La habitación había estado azul todo el puto día, y todavía seguía reflejando una especie de humareda parrillera hecha de tules sucios, de bailarina agotada y convertida al porno.
Semejante azul tiene ciertas cualidades innegables: ahuecar más los retazos de pared sin revoque, aumentar la deformidad de las rayas que salen de los reflejos de la persiana, hacer que ninguna música funcione sin ralladuras automatizadas, acompañar a los enfermos besando sus frentes con una escupida también azulada de frío sin sentido.
Un azul así no caduca nunca: se hace permeable y comienza a entrar y salir de las paredes, respirando cal, cemento y ladrillos; hasta que un día se llena de tonos subidos y el azul oscurece y se oscurece: se interna en una edad media propia, que se crea para él mismo; una edad media con aire de internado viciado, ya exhalado muchas veces y penetrado en todos sus cuaj de partículas de mugre.
Un azul de este tipo te limpia la boca con aceite de auto, para crearte una cubierta protectora de paladar que no te deje articular colores diferentes, cromatismos nuevos o, tampoco, de ninguna manera, flores no tan secas ni tan arrugadas.
Las auras de las personas que tienen fe en el aura no pueden ser sino de éste azul. Amercio y Claritina estaban acodados en las paredes de la habitación, hablando de sus auras, adivinando sus colores, comparando experiencias fotográficas de sus auras: boom de llenar con un arcoiris de computadora los huecos del revoque. Hipotetizaban sobre lo amarillo, lo verde, lo rojo de sus auras. Sus auras, pobres auras fetichizadas en rosa como las bombachas para navidad, eran de ese azul. Amarillo paz, verde alegría, rojo pasión: todos eran carajos pronunciados con cierto retumbe de plasticola y brillantina de bricolage.
Sin embargo, ya hacía cerca de diez horas que estaban anquilosados en la habitación azul sin superficies lisas, acomodada entre planos de alfombras arabescas y llenas de un polvo altamente alergizante de narices que comienzan a perderse o derretirse. Los tules sucios iban descendiendo despacio desde el techo hacia sus cabezas, para gravitarlas de religiones nuevas y decretarles con un martillo que sacrificaran sus auras felices y rosadas para ellos.
Amercio observó con claridad que el compact comenzaba a girar en falso, y que en medio de cada cancioncita se empezaban a escuchar huecos con olor a cartón corrugado, a corte de electricidad, a taquicardia de corazón antes calmo. La conversación sobre colores auráticos irreales empezaba a pegársele a la lengua y a irse para adentro.
Claritina estaba aún más apegada a la necesidad del amarillito, o del verde, o como mucho del rosado. Nunca hubiera pensado que el azul de los agujeros pudiera formar parte de su aura, pobre aura, llena de grumos engrudados y crudos, clavada de uñas redondas y revolcada en la arena de las construcciones. Más que pretender el amarillo, debía estar agradecida de que su aura fuera de ese azul y no negra o transparente o nada nada nada.
Amercio le percibía a Claritina esta pulsión oscura, cuerva, petrólea, azabachera. ¿Pero qué es lo que realmente podía decirle? Sólo hubiera podido ponerle un paño negro como cortina de su cara, para que viera el carbón abandonado dentro suyo.
Claritina, sin embargo, había logrado, a través de ciertos trabajos ocultos, virar hacia ese azul de túnel. Sólo que, al hacerlo, olvidó notar que no había elementos, cosas, puros objetos, de los que hubiera podido decirse que eran claramente de ese azul de mariposas de anteayer. Esta incertidumbre no hacía más que aumentar la permanencia del azul de sábana revuelta un tres de enero a las dos de la tarde; los objetos que no existían ni existirían siempre le habían hecho explotar los lóbulos de las orejas, despeinar las pestañas plumíferas, parar y endurecer de angustia los pezones.
Luego de tanto trabajo oculto, hubiera preferido permanecer en la noche más larga del equinoccio, en la mina más profunda, en el luto, aunque fuera prematuro y largo en demasía. El negro tenía íconos, referentes, actores estrella, premios, asociaciones, obras sociales y asilos. Este azul de mordida en madera para no largar las venas por los ojos carecía de nombres, de instituciones, de brindis.
La música trabada con gárgaras espesas seguía azulando – agujereando la habitación. La charla de autoayuda ya se había terminado, resuelta sobre el reloj de Amercio que daba todavía algunas vueltas, y la última había marcado la hora doce en la habitación de filos acuchillados y de insectos que nadan en ese azul. La ficción del prisma refractado en muchos colores estaba crepando de lágrimas negras en un rincón escondido. Amercio y Claritina hablaban ahora de peces muertos en el medio del mar, por una fuerza submarina que los penetra desde su propia tinta de pescado, y que los tiñe de ardores algáticos. Fenómeno extraño; biólogos investigando. ¿Para qué carajo? Ya estaban todos muertos.
Luego comentaron entre sí la posibilidad de acuchillar a los teléfonos, las cartas, las computadoras y cualquier medio de fugaz comunicación si no eran capaces, aunque más no fuera en un futuro lejano, de crear una ficcioncita un poco más real, un poco más llenante, un poco menos ahuecada, engomada, escupida con salmuera.
Claritina notó enseguida que la habitación estaba palpitando al ritmo de su respiración. Su inspiración estaba acompañada de una hinchazón de tortuga de la habitación; durante su exhalación, las paredes describían una parábola hacia adentro.
Mirando a Amercio recortado del fondo de ese azul latiente, le fue claro que el ritmo respiratorio que la habitación seguía no era el suyo, ni el de Amercio por separado, sino el de ambos. Las respiraciones se les habían coordinado, se habían atado con jugo de ese azul e iban totalmente arritmados entre sí, marcando el paso de la habitación.
El disco seguía pronunciando borbotones de calle y los revoques de las paredes se seguían ampliando. Ahora, además, sus pulsiones de aire estaban ligadas, amasijadas, indispensables mutuamente y todas enfundadas de ese azul craquelante y óseo.
Se veían entre sí: la inflación de un pecho hacía inflar al otro; la descompresión de los pulmones de Claritina hacía descomprimir los de Amercio. Y así hasta que llegaron a tener la sensación de juguetes ennoviados por el fabricante de los plásticos.
La habitación les seguía el ritmo, a su vez. No había ya nada que diferenciara a alguno de los tres términos azules-caracol de los demás. Chupar y soltar el aire de ese azul: chuparlo hacia el adentro tan de ese azul y soltarlo hacia el afuera tan de ese mismo azul era, evidentemente, la misma acción, la misma palabra trunca, la misma señal de pare en una calle que termina lejos.
Exhalando hasta su propia reducción, Amercio y Claritina hacían desaparecer la habitación. Inspirar hacia la expansión de ambos cuerpos era explotar las paredes. Dejar de respirar era mantener todo estable, quieto, calmo y dejar que ese azul hiciera de asesino serial cometiendo tres crímenes pasionales, uno tras otro.
©Yamila Bêgné