el interpretador narrativa

 

Prehistoria de un figurín

Yamila Bêgné

 

 

 

 

Luego de un momento, Elorle volvió a ponerse de pie; el piso dejó de ser la mejor opción cuando el tajo astilloso del zócalo se presentó demasiado cerca de su ojo izquierdo, que siempre se ponía en peligros adrede.

De modo que se levantó por no quedar ciega de un lado, por seguir sintiendo las cosas en su simetría interna, pausada y bihemisférica. Un centímetro más en el giro que estaba dando y la astilla más filosa del grupo hubiera herido, sin remedio, la pupila tonta. Pero llegó a incorporarse con la visión ilesa y el sentido del ojo angustiado, con una zozobra pobre de saberse salvado por el ímpetu de Elorle hacia la posición verticaloide.

Igual siguió llorando: quizá reacción alérgica a la pinotéa, quizá, en parte, alergizante agitación de los ojales oculares, huidos de su definición geométrica de recta y pura circunferencia. Tal vez también a causa del espejo de cuerpo entero y roto que no sólo le reflejaba los ojos atacados.

El picaporte no estaba tan lejos; por lo menos no lo estaba el de la habitación. La segunda puerta, de calle, resultaba ser un tema aparte, aparte de todos los cuartuchos achorizados de la casa elongada y encapsulada. Elorle, de algún modo, escapó de la grieta que le proponían el espejo y la dicróica, saliendo gracias a la fácil manipulación y articulación que recaía sobre el picaporte de la habitación.

De algún otro modo, distinto del modo que le había permitido salir de su cuarto, de algún otro modo más inusual, todavía menos abstraible, la segunda puerta se cayó a sus pies y rezó una oración musical, tras la cual todos sus matices avidriados se amotinaron en la esquina superior derecha, punto desde el cual se desparramó una suerte de pequeña dinamita doméstica, un estallido de los vidrios demasiado usados. Desde allí, entonces, las nuevas transparentes astillas se craquelaron entre ellas hasta adquirir la estúpida fuerza necesaria como para adentrarse entre la tela rosada de la camisa de Elorle y su piel de verano, nacida, sin embargo, en otoño de viento resecado, en ocre otoño torpe. Entre ambas superficies, entonces.

Elorle aprevechó, entonces, su tendencia a la quietud; un solo movimiento durante el estallido hubiera resultado rojo, incicatrizable. El movimiento cero posibilitó que la camisa rosada no se tatuara lunares carmesí; posibilitó que la apielada cobertura de Elorle no resultada material de tallado, como si de una manualidad de la erosión forzada se tratara. Las dos superficies entre las cuales los retazos de vidrio se habían acomodado estaban totalmente calmas, quietas, fuera de todo peligro con la condición de la quietud.

El vidrio de una puerta de calle roto; detrás de él, una muñequita crecida, con los ojos duros y el cuerpo de pergamino; un pequeño manekine de piedra con piel, de ojos de bolita, de camisa de papel crepé; lista para la mirada a través del vidrio roto; llena a medias de posibles coágulos sangrientos; agujeros rojos implícitos; estuches de astillas transparentes y afiladas. Inmovilidad de vidriera apiedrada luego del ataque; un aire de escaparate truculento establecía de a poco la situación agarrotada entre las superficies de Elorle. ¿Entrarían los glóbulos de cristal? ¿Cómo se habrían acomodado en el entremés de piel y ropa? ¿Estaban descendiendo? Era bastante claro que algunos sí lo estaban haciendo. Sólo la total inmovilización; ni el más mínimo respiro profundo, nada.

Algo no estaba saliendo bien. Elorle sí sentía algunas erosiones; mientras, parecía una mujer amanekinizada, demasiado inerte, detrás de un piedrazo reciente. Quizá Elorle y su entorno fueran contemplados como una instalación, como un pequeño fetiche de amplio y activo arte moderno, como un ícono de la movilización artística, como la expresión torcida, e interesante, de algún maniático perdido. La quietud, al contrario, como primer reacción estaba reinando allí, como una reina vieja cuyos filosos vasallos tienen el poder real.

La quietud instaló a Elorle en la apariencia de un grano geométrico de sal gruesa, en la tendencia progresiva hacia la desaparición en el fluido, y en la disolución en el líquido viscoso que se le había roto frente a la cara. Un fluido y florido funeral hacía tan-tan-tan para adentro y para afuera, como si se tratara de una masacre con vidrios y cristalitos de colores.

Las erosiones que seguía sintiendo se acentuaban más, llegando a formular lo que Elorle imaginaba como rayas estiradas y alineadas . La inmovilidad ya no era tan adecuada: permitía que los vidritos se movieran, con forma de interrogante trunco. Quizá debía ya empezar a incluir algún tipo de pequeño movimiento en su dieta de cuerpo, en su rutina acorazante. Podría funcionar un leve alejamiento de la camisa y de la piel, producido por dos dedos pulsadores de seda rosada. Pero quizá Elorle estuviera ya totalmente anquilosada, expuesta como lamentable estadío quieto de esfera urbánica.

Los inquisidores que pasaban la seguían mirando como a un fenómeno artístico-moderno-contemporáneo-vacío: figura de mujer símil marfil, símil estatuaria que se concentra en la parte izquierda de un hall de entrada, detrás de una puerta de vidrio que explotó en su frente.

Llegado el momento crítico de la quietud, momento en que ya no servía, en que producía movimiento de cristalitos puntiagudos, Elorle debía terminar de instalar la instalación para proyectarla en una acción endurecida, a partir de la internalización de las ojeadas de museo nuevo que también la sacudían. Estaba ya a punto de cansarse de mover las pestañas en círculo, como única muestra de movimiento de juguete sucio, de media rasgada o de puño en la nariz, diagonal.

Instalar la instalación de la muñequita crecida, habitante legendaria del hall de entrada: considerar las reglas, los elementos invulocrados, los planos atacados, las miradas desde el otro lado, la calma sucia, el sacudimiento posible. Aglomerar y resolver en concepto, en acción. Pasar barniz para cubrir la imagen tonta y fijar. Barniz en tres dimensiones voluptuosas: abrillantar la escena para los espectadores que pasan

La instalación de una fugacidad eterna, hecha de vidrios sin ningún color. Los procedimientos de la puesta dictaminaban que los cristalitos permanecieran en sus lugares, como actores antes del grito de acción, introspectivos en las bambalinas. Sin embargo, los avidriados octaedros de la puerta de calle se deslizaban, dejando un rastro en ambas superficies del entremés de tela y piel que tenía lugar en Elorle.

Las líneas rasguñadas de la camisa le configuraban un estampado geométrico no previsto ni registrado en las reglas de la instalación. La piel de sangre era la hermana gemela de la camisa de seda rosada: una gemela maldita, cuya presencia en el hall de entrada ningún espectador de los que pasaban hubiera dado por real o por posible. La instalación estaba rota por la piel de sangre, una nueva sustancia molecular para un final tan prolongado como el fluir del líquido viscoso que cualquier tipo de vidrio es. La instalación instalada fluía de rojo neón.


©Yamila Bêgné

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Yamila Bêgné

Nació el 21 de febrero de 1983 en Buenos Aires. Es estudiante de la carrera de Letras en la UBA.

Publicaciones en el interpretador:

Número 1: abril 2004 - 484 cm3 (narrativa)

Número 2: mayo 2004 - Ceguera – Óxido – Temblor – Desenlace (narrativa)

Número 3: junio 2004 - El sujeto poético entre irracionalidad y razón Sobre los sonetos de amor de Sor Juana Inés de la Cruz (ensayo)

Número 4: julio 2004 - No es tu riacho lo que me ahoga (narrativa)

Número 6: septiembre 2004 - Niño barriendo (narrativa)

Número 7: octubre 2004 - Según corresponda (narrativa)

Número 11: febrero 2005 - Mi único monocromo, yo te respiro (narrativa)

   
   
   
   
   
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Wladyslaw Slewinski, Czeszaca sie kobieta (detalle).