I
Suena el despertador y aprieto el botón para que vuelva a sonar cinco minutos más tarde. Repito la operación un par de veces. Ahora sí, arriba. Hace bastante que no me levanto tan temprano. En la cocina preparo un café, le pongo una de azúcar y un poco de leche. Dormí pésimo, los nervios, supongo. Prendo un pucho, agarro un libro y camino hasta el baño. En el trono la cosa es rápida. Me miro en el espejo, tengo ojeras, y eso que anoche no salí. Cuando salgo me levanto hecho mierda. “Feliz cumpleaños”, digo en voz alta. Abro la ducha, el chorro sale caliente, aunque no es un chorro poderoso. Me lavo la cabeza, con poco champú. Mi toalla es la grande verde, medio agujereada. Me gusta porque es áspera y seca bien. Mis hermanos usan las azules que son suaves pero que no secan.
A esta hora, en casa siempre ando solo: madre dando clases y mis hermanos en el colegio. A mí me gusta quedarme solo en casa, dormir, ver un poco de televisión, tomar café, hacerme una paja, fumar, volver a dormir y levantarme al mediodía, justo antes de que llegue madre. Si madre me agarra durmiendo, se pudre. Creo que todo lo que está pasando hoy, tiene que ver con que madre me agarraba seguido durmiendo al mediodía.
Revuelvo el ropero del cuarto de mis hermanos. No encuentro la corbata, y no sé dónde la habré guardado. La única que encuentro es una verde que usaba cuando iba al colegio. El último botón de la camisa no cierra y la corbata verde del colegio es horrenda. Me pongo el pantalón gris y un saco azul que era de mi viejo. Antes de salir, prendo un pucho, me miro en el espejo –podría ser peor- y me acomodo un poco el pelo. Miro la hora y por suerte estoy a tiempo, es que no me gusta llegar tarde a ningún lado.
Bajo los cuatro pisos por la escalera. Afuera, el portero me dice buen día con su sonrisa falsa. Odio al portero. Buen día, contesto, paso al lado y le tiro un poco de humo en la cara. Esquivo los charcos que hay en la vereda, tiro la colilla y cruzo la calle.
Veintiún años. No me parece nada especial cumplir veintiún años. Creo que lo único que cambia es que ahora no necesito la papeleta ante escribano si quiero salir del país. Eso quisiera, salir del país, irme a una playa, estar todo el día tirado, tocar la guitarra, meterme al mar y comer peixe grehlado, mucho peixe grelhado. Pero nada de playa, estoy acá, caminando por la vereda del Botánico con un traje ridículo, entre dos millones de colectivos.
Los árboles de la avenida escupen. Se llaman tipas, tienen flores amarillas y escupen pegote. Una vez las tipas le escupieron todo el auto a madre. Madre trató de sacar el pegote con un poco de agua, el pegote no salía, y terminó dándole a la chapa del auto con virulanas. Es cierto que el auto perdió brillo, pasó de ser gris plata a gris mate. De todas formas fue un buen trabajo, no quedaron rastros de pegote en el auto. Madre es buena, me lo presta desde que tengo dieciséis. Madre me quiere, confía en mí, aunque no me olvido de cuando me encuentra durmiendo al mediodía.
Sigo por el Botánico y ahora miro a un pibe de mi edad que viene caminando de frente. El pibe tiene remera negra y pantalones rotos. El pibe llora. No puedo dejar de mirarlo, y eso que llora sin taparse la cara. Me pone triste ver al pibe llorando, muy triste. Yo nunca lloro.
Subte línea D y yo me alejo más del cielo. En la boletería hay cola. El oficinista que está adelante mío hace un chasquido insoportable con la boca, después resopla y “La puta madre”, repite sin parar. El cartel escrito con birome verde es claro: “Servicio con demoras”. Pido dos cospeles, pago justo, doy las gracias y bajo por la escalera mecánica. La escalera mecánica es de madera y no funciona. Abajo, la multitud espera ansiosa. No sabía que el subte a esta hora era tanto bardo. Yo también me pongo ansioso, es que no me gusta llegar tarde a ningún lado. Miro el túnel negro, esperando que aparezcan las dos luces del tren.
Por fin llega el convoy a la estación Plaza Italia de la línea D de Subterráneos. Los ciudadanos se pelean para entrar. Algunos bufan, otros chasquean la lengua. Como soy flaco logro introducir mi humanidad en el primer vagón. Adentro las cosas no están del todo bien. Un viejo me respira café con leche en la cara, una pendeja me empuja, cree que la estoy apoyando a propósito. Un caos. Se cierran las puertas y el convoy no arranca. Me acomodo como puedo, estoy de malhumor, el tren sigue parado con las puertas cerradas. Alcanzo a ver a los que se quedaron afuera. Putean. Me acuerdo del pibe que caminaba llorando y me pongo triste. Quiero salir, volver a casa, aunque ahora ya es tarde.
En cada estación aprovecho el movimiento de la gente para buscar un lugar mejor. En Agüero, ya estoy en la parte del pasillo. Un ciudadano lee el diario sentado. Él no le piensa dar el asiento a nadie. Leo su diario y no disimulo. A los ciudadanos no les gusta que leas sus diarios. La cuestión es que parece que hay quilombo por las sobrefacturaciones que se mandaron IBM y el Banco Nación, que con la selección del Coco, Maradona y Caniggia somos candidatos para ganar el mundial, y que lo de la reforma de la constitución es un hecho. No me interesan las noticias de actualidad. Igual, cuando viajo en subte leo los diarios de los ciudadanos.
Después de Pueyrredón, el tren baja la velocidad y se chanflea, como si estuviese a punto de volcar. El ruido es tremendo, parece una fábrica, metales en fricción. Deus, quiero mi playa y mi peixe grelhado.
Fin del recorrido. Miles de oficinistas corren a sus trabajos. Con mi traje ridículo, camino entre ellos. Prendo un pucho, miro la Catedral, nunca entré a la Catedral, miro la plaza, la Casa Rosada y a una vieja que le da maíz a las palomas. El ritmo es frenético, no hay tiempo que perder, voy a llegar nueve menos cinco, tendría que haber salido un poco antes. Camino rápido.
En la recepción del edificio le pregunto al de seguridad dónde queda mesa de entradas, ¿Mesa de entradas?, contesta, Sí, mesa de entradas, Ah, ¡mesa de entradas!, segundo subsuelo, por esa escalera del costado. Bajo por la escalera del costado y yo me alejo más del cielo, y sigo unos carteles, y paso por un lugar raro que tiene unas máquinas raras, y en el lugar raro de máquinas raras no hay nadie, y me acerco a una radio sonando en AM, odio las radios sonando en AM, y entro a una oficina horrenda, y hay sobres, miles de sobres, y un viejo con anteojos sentado atrás de un escritorio lee el diario, y apenas entro digo buen día, y el viejo sigue leyendo el diario, BUENOS DÍAS, repito, y entonces, ¿Usted quién es?, Soy Martín Llambí, el cadete nuevo, y el viejo me mira de arriba a abajo, y después de un siglo, Bienvenido a Banco Edwards, me dice, sientesé ahí, levanta el diario y sigue leyendo.
Martín Llambí