el interpretador narrativa

 

La fiesta

Martín Llambi

 

 

 

 

Me pego un baño. La toalla está áspera. Me gusta que esté áspera porque seca bien. Me paso el desodorante en barra varias veces. Elijo una remera blanca y los pantalones y zapatillas que vengo usando esa semana. Antes de salir fumo un porro. Mientras camino a la parada del colectivo me doy cuenta de que fue mucho. El viaje no es largo pero resulta eterno. Hace calor. Bajo, y el aire que me pega en la cara me gusta. El barrio es caro. Tiene árboles viejos y enormes, pero para sus habitantes, la inseguridad es el tema de conversación. Cada edificio tiene un sereno aunque casi todos duermen sentados detrás de escritorios con radios prendidas en AM.

La fiesta es de un matrimonio conocido que no veo desde hace siglos. La semana pasada los crucé en la calle y me invitaron. Dijeron que iba a estar muy copada, buena música y gente cool. Odio a los que intercalan palabras en inglés. No había que llevar nada. ¿Un vino?, pregunté. Nothing, contestaron. Festejaban la inauguración de la casa. Año y medio de construcción, explicaron. Quedé en ir, tengo el sí fácil. Después dejaron algunos mensajes en el contestador automático recordando la fecha y la dirección. Además mandaron un mail. No tenía escapatoria.

La casa es moderna. Mucha ventana, metal, líneas rectas y algo de piedra. Las pocas paredes están pintadas de blanco. Subo una escalera hasta la puerta de entrada. De adentro sale música electrónica. No creo que los vecinos estén muy felices con el evento de los nuevos. Estoy un buen rato buscando el timbre. Lo único que encuentro es un tablero con teclas numeradas parecido al de un teléfono. Toco todas pero no pasa nada. La puerta no tiene cerradura. Mis manos comprueban que además es dura. Nadie abre...Lógico, el ruido te destruye los tímpanos. Bajo las escaleras. Decido volver a casa pero veo un pedazo de pared que da al jardín. No es muy alta, trepo, salto y caigo arriba de unas plantas. Las machuco un poco. Veo una pileta iluminada donde ¿dos sirenas? nadan. Les digo hola. Me miran y empiezan a reírse sin parar. Aunque hay antorchas y velas por todos lados, afuera no hay nadie más. Sigo viaje y entro a la casa. Me envuelve una ola de frío. Sistema de aire acondicionado central. Un flaco que baila sin seguir el ritmo de la música, exhibe o lo drogado que está, o lo tonto que es. No hay mucha gente y entiendo porqué insistieron tanto en invitarme. Además, las personas que veo no parecen muy cool. El lugar es enorme. En la mesa del comedor hay todo tipo de bebidas, copas y hielo. Un energúmeno con un turbante en la cabeza es el barman. Vuelo a buscar algo para tomar. Tengo un jabón entero en la garganta. “¿Querés un daiquiri?”, me grita el pseudo árabe. “Una cerveza por favor”, le digo moviendo los labios como si estuviese hablando con un sordo. Antes de salir disparado a un sillón donde dos chicas conversan, me dice al oído: “Aguante Bin Laden”. No respondo.

Me siento y escucho que las dos chicas hablan de algo relacionado con la astrología. La palabra preferida de la morocha es “energía”. No para de hablar y la compañera la escucha con atención. “Lo que pasa en este país es un problema de energía. Los gobernantes tienen energía negativa que baja en cascada al resto de la población. La gente está desarmonizada, y ya no tiene energía para seguir peleando...”, etcétera, etcétera. Mientras tanto tomo la cerveza que está tibia. ¿Tendría la casa un problema de energía eléctrica? Miro al resto de los invitados. No conozco a nadie. En un momento dado la morocha me mira. No quiero establecer contacto visual (ni de ningún tipo) pero es tarde. “¿Qué hacés ahí solo? Acercáte, estamos charlando con Luna de un montón de cosas. Vení”. Corro el culo al almohadón de al lado. La parlanchina se llama “Orion”. En realidad, explica que no son sus verdaderos nombres, acaban de volver de vacaciones de una isla (creo que del Caribe) donde en una ceremonia tribal, un chamán se los puso. Qué interesante, digo. Conociendo la respuesta les pregunto si fueron a un hotel “all inclusive”. Orion me dice que nunca van a esos lugares. Ellas siempre viajan de mochileras. Les pregunto si viajan mucho. “Todo el tiempo. Vamos mucho a India”. La charla continúa en los mismos términos durante un rato. Orion es insoportable. Contemplo a Luna. Me gusta su silencio. Adivino la forma de sus pezones debajo de la remera ajustada y fantaseo con una raya depilada. Me excitan. Parece aburrida de todo. Me cae simpática pero no tanto como para seguir aguantando a Orion, la energía, el aura, el karma y demás. Les digo que voy a buscar a los dueños de casa para saludarlos. Orion guiña un ojo y junta las manos haciendo un saludo estilo monje hindú. Luna no abre la boca.

El cuadro de la fiesta es deprimente. Además de las chicas, Bin Laden y el drogadicto perdido, hay un par de parejas con cara de quiero-volver-a-casa. Miro el jardín a través de una ventana. Las sirenas retozan en unas reposeras pero mejor evitarlas. Perdido por perdido, decido recorrer la casa en busca de no sé bien que. Tal vez escapar de la música. Bajo una escalera-caracol de hierro. El pasillo es largo, muy largo, y despojado. Está repleto de puertas cerradas. La primera que abro da a un baño con azulejos negros. La segunda, a un cuarto con la luz apagada, pero escucho que hay alguien adentro y la cierro. De la tercera, sale un perro enano (de muy mal carácter) y empieza a ladrarme. Perro psicótico, le digo, cortála. El hijo de puta no para. Perro de mierda. Lo empujo con el pie para adentro para tratar de encerrarlo. Me muerde la pantorrilla y con la otra pierna le pego una patada en la panza. Perro psicótico acusa el impacto y aprovecho para pegar un portazo que casi le parte el hocico. Contento encaro de vuelta la escalera. Empiezo a subir cuando del cuarto de la luz apagada sale corriendo la dueña de casa, gritando: “BOBBY, BOBBY” Supongo que todavía puedo huir, pero con un timbre de voz demasiado agudo me chilla: “¿QUÉ LE HICISTE A BOBBY?” Antes de abrir la boca pongo cara de preocupación y contesto: “Hola, ¿Cómo estás? Se te ve espléndida”, “No desvíes el tema de conversación. ¿Por qué llora Bobby?”, “No vi a ningún Bobby...En realidad puede ser que arriba haya uno, el del turbante…Te veo muy nerviosa...Tranquila, bajé porque estoy buscando a una chica muy simpática que se llama Orion, Orion una tímida…¿No la viste por acá?. Qué linda casa...” No contesta y se va directo a abrir la puerta donde está el can. Perro psicótico me ve y retrocede llorando. Contengo la risa, subo y salgo al jardín.

Me siento en una silla blanca. Las sirenas me observan como si fuese un marciano. Logran incomodarme un poco. Saco del paquete de cigarrillos un porro bastante grande y lo enciendo. Dos pitadas largas me hacen toser un poco. Mientras me miran no dejan de secretearse cosas al oído. Unas maleducadas. “¿Fuman?” les parece una pregunta graciosísima. Se vuelven a reír como histéricas. Apago el porro. Trato de fulminarlas con la mirada y entro a la casa. Por suerte, el pseudo árabe no está a la vista. Agarro una cerveza que está mejor que la anterior. Orion conversa con un recién llegado. Hace una seña para que me una, pero no le hago caso. Al minuto, la tengo pegada al lado mío. “¿Dónde te metiste? Ya te empezaba a extrañar”, dice en plan seductora. Respondo que soy arquitecto y que recorrí la casa contemplando el diseño. “¿Sos arquitecto? Me fascina la arquitectura”, “¿Y Luna?”, pregunto. “No sé, debe andar por ahí”. “Ya vengo”, digo y salgo disparado. Lo único que puede salvar la noche es encontrar a Luna y convencerla de ir a casa. En el living no está. Bajar es riesgoso: puedo toparme con perro psicótico o peor, con la dueña de casa. Entro a la cocina y prendo la luz. Luna sentada en la mesada de mármol rodea con sus piernas al falso Bin Laden. Bin Laden la bombea con ritmo frenético. Demasiado para mi. Pido disculpas, aunque creo que ni me deben haber visto, apago la luz y salgo a la calle.

Camino bajo los árboles. El viento les mueve las ramas y los hace susurrar. El cielo está nublado. En una esquina escucho un sonido que me gusta. Son un montón de pájaros cantando en un jacarandá. Cantan y cantan. Me siento en el cordón de la vereda y me quedo petrificado por la música. Me despiertan unas gotas de lluvia. Al rato no escucho más a los pájaros. Camino hasta casa. Llego empapado. Me pego una ducha caliente, me meto en la cama y sueño con árboles que cantan.

 

 


©Martín Llambi

 

 
 
el interpretador acerca del autor 
 

 

               

Martín Llambi

"Tengo 31 años. Desde los 15 leo unos tres libros por mes. Mi madre estudió Letras. Durante 9 años trabajé en un banco. Cuando terminé de aburrirme, pedí un plan de retiro voluntario. Con esa guita pude tomar un año y medio sabático: le di duro a la guitarra, fui a ver dos mil películas y empecé a ir a un taller de escritura. Al cabo de dos meses, el taller no me resultó muy productivo y abandoné. Desde entonces escribo por mi cuenta, confiando en mi criterio. Las entrevistas a escritores y los textos donde explican sus trucos son fundamentales. Leo mucho e imito cosas de distintos autores. Hace un tiempo que escribo una especie de diario. Estuve tratando de adaptarlo para transformarlo en novela pero no hubo caso. Seguirá siendo un diario.

Desde que la plata del retiro voluntario se acabó, tengo distintos empleos. Ninguno es tan importante como para que logre angustiarme."

 

Publicaciones en el interpretador:

Número 8: noviembre 2004 - El regalo (narrativa)

Número 9: diciembre 2004 - Bailando en este mundo gastado -1- (aguafuertes)

 

   
   
   
   
   
 

Dirección y diseño: Juan Diego Incardona

Imágenes de ilustración:

Margen superior: Josh Agle, Years Later, We Turn to Baal.

Margen inferior: Tamara de Lempicka, Spring (detalle).