un líquido que le llenara la garganta, otro que le refrescara la nuca, otro que le salpicara la cara y uno último y alcohólico que le desinfectara sus propios buracos en las rodillas rojas.

No paró el movimiento por miedo a no reiniciarlo nunca más.
Desde el sexto escalón miró la vista oxidante de Astodimo conviviendo con una mueca de dolor ciego y otra de terror.

Fue Lasticia la que emitió el ultimátum. Fue casi con las rodillas que dijo que siguieran los que iban a seguir y que se quedaran los que se iban a quedar.

Tranquilamente recorrió las caras para buscar efectos, respuestas, reacciones. Estumiana pareció dudar, pareció temblar y llorar a causa de la dureza astringente de los escalones. Sin embargo, miró sus pies y de ellos no desprendió las pestañas hasta llegar al primer descanso.

Los peldaños que habían dejado atrás estaban marcados. Mirando desde la quietud del descanso vieron el caminito floreado de aureolas sanguíneas que terminaba en la cabeza de Herdosio, como si en ella hubiera una casa pequeña en la que se pudiera llamar a la puerta.

Herdosio, mirando hacia arriba, prefirió no ver su propia huella líquida, no verse condensado en cada gota de cada escalón.
Estumiana evitaba mirar hacia el final de la escalera. Cruzó miradas con Astodimo, que le respondió con un ademán que, acoplado a su hoyuelo derecho, insinuaba sexo. Estumiana volvió a mirar sus pies luego de animar un gesto que se postergó hasta el momento de la mesa, hasta el momento de arriba.

No había segundo descanso. Lo descubrieron cuando no apareció al momento correspondiente. Todos pensaron, entonces, que estaban llegando al final.

 

Herdosio hubiera sido el primero en pisar la plataforma redonda si Estumiana no le hubiera escarbado el hueco de sangre con el dedo índice, justo en el instante en que él iba a apoyar el mocasín marrón en el último escalón.

La mano de Herdosio acarició por primera vez su herida, reconociéndola, acomodándola; los cinco dedos también ayudaron a conciliar el dolor de excavación que, de todas maneras, obligó a Herdosio a remontar a la inversa su propio camino de gotas rojas, a retroceder sobre su rastro para estirarlo y enchastrarlo de arriba hacia abajo con la camisa azul que llevaba puesta.

Mientras Estumiana miraba la caída que había causado, Astodimo le miraba la flexión del codo con los labios.

Sólo el primer contacto no fue compartido: luego de haber dado el primer lenguetazo al brazo de Estumiana todavía desapercibida, Astodino recibió otros tantos, dados en el anteúltimo escalón, con la premura de un desenlace ajeno.

Lasticia reconocía dos rodillas con agujeros que sangraban y dos personas que ya habían quedado detrás suyo, enredadas en el anteúltimo escalón.

Desde la plataforma redonda que había alcanzado, volvió a mirar toda la escalinata con marcas de ellos mismos. Bien abajo distinguió una porción de azul rodeada de rojo.

Habiendo primero separado a los que se lamían en el escalón anterior, su rodilla derecha imprimió puntitos gomosos en la frente de Estumiana. El derrumbe entre los filos de los peldaños fue instantáneo; se detuvo solamente al alcanzar el descanso.

Su rodilla izquierda apretó la garganta de Astodimo hasta dejarla seca. En minutos reinó la inmovilidad y la sonrisa de óxido destiló agua en el anteúltimo escalón.

 

La mesa bajo la que se acurrucó Lasticia estaba tendida.

 

 

 
el interpretador acerca del autor
 
         

 

Yamila Bêgné

Nació el 21 de febrero de 1983 en Buenos Aires. Es estudiante de la carrera de Letras en la UBA.

Publicaciones en el interpretador:

Número 1: abril 2004 - 484 cm3 (narrativa)

 

Además, ha publicado un cuento titulado La ocho con cuchillo en la revista La máquina excavadora:

http://www.lamaquinaexcavadora.com/la%20ocho%20con%20cuchillo.htm