Amianto se levantó para arremeter un intento de aleluya en el espejo de la derecha del cuarto de baño. Hacía media hora que había hecho explotar un punto en el botón automático de alguna muchacha hasta entonces insensible. De todas maneras, él sólo había buscado el rasgo facial e inmóvil exacto, pero el tercer pliegue del párpado izquierdo de la chica de esa noche se había prolongado demasiado.
El plan consistía en encontrar un gesto en alguna cara; uno que fuera capaz de sistematizar su propio encanto. Debía ser, claro, femenino, para que Amianto y el resto del grupo de buscadores pudieran atravesar el camino de tierra que llevaba al casco de la estancia en Villa Camargo, donde el gesto sería asociado a un lunar que le correspondía desde casi siempre.
La fase A del plan hamacaba pedacitos de pieles apersonalizadas. Aunque evitaba el microscopio, tendía a clasificar y agrupar gestos de acuerdo con criterios como el nivel de movimiento gestual, la duración, el sentimiento que parece expresar, el sentimiento que expresa, el estereotipo al que puede ser asociado.
Amianto, Leonio y Escodini tenían que recolectar, como mínimo, tres cada uno.
La fase B consistía en una especie de susurro: una vez recolectados los gestos, nueve en total, los miembros de la Logia Gestual de Falsetes se dirigirían a la estancia “La mueca” en Villa Camargo, kilómetro trescientos cinco de la ruta provincial número doscientos cuatro. Allí esperaba un vademécum de lunares heredado de los antepasados de Amianto que, habiendo llegado a la región alrededor de 1900, habían incrustado aquel libro gordo en el centro de la biblioteca, rodeado siempre de adornos rústicos como vasijas de barro y flores secas.
El sobredimensionado apunte de lunares tenía en el frente una frase en dorado que intentaba evidenciar, sin dejar espacios dudosos, el contenido del libro. Decía: “Puntos de tinta sobre piel: cúmulos que las personas tienen”. Así pretendía dejar claro que lo que contenía era un sin número, no tan amplio, no tan reducido, de dibujos y esquemas que representaban posiciones de lunares en distintos cuerpos. Algunos croquis tenían, además, unas palabras alusivas que, se notaba, habían sido escritas por una misma intencionalidad y a través de un mismo cuerpo.
La fase B, entonces, debía lograr que esos nueve gestos encontraran un lunar que les correspondiera desde siempre. Las uniones o correspondencias podían realizarse con ayuda de los epígrafes, de los colores, de los tamaños. Los tres miembros de la logia debían, en fin, fijar sus propios criterios y anotarlos para no olvidarlos nunca, para poder dar cuenta de ellos más tarde, cuando se reunieran en Tokio con la facción oriental de la organización.
Todo, realmente, lo hacían en pos de esa reunión, que, a cambio de unas razonablemente buenas correspondencias, les prometía un nuevo libro con una nueva misión y un nuevo proyecto que los hijos y nietos de Amianto, Leonio y Escodini podrían desarrollar.
Cada uno de los integrantes de la Logia del Falsete Fijo tenía que ocuparse seriamente de tres gestualidades; comprobar, incluso empíricamente, su buen y efectivo funcionamiento, su capacidad rápida de reacción ante gestos ajenos y eventualmente antagónicos.
Amianto ya tenía dos gestos, de los cuales estaba lo suficientemente seguro; los había pensado mucho a través de todos los dibujos que de ellos hacía por las noches. Les había encontrado una esencia, una claridad como de concepto firme, como de aforismo certero. Eran dos gestos propios de lunares centenarios, propios de cualquier epígrafe, propios de cualquier color.
Con los dos que tenía, Amianto había logrado falsear todas los posibles ejercicios de espontaneización: habían atravesado victoriosos barreras como la del susto, el dolor o la risa. Eran, a su mirada, permanentes, y, como tales, podrían ser asociados felizmente a esos lunares antiguos. Con esas uniones, saldrían victoriosos en el congreso que los esperaba en Tokio, donde se halagaba y se reconocía la permanencia e inmortalidad de las asociaciones que los miembros de la Logia presentaban cada veinte años.
El padre de Amianto había sido vencedor en la edición de 1964 y 1984. Amianto enfrentaba, con cuarenta años y por primera vez, la de 2004. Le faltaba, sin embargo, un gesto. Leonio y Escodini ya tenían los tres. Era ya la segunda vez que participaban de esas reuniones. En la de 1984 habían compartido el proyecto con el padre de Amianto ya que el hijo, de veinte años, se había negado a sistematizar las caritas de sus abundantes muchachas sólo por buscar unos gestos ganadores en certeza. Se había negado. Se arrepintió de su decisión en 1990, cuando la contemplación del vademécum de lunares que su padre le había ocultado lo persuadió de que existía un sistema que estructuraba y clasificaba los gestos de las personas, aunque éstas no lo registraran nunca. Empezó, en 1990, a creer que a cada gesto correspondía, no sólo un lunar del libro de su padre, sino también una emoción, un sentimiento tan nombrable como cualquier adorno rústico de la estancia “La mueca”, fundada por su abuelo en 1901.
Desde el momento en que creyó en la Teoría de los Gestos y los Sentimientos que Se Corresponden, empezó a relacionarse con la gente llevándola como estandarte. Siempre, cuando presenciaba algún movimiento facial, se decía mentalmente el sentimiento correspondiente. Así se iba entrenando. Así se entrenó hasta 1999, cuando su padre lo informó acerca de la edición 2004.
Sus objetivos se hicieron, entonces, más firmes, más cercanos, más certeros. Su entrenamiento, que él tomaba como práctica secundaria para algo mayor, se convirtió en eso más grande que era la real Teoría de los Gestos y los Sentimientos que Se Corresponden, con lugar y fecha, con fines y criterios a cumplir.
Faltaban sólo tres meses para el viaje a Tokio cuando Amianto empezó a sentir la presión del gesto faltante. Sin embargo, en lugar de ser fagositado por sus propios nervios y de verse así imposibilitado, comenzó a percibir que aquella arquitectura facial que le faltaba lo estaba llamando desde alguna cara de alguna chica entre rubia y castaña, habitante innata de la ciudad, seguramente amante de las frutas secas y de los alimentos ocres.
Mirando el espejito del baño, esa mañana se dijo que la muchacha que recién se había acabado en su cama, casi sola, simplemente no era la portadora de la fijeza estructural que el tercer lunar requería. Reflexionó también que lo que le fallaba en la cara a aquella chica era la arruguita del párpado izquierdo.
Hacer que la joven incorrecta saliera de su departamento era algo que no le preocupaba. Saldría sola, al ser desatendida, al sentir hambre de desayuno, al sentir ganas de llorar en la calle.
Así fue. Una hora y media más tarde Amianto ya se estaba preparando para salir en busca del gesto que se le venía ausentando y escabullendo desde hacía ya tres años. La preparación consistía en tomar con fuerza un cuaderno de tapas blandas con un título–marca que rezaba “Gloria” (nunca usaba otro: creía en el poder prodigioso de un sustantivo como ese). En el Gloria tenía anotadas las calles y los pasajes y los bares de la ciudad que aún le faltaba recorrer, siempre entre las doce del mediodía y las cinco de la tarde, para dar con la individua portadora de la gestualidad imperturbable.
Los lugares listados en el cuaderno no habían sido escritos allí al azar; tampoco en respuesta a criterios geográficos o distributivos. Esos lugares destilaban también la esencia de cosmos quieto que tendría la cara de la chica. La franja horaria en que debían ser visitados encontraba una justificación del mismo tono: una cierta y certera cantidad de luz, una cierta y certera cantidad de gente, una cierta y certera chica con un gesto para ser arrinconado, analizado, correspondido.
Bar “El apudorado freno”: estático miedo finito, enfrentado con pequeñas escamas de pestañas que, sin embargo, admiten un cierto detalle de delirio. INGENUIDAD.
Avenida populosa 1º: pérdida casi absoluta de los límites de la cara. Quizá el labio se entreabre en busca de algo exterior a él. Posible mordisqueo lateral del mismo. ENAJENACIÓN.
Pasaje “El alfabeto”: ansiedad que busca razones desde el ojo izquierdo, que se presenta diagonal y atolondrado. CURIOSIDAD.
Bar “Los escalofríos”: asunción de una estela sobresaltada de brillitos corporales. Sin predominar el temblor físico, se logra un pómulo izado, más allá de su posición, por un hoyuelo con fuerza de pataleta. EXCITACIÓN.
La lista que terminaba justo en el margen inferior de la página número cinco del Gloria se acabó rápido. Amianto repasó uno por uno los sitios preestablecidos como posibles. Se metía con ligereza entre las grietas de estricta fijeza que cada espacio presentaba; trataba de destilar las palabras terminadas con ción de las gestualidades que le cruzaban la pupila; oscilaba las posibilidades de encontrar definiciones en las esquinas llenas de retazos de telitas de colores.
Levantando la frente hasta dejarla paralela a los nubarrones, esperaba que un trueno le indicara la fatalidad: dónde, cómo y cuándo ver, como en un retrato de espuma dura, a la chica que amaestraba el diseño de su cara; cómo desdeñarla a ella para quedarse únicamente con el gestito pausado y detenido.
A las siete de la tarde la susodicha abanderada de la fijeza ya se encontraba en el departamento de Amianto, muy cerca de la cama que todavía latía por los gestos rechazados y turbios de la muchacha que, esa mañana, había abandonado, sola y corriendo, de un único golpe de fuerza, el espacio que Amianto regía, al que él permeaba constantemente la intensión de las certezas en las muecas de las caras.
Había muchas posibilidades de que esta segunda chica se cristalizara en su gesto facial y se convirtiera, así, en el punto faltante que completaría las tres correspondencias de Amianto. De su gesto se desprendía toda la avenida que había sido su contexto de vida, todas las formas de hablar, de insultar y de caminar que esa calle tenía a las cinco de la tarde. El centro–cúmulo de la totalidad se hallaba en la silueta redondeada por debajo del ojo derecho, silueta que, de repente, giraba como para afuera, como para salir pateando la puerta.
Amianto comenzó sus croquis. Siguió hasta que llegó al número ocho, cifra que satisfacía más o menos por completo su arrebato por captar el gesto desde todo punto posible.
Pensó que se trataba de la inmovilidad necesaria, que el globito inferior del ojo derecho era lo suficientemente estable como para lograr la correspondencia con cualquiera de los lunares del vademécum de “La mueca”.
No había pasado mucho tiempo, quizá cuatro horas, por lo que cuando la chica pateó la puerta del departamento, al increíble son de una puteada dirigida hacia la cara más plena y más plana de Amianto, eran tan solo las once de la noche. La puerta sonó fuerte, como diez y ocho tambores fijados a una orquesta de truenos estables, dejando a Amianto en la pura consideración de sus croquis, de los lunares, de la alianza.
Luego de un acelerado ida y vuelta a “La mueca”, la correspondencia estuvo lograda, acabada, estacada. Una fijeza entre iracunda y llorosa en la reverberación circular de la zona inferior del ojo derecho. Tonalidad ocre. Matiz de elasticidad gritona. El epígrafe del lunar que Amianto había descubierto como su correspondiente desde siempre decía, con clara tipografía imprenta: “Los gritos son marrones. Ira notable y luego lo triste”. El lunar en cuestión era también amarronado, y se ubicaba en la muñeca de una mano izquierda, justo en la zona en donde está por generarse un puño violento y colérico.
La tercera correspondencia se unió a las otras dos y quedó preparada para la competencia de Tokio. Amianto repasaba las tres mentalmente, pero no tocaba las carpetas, quizá para no quebrantar la paz de gesto muerto y quieto, quizá para dejar que las correspondencias se fueran mimetizando aún más consigo mismas, para que se definieran todavía más, contrastándose con las demás.
Tokio abrió las carpetas con la incredulidad previsible frente a la obra de un novato.
Los tres gestos salieron a exponer sus conceptos pornográficamente. Bamboleraron su cualidad de correspondencia con los tres lunares contorneando una espalda, o moviendo un pubis. Una exposición de claridad e inmutabilidad muy explícita, en la cual los tres puntos de tinta sobre piel se acercaban a los gestos y les acariciaban las rodillas, para aterciopelarse ellos mismos, para representar la forma ideal en que los gestos y los lunares debían tocarse.
La porción esférica e inferior del ojo derecho, con su mandíbula desbocada, se adentraba en el interior del lunar amarronado en la naciente del puño, y luego aparecía, a ojos de Amianto, como ligado al lunar por fuera de la fijeza en la ira que él mismo le había prescrito.
La correspondencia tercera pareció, sin embargo, perfecta para Leonio y Escodini, que se dieron así por ganadores. Pareció también perfecta para Tokio: digna de una definición enciclopédica, merecedora del nuevo vademécum, con un nuevo acopio de croquis lunáricos, antiguos, ancestrales, que esperan desde siempre un gesto que les sea, de algún modo, contemporáneo.
Cuando, ante semejante espectáculo, Amianto consideró inviable la tercera correspondencia, cuando consideró a Tokio como un punto geográfico demasiado móvil como para apreciar la movilidad que su correspondencia tercera había mostrado, dispersó sus anotaciones y croquis en la terraza del piso 28 del hotel tokiano, para acercarse, con un asco que lo incluía, a las nubes que, según había supuesto en algún momento, podrían haberle revelado dónde, cómo y cuándo ver el gesto fallido.
A la tarde estuve en la terraza. La escena fue sólo torpe: desde uno de los balcones de un piso 28 escupí hacia abajo; escupida que no me hubiera criticado de estar en un segundo, o inclusive hasta en un quinto piso. Pero a esa escupida con vértigo la encontré, por alguna razón, cosmopolita. ¿Qué sabía yo a qué cabeza iba a pulsar? Ni siquiera tenía la certeza de que mi copo de saliva no terminara como una gota de tinta, mordiendo la vereda, tratando de penetrar el pavimento. Pero en la terraza del hotel quise escupir hacia abajo, correr, tomar el ascensor, llegar a la planta baja, salir a la calle y recibir mi propio mensaje en clave. Pensé que de esa manera podría llegar a entender por qué me había surgido la necesidad de excretar algo que orgánicamente me correspondía, de suicidarlo desde un piso 28.
©Yamila Bêgné