el interpretador narrativa

 

Aeroclub

Martín Llambí

 

 

 

 

Sí que nos gustaba ir de vacaciones al pueblo donde vivían mis abuelos. Muchas veces papá y mamá nos mandaban en colectivo. Si no se pinchaba una goma eran como siete horas, pero dormíamos y mi abuelo nos esperaba, siempre fumando, a eso de las seis de la mañana. Bajábamos y todavía faltaban unos ochenta kilómetros de viaje. No había colectivo directo. Mi abuelo nos buscaba en un auto con olor a nuevo. Él era el dueño de la agencia Ford de la zona.

Mi abuela nos esperaba en la cocina. Nos preparaba un nesquik y como la leche a veces tenía nata, le pedíamos que la colase. También nos daba unos pedazos de pan, muy grandes, que comíamos con manteca y dulce casero. Mi abuela sabía cocinar. Preparaba helado de limón y la mejor tortilla de papas del mundo. Primero freía las papas en cubos chicos y después tiraba los huevos batidos y cocinaba todo de un solo lado. Me gustaba ver como pasaba la tortilla de la sartén a una fuente verde sin que se le rompiera. Pero en verdad, el cocinero experto era mi abuelo. Usaba para algunas carnes una olla a presión que tenía un pituto que daba vueltas y largaba vapor. También hacía perdices en escabeche y comidas con hongos que juntaba en el campo. Creo que era en semana santa cuando preparaba bañacauda, una salsa hecha con mucho ajo, anchoas y crema para acompañar verduras y pollo hervido.

Para nosotros esas vacaciones eran lo máximo. Tomábamos el desayuno y dábamos unas vueltas porque éramos madrugadores y nuestros amigos no tanto. Cuando no aguantábamos más, íbamos a su casa que quedaba a la vuelta, y los despertábamos. Nos movíamos en bicicleta. Les sacábamos los guardabarros para que parecieran de cross, y las sabíamos arreglar, cambiar las gomas, ajustar los frenos, esas cosas. Siempre andábamos en patas y sin remera.

Nuestros amigos nos enseñaron en esa época a tirar con gomera y a elegir las piedras buenas, a hacer un carro con rulemanes (no había bajadas en el pueblo y empujar era bastante cansador), a jugar a las bolitas, a robar naranjas, limones y nísperos que usábamos como granadas cuando jugábamos a la guerra, también a robar almanaques de los negocios, a jugar al ajedrez, a leer Nippur, El Tony y Dartagnan, a andar en moto, a jugar al ping pong, a espiar a las mujeres cuando se duchaban en el club, a pescar anguilas en un zanjón, a enviciarnos con los flippers y el Space Invaders, y a jugar al voley, aunque nunca fuimos buenos.

Papá y mamá nos querían mucho pero nuestros abuelos eran más buenos. Mi abuelo nos mandaba a comprar todos los días dos paquetes de Jockey Suaves Largos. Nos regalaba el vuelto y corríamos a los flippers o al club. En el club había una pileta enorme con trampolín, una mesa de ping pong (ganador quedaba en cancha), una despensa donde vendían jarras de Coca Cola y sándwiches, y también una cancha de voley con piso de tierra. El lugar era grande y tenía muchos árboles, unas parrillas y al lado había una pista de aterrizaje que era de pasto. A veces, nos metíamos en el hangar para ver las avionetas. Había un olor fuerte, mezcla de veneno para fumigar, nafta y encierro.

En navidad preparaban una mesa para los chicos. En otra, ponían la comida: tartas, fiambres, ensaladas, vitel toné y pavo. Todos comían como chanchos. Yo prefería las tortillas de mi abuela. Ver el árbol repleto de regalos era demasiado. Para matar la ansiedad tirábamos miles de petardos que nos regalaba una tía. A las doce en punto, los bomberos prendían una sirena y nos abalanzábamos a abrir los paquetes que ya teníamos identificados. Después salíamos a seguir tirando petardos y mi tía trataba de hacer despegar un globo de papel que siempre terminaba prendido fuego.

Otra de las cosas del pueblo era que mis abuelos tenían hermanos que vivían cerca. Teníamos mil primos. Las comilonas duraban horas. También estaba mi tío Daniel. Él viajaba seguido a la ciudad. Era mi preferido porque no nos trataba como si fuéramos chicos. Mi mamá decía que era medio loco, decía que era un poeta loco. Yo no sabía lo que era un poeta. Daniel nos mostró una vez unos cuadros que había pintado. Uno tenía un dibujo de un señor que se parecía mucho a él. De la cara le salían manchas rojas, parecían sangre. No le preguntamos qué eran porque el cuadro nos gustaba igual. Un día nos llevó a una laguna a pescar. Quedaba medio lejos pero fue divertido. Sacamos como cincuenta pejerreyes, y a la noche mi abuelo los hizo fritos, a la milanesa. Daniel y mi abuelo no se llevaban muy bien. Me acuerdo que una vez yo estaba en el patio y los escuché discutiendo en la cocina. Se gritaban. Pero a Daniel nunca le importaba nada. Cuando mi abuelo se daba vuelta, le hacía burlas y nosotros teníamos que aguantar la risa. Lo bueno de Daniel era que nos llevaba al cine. El cine no era como los de Buenos Aires. Pasaban dos películas y todos gritaban y los grandes se daban besos y fumaban. También me acuerdo que mi abuela iba mucho a misa y nos pedía que la acompañáramos. Nosotros nos sentábamos al fondo para poder rajar. Los días pasaban y nunca eran iguales.

El día que Daniel se fue no me lo olvido más. Habíamos ido al club. Fue la primera vez que Elisa, una chica un poco más grande que nosotros, nos mostró la rayita. Sólo podíamos mirar, esa era la condición que puso. Nos pareció rara porque tenía como un pito chiquito. Le pedimos que hiciera pipí para ver por donde salía. No nos pareció gran cosa eso de verle la rayita. Daniel nos había dicho, que cuando fuésemos más grandes, las mujeres nos iban a gustar mucho. La cuestión es que, cuando nos aburrimos de Elisa, fuimos a nadar un rato y uno de los pibes casi se ahoga porque se le enganchó la cadena en la rejilla del fondo de la pileta. Lo sacaron entre dos señores y el pibe primero vomitó agua y al final un poco de comida masticada. A la tardecita llegamos a la casa y estaban preparando las comidas para la noche. Era el día de año nuevo. Corrimos al cuarto de Daniel y vimos ropa tirada arriba de su cama y todo desordenado. Después mi abuelo nos dijo que ayudáramos a mi abuela a poner la mesa. Le pregunté donde estaba Daniel y contestó que se había ido a la ciudad. Me pareció raro. Pasaron unos días y Daniel no volvía y pensé que tenía que ver con la discusión que había escuchado desde el patio.

Los pibes del barrio nos miraron por un tiempo con cara de lástima y a nosotros nos daba bronca. Uno me preguntó varias veces si sabía por qué se había ido Daniel. La última vez me cansó y le metí una trompada en la nariz. Se puso a llorar y se fue sangrando a la casa. Después la mamá vino a hablar con mi abuela y a la noche mi abuelo me puso en penitencia.

Las cosas fueron cambiando. Mi abuelo me mandaba a comprar los Jockey pero no me daba el vuelto. Tampoco se afeitaba muy seguido ni le hablaba a mi abuela. Cada tanto la encontrábamos en el patio, triste, y se apuraba a entrar a la casa. Mi abuelo cocinaba menos y nos parecía que la comida no le salía tan rica.

Primero fue lo de mi abuelo. Yo estaba en primer año en una clase de geografía y un celador me dijo que tenía que ir a planta baja, que mi mamá me estaba esperando. Fue la primera vez que la veía llorando. Mamá me dijo que mi abuelo había tenido un ataque al corazón. Me dijo que de ahí se iba volando en auto para el pueblo. No supe bien qué decir, ni qué hacer. Era época de exámenes y me había llevado todas las materias. Le di un beso y volví a la clase.

Lo de mi abuela fue diferente. Fue más o menos un año después. Estuvo internada unos veinte días. Mamá viajó para estar con ella. Nos llamaba todos los días para contarnos las novedades. La tarde que atendí el teléfono y me lo dijo, no me sorprendió. Le dije que íbamos a viajar esa misma noche. Llegamos a la mañana, fuimos al velatorio y a la tarde al entierro. Daniel no apareció. A mamá le dimos besos y la abrazamos mucho.

Al otro día cargamos un montón de cosas en el auto. A mi me gustaba ir de copiloto. Mi hermano iba atrás, con muchas valijas encima. Mamá manejaba despacio y cuando pasamos al lado del club, había una avioneta despegando y tuve que taparme la cara para que no viesen que me había largado a llorar.

 

 

©Martín Llambí

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Martín Llambí

"Tengo 31 años. Desde los 15 leo unos tres libros por mes. Mi madre estudió Letras. Durante 9 años trabajé en un banco. Cuando terminé de aburrirme, pedí un plan de retiro voluntario. Con esa guita pude tomar un año y medio sabático: le di duro a la guitarra, fui a ver dos mil películas y empecé a ir a un taller de escritura. Al cabo de dos meses, el taller no me resultó muy productivo y abandoné. Desde entonces escribo por mi cuenta, confiando en mi criterio. Las entrevistas a escritores y los textos donde explican sus trucos son fundamentales. Leo mucho e imito cosas de distintos autores. Hace un tiempo que escribo una especie de diario. Estuve tratando de adaptarlo para transformarlo en novela pero no hubo caso. Seguirá siendo un diario.

Desde que la plata del retiro voluntario se acabó, tengo distintos empleos. Ninguno es tan importante como para que logre angustiarme."

 

Publicaciones en el interpretador:

Número 8: noviembre 2004 - El regalo (narrativa)

Número 9: diciembre 2004 - La fiesta (narrativa)

Número 9: diciembre 2004 - Bailando en este mundo gastado -1- (aguafuertes)

Número 10: enero 2005 - Bailando en este mundo gastado -2- (aguafuertes)

Número 11: febrero 2005 - Bailando en este mundo gastado -3- (aguafuertes)

Número 12: marzo 2005 - Bailando en este mundo gastado -4- (aguafuertes)

   
   
   
   
   
 
 
 
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Margen inferior: Edward del Rosario, The Gift (detalle).