La escucha se le iba volviendo más lenta. Empezaba ya a escuchar sólo un zumbido amarillo anhelante desde lo profundo del oído. Un llamado de agua, una línea recta y el tachado rápido de las palabras que Asmelio le iba mandando, como ondas radáricas fosforescentes y claras. Los labios de él, sin embargo, sí se movían; quizá articulando vocales poco comunes y consonantes chirriantes.
La última palabra que había podido escuchar se había cortado por la mitad, como si un gran ente magnífico, lleno de magias de colores y habilidades brillantes, hubiera cortado de repente la transmisión; y todo se había vuelto oscuro adentro de las orejas.
Las primeras hipótesis de Merla surgieron rápido. Una carencia de aire, una mudez momentánea de Asmelio, un par de neuronas cansadas. Eran todas posibles. Merla mantuvo los ojos cerca de Asmelio siempre, mirando las frases huecas y contando cuántas veces el labio inferior le tocaba el superior. Nada certero surgía de estos cálculos, sin embargo.
El día anterior se habían quedado ambos atascados en el ascensor de un edificio de treinta y un pisos. Llegando al piso veinticuatro, pero sin todavía haber abandonado por completo el vigésimo tercer territorio vertical, el ascensor se detuvo; no repentinamente, no con un golpe violento, sino mediante un proceso por el cual había logrado descender su velocidad ascendente y, así, permanecer colgado, inmóvil, sostenido por dos o tres cuerdas de metal.
La secretaria los esperaba en el piso veintiocho, cuatro pisos más arriba. Algo así como unos quince o quizá veinte metros por sobre ellos se encontraba la joven de traje gris rayado que iba a ponerle un precio exacto a la vida de Asmelio, asegurando de esta forma la plenitud económica de Merla, en caso de que una de sus amigas tuviera que decirle que debía seguir adelante con su vida, en caso de que debiera olvidarse de Asmelio, día a día, excepto durante las jornadas aniversarias, en las cuales resultaría vistoso verla visitar la eterna chacarítica morada del antiguo compañero del departamento de Congreso.
En el sillón del comedor, el agujero de silencio seguía sin dar con ningún grito. De todas formas, Asmelio había ya detenido su masticar de nada nada nada. Miraba ahora a Merla, pidiendo un gesto, quizá una respuesta, quizá sólo un adecuado cambio de posición. Merla no tenía forma de saber nada. Las pupilas se le iban solas, compulsivas, de un lado a otro de la habitación, rebotando contra todas las paredes, golpeándose con todos los objetos como un murciélago sordo. Cerró los ojos para calmar la agitación, pero la imagen interna de la mirada de Asmelio se los volvía a abrir para llamarla y empujarla al movimiento de iris giratorios.
La puerta era hermética, y en el techo de uno treinta por uno cincuenta se reflejaban los dos, mirándose a sí mismos y mirando al otro. Todos los botones del tablero de direcciones estaban titilando, llenándose y vaciándose de una luz roja que iluminaba y oscurecía la señal de abrir y cerrar, la de emergencia, la cifra de cada uno de los pisos, ahora todos inalcanzables. El visor que estaba sobre la puerta cerrada indicaba con un puñado hilvanado de puntos verdes titilantes que se encontraban en el piso veintitrés, pasando quizá al veinticuatro.
A Merla la camisa de reunión que vestía para lucir en el piso veintiocho comenzaba a pegoteársele en los hombros, por encima de las clavículas, en la vuelta de los codos e inclusive en las muñecas. Dejó de mirar la situación en el espejo que les hacía de techo, se sacó los zapatos altos sosteniéndose del brazo de Asmelio y se arrinconó en uno de los vértices, el más perdido, el más agudo. El resoplo resonante que salió como un fantasma vaporoso de entre sus labios coincidió con los últimos tres segundos de luz. Acabado el suspiro, la luz se había apagado y ya ni siquiera se podían mirar repetidos en la pareja del espejo.
La respiración constante y lenta de Asmelio aumentaba la oscuridad, tragándola a cada respiro y soltándola cada vez más oscura. Merla procuraba respirar en silencio por la nariz, para no alterar el ritmo que los pulmones hinchados y deshinchados de Asmelio ya habían marcado. El espejo no reflejaba nada y las cuatro pupilas no podían ni siquiera mirar para adentro. Los números de los pisos habían desaparecido con la luz, y el tablero resultaba totalmente inútil.
La casi crema rosa
encrucija las caras de arriba,
las del espejo, las que están
apagadas y cerradas.
La plagaria en este claustro,
lo único que se me ocurre,.
cantarte, con un trago de miel púrpura.
A Merla cantarle le había parecido lo mejor, en la oscuridad completa y con la letra recién inventada. Una canción recitada en su propia voz, un recital de unos pocos metros cuadrados de tonos concentrados, saliendo de a uno de su boca, que formaba las sílabas como globos de chicle para que fueran claras, certeras, acabadas y redondas.
La especie trunca,
cuando se pone oscuro te busca,
parado y encerrado.
Cuando terminó de sonar el último tiembre del canto espontáneo de Merla, el espacio de ascensor oscuro volvió a quedar acoplado a los suspiros constantes de Asmelio, que lo ordenaban y lo dividían en segmentos bicéfalos.
—No quiero llegar a esa oficina.
Asmelio mantuvo la vista al frente; no la bajó para ver qué resto de esa frase quedaba alrededor de Marla; quizá porque de todas maneras no iba a ver nada, quizá porque se trataba de un movimiento del que prefería empezar a desprenderse.
La luz de emergencia volvió ocho minutos más tarde. Los primeros rayos, aunque leves, les clausuraron los ojos por unos segundos, sellándolos tanto que las arrugas y rayas generadas por el gesto se mostraron en ese momento como señales ya indelebles de una vejez repentina.
Asmelio, comprobó Merla, había estado todo el tiempo parado y mirando hacia la puerta, como esperando al personal de rescate, con sogas, con linternas, con frescos vasos de agua. El ascensor se movió medio piso hacia arriba y se detuvo al abrir la puerta.
¿Cuánto tiempo podía pasar hasta que, así como así, de un momento a otro, su función oído se restaurara y dejara de captar sólo los chirridos de los propios dientes, las exclamaciones burbújicas de las palomas en la ventana, el roce con la tela diseñada del sillón? Quizá sólo unos minutos más; o quizá bastante más.
La camisa de reunión estaba tirada al pie del sillón, enroscada y abultada, con la formalidad del día anterior arrugada. Merla pensó en acumular la espalda hasta que soltara una vértebra agujereada que hiciera el suficiente estruendo de crack como para reanudar su audición de todos los días. Recordó que era miércoles, y que los miércoles, por lo general, se sentía en medias tintas, en escala de grises, en tibios colores tibios. Esta nulidad de sus oídos no era propia de un miércoles mediano y mediante, era más bien bastante absoluta.
Asmelio hacía ya bastante que había abandonado sus intentos orales.
Quizá mi especie caduque la semana que viene y se sienta sola, habiendo abandonado su biología y su ecosistema se humus fértil. El sueño de que una patrulla me rescate del hielo, con arneses fuertes y de hierro caluroso. De todas maneras, mi pequeña especie tal vez caduque la semana que viene, y se vuelva loca, o se de vuelta para otro lado, retirándome la mirada.
Mi amor, quizá mi pequeña cápsula se destruya en unos días, llorándome los oídos y ladrándome las rodillas. La nube de polvo trae su murga de brillantina y claveles. Pero me tienta tanto tu piel en el sillón, enfrente, desvestida de la geometría de seda blanca que preparaba para todos una camisa bien presentable.
Tus cantos ayer, llenos de cal, de especies en extinción. El ascensor féretro: sólo le faltaban el auto gris y los choferes con anteojos nublados; y algunas flores también, dispuestas en un círculo abanderado de púrpura.
Las palomas de la ventana hacen burbujas que sí escuchás. Mi especie comienza a borronearse como un soplido en el agua; gira mi holograma y quedo de otro lado de la figura tridimensional.
El personal de rescate trabajando para mí casi en vano, llenándose las manos de aceite negro para sacarme de un tubo que voy a encontrar de nuevo pronto.
Me lleno de ganas australes, celestes de hierro. Ganas de no convertirme en un plumífero volador, y de combinar nuestros pares de pies para que se transformen en un artrópodo primitivo que sobreviva todos los cataclismos, para siempre.
Me escalono hacia abajo, hacia el vértice más agudo. –La casi crema rosa, la especie trunca- te canto. El piso veintiocho cubierto de nubes de tormenta eléctrica; sus ventanas con una absoluta vista blanca. Las burbujas palómicas de la semana que viene quizá caduquen; les busco la fecha de vencimiento. La camisa más arreglada en el piso, embollada. La piel que te tienta se eriza de temblores que se acumulan hasta que me explotan una vértebra. Te canto, y el personal de rescate. Ocho minutos sin reflejarnos en los amantes de arriba.
No caduques, mi amor. Trescientos sesenta grados del giro hologramático; sogas gruesas y nudos fuertes de los rescatistas; mi piel sin camisa enfrente tuyo; resguardo y renacimiento para la especie en extinción. No caduques no caduques no caduques; un conjuro de tres veces no caduques. El artrópodo eterno de nuestros pies.
Yamila Bêgné