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Ah� estamos nosotros, los tres en semic�rculo, frente al ba�l abierto. El Pasat sigue detenido en la banquina, a cien metros de la Rotonda de Curipe, donde la Provincial vieja empalma hacia Ober�. El bolso con los dinares nos parece un insulto cuando el ba�l ya se cierra. La mano de Fabio tambi�n se cierra y ya es un arma. Ah� estamos nosotros, puedo vernos? Y no se trata de un efecto del recuerdo: desde un principio el plan de V�ctor ha sido montar una escena, y como resultado imprevisto de esa estupidez ning�n peligro alcanza a romper mi aislamiento, mi impotencia de espectador ante mis propias acciones vac�as.
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Al verlo desembarcar en la cuadra, los due�os del gimnasio de enfrente hab�an hecho correr la voz de que el Centro de Suplementaci�n Deportiva los iba a perjudicar en t�rminos de imagen, sobre todo cuando ser�an muy pocos los socios que compraran los energizantes y anab�licos.
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?Ac� viene toda gente profesional?, dec�a V�ctor, fastidiado, mientras acomodaba en el local de tres por tres las pilas de baldes con palabras como max y plus y ultra en las etiquetas multicolores. ?Alg�n que otro loquito tambi�n compra, no les voy a decir que no? Pero la mayor�a es gente sana, ol�mpica. De hecho yo antes andaba cerca del Cenard?.
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�Pelado y muy flaco, a V�ctor nadie le hubiera dado los cincuenta a�os que ten�a. Y a primera vista, por lo dem�s, costaba creer que alguna vez hubiera sido parte de la vieja guardia del culturismo argentino. Una lesi�n complicad�sima en las v�rtebras, seg�n me contara Fabio, lo hab�a alejado por completo de la pr�ctica de la actividad. Desde entonces se hab�a dedicado a sobrevivir, y a elucubrar en sus ratos libres varios negocios tan brillantes como postergados ?entre ellos, hasta entonces, claro, el de los dinares.
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?Y vos si no tom�s nada, no vas a crecer?, me dec�a a m�, ya m�s distendido, a la espera del agua para el mate. ?Mir�lo si no a �ste?, lo se�alaba a Fabio, ?mir�lo c�mo con esa cara igual le funcion�?.
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Por supuesto que yo jam�s tomar�a nada? Si al terminar las rutinas me cruzaba al local de V�ctor era s�lo para charlar y divertirme un rato. Qu� me importaba esa supuesta ley de la suplementaci�n y el crecimiento. El gimnasio no me servir�a m�s que para mantener recta la espalda, a lo sumo armar un poquito los hombros. Gajes del oficio, claro. Mi madrina trabajaba en un mayorista de ropa, y como una o dos veces por mes organizaba desfiles en el interior bonaerense, a m� siempre me convocaba para hacer la masculina de joven. De ah� que no estuviera de m�s cuidarme un poco.
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?Ay, ten�s el perfil de Graciela?, sol�a decirme mi madrina despu�s de los desfiles. Y cada vez que nombraba a mam� se le pon�an los ojos brillosos. Parece ser que el v�nculo entre ambas hab�a sido muy �ntimo, y que ella hab�a quedado muy sensibilizada por lo de mam�. De cualquier manera, a m� algo en toda esa historia no dejaba de incomodarme. Una vez, creo que en Chivilcoy, estuve a punto de no tolerarlo? ?Igualito a ella, s�. Sos un querub�n?, recuerdo que me dijo mi madrina. Y la palabra querub�n me sac� por completo. Yo sab�a que ten�a rasgos m�s bien ani�ados, incluso medio angelicales, pero bueno? Si me lo banqu� y me call� la boca fue porque necesitaba la plata. Con eso y con las traducciones m�s o menos iba tirando. ��������
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?Para m� lo de los dinares es guita perdida. As� nom�s te lo digo?, me confes� Fabio, sin sacar la vista de una planchita de pelo, diminuta en sus manos. Ambos coincid�amos en que V�ctor manten�a algo as� como una creencia m�stica. Es decir: cre�a que todo hombre tiene un momento central en su vida? No para saber qui�n es, ni cu�l es su vocaci�n, ni boludeces por el estilo. Sino para ganar plata. Mejor dicho, para hacer plata. Porque no se trataba de ganarla, sino de hacerla. Y cuando hablaba sobre los dinares, V�ctor transmit�a con todos sus nervios la certeza de que ese momento central en su vida empezaba a hacerse tangible. ?Pero de �ltima??ahora Fabio s� me miraba?. �Cu�l es el problema? La plata es suya. Nosotros podemos acompa�arlo igual, �no??. S�, pensaba yo, aunque todav�a no dir�a nada. Como cediendo a una tentaci�n, me acerqu� a la jaula del canario, junto a la puerta del tallercito. Mi mente ya estaba puesta en hablar con Cristina? Fabio ten�a una t�a abuela en Ober�, y, seg�n dec�a, despu�s podr�amos pasar a visitarla, quedarnos unos d�as, descansar un poco por all�.� �se era el canario m�s amarillo que hab�a visto en mi vida. Amarillo Plus. Amarillo Ultra. Fabio segu�a d�ndole vueltas a la planchita.El destornillador y las pinzas parec�an casi escarbadientes entre sus dedos.
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As� como Fabio sab�a manejar, yo sab�a ingl�s, pero en principio ninguna de esas habilidades resultar�a imprescindible? Por qu� V�ctor nos quer�a en Iguaz� era ?al menos por el momento? una pregunta sin respuesta convincente. Hay que decir, eso s�, que a fin de cuentas tampoco le cost�bamos tanto: ten�a en total treinta mil d�lares: veintiocho para cambiar: dos para repartirnos entre Fabio y yo.
A la hora de justificar los n�meros del plan, m�s all� de todo misticismo, sin duda que la carta principal era el Argumento. ?El Argumento es Kuwait ?nos hab�a dicho V�ctor la primera vez?. S�, Kuwait? �Por qu� me miran as�, che? Parecen boludos??. Se trataba, seg�n �l, de una realidad. De una verdad hist�rica. Despu�s de la invasi�n de 1991, apenas estabilizado el pa�s por los yanquis, el dinar kuwait� val�a veinte centavos de d�lar. Un a�o y medio despu�s, sonre�a V�ctor, el valor hab�a trepado a tres d�lares y medio.
?Hoy, muchachos, el dinar iraqu� vale menos de veinte centavos de d�lar? As� que saquen la cuenta. El petr�leo est� ah� abajo, no se evapora. Tarde o temprano va a pasar lo mismo que en Kuwait. Es cuesti�n de tiempo nom�s?.
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?�Pero? adem�s de lo del trailer? no sabe nada m�s sobre la gente de all�??
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Claro que todas las preguntas de Cristina eran para cuidarme. Despu�s de todo, por algo era mayor que yo. Y veinte a�os nunca son poco cosa. Con aire de confianza le asegur� que todo saldr�a bien. Que tendr�a mucho cuidado. Que nada malo podr�a pasarnos? Cuando el tema empezaba a cansarme, le ped� que me mostrara las fotos.
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Ay, de pronto me mor�a de ganas?
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�Ella trajo la caja. Ah� estaban las fotos de Ra�l: el d�a que egres� de la Juan Bucetich, el d�a que entr� en la sexta de Avellaneda, el d�a que lo condecor� Arslanian, muy poco antes de esa tarde fat�dica? Y en ese punto, como siempre, Cristina se puso a llorar? Para qu�: no le di tregua: le hice el amor hasta la madrugada. Y lo digo as� aunque suene un poco cursi. Est� bien que no �ramos pareja, pero yo lo que le hac�a era el amor.
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Para poder movernos all�, V�ctor hab�a descartado de entrada ir en micro. Viajamos su auto, un Pasatgrisesito, modelo 97. Por algo que com� a la salida, anduve todo el viaje bastante descompuesto. Vomit� dos veces. Una en la estaci�n de servicio de Urdimbe, y otra al costado de la ruta, qui�n sabe d�nde. El resto del tiempo dorm� o intent� dormir en el asiento de atr�s. En alg�n momento, turnados al volante, V�ctor y Fabio discutieron algo del trailer. Cuando empec� a sentirme mejor, el paisaje ya ten�a algo as� como un aire, un matiz centroamericano. ?Cualquiera ?me dijo Fabio?. No es para tanto?. Faltaban menos de dos horas para llegar a Iguaz�.
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Me acuerdo bien que empec� a avivarme cuando me qued� solo en la piecita del hotel. Despu�s de ducharme, todav�a envuelto en un toall�n, me tom� dos rayas,� me mir� como hipnotizado en el espejo, y al final entonces me dije ?s�?. Era obvio. Claro que jam�s podr�a haberme dado cuenta all� en Buenos Aires, porque hab�a sido necesario estar en ese ambiente. El mosquitero verde en la ventana, la humedad en el techo, el marco rajado del espejo?
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Mil detalles m�s cabr�a agregar ahora. Pero lo importante, lo m�s importante es lo siguiente: yo hab�a dejado de parecer un querub�n. O mejor dicho, tal vez por parecerlo m�s que nunca, de pronto ese ambiente me convert�a en otro. Otro igual y distinto. Tan igual y tan distinto como un Opuesto? Quien me hubiera le�do la mente en ese instante no me desmentir�a al confesar ahora que me vi como un pose�do. �O se dice poseso?
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Como sea, esa sensaci�n se magnific� una vez que baj� a la salita de recepci�n, donde ya estaban los otros dos. Fabio me result�, m�s que nunca, un elefante. Y V�ctor? V�ctor ten�a puesta una camisa bien roja, casi el�ctrica, y la pelada le brillaba como una candela. Un tr�o inasimilable. ?S�?, me dije otra vez. Ah� fue cuando termin� de entender el plan de V�ctor: la premisa b�sica era nada m�s y nada menos que montar una escena.
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Sin duda el peor problema de todo plan ?aun del m�s rid�culo, del peor? es no confiar en �l. Terrible que antes de subir al Pasat el mism�simo V�ctor haya dejado de creer en su criatura, a juzgar al menos por los labios que se le han puesto medio amoratados y por el color sangu�neo de la pelada que muestra ahora matices casi fosforescentes. La verdad que nunca he visto algo as�? pero bueno? el miedo afecta a la gente de diferentes maneras.
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?Manejo yo?, decide Fabio, que parece haber notado lo mismo, y esa firmeza en la voz es inaudita en �l, casi excesiva, pero sirve para reanimar un poco a V�ctor. Nos subimos finalmente y arranca el auto. En camino nom�s entonces. Ah� vamos los tres. A aparentar una peligrosidad que no tenemos. A actuar frente a un grupo de cambistas turcos que nos dar�n el equivalente de veinte ocho mil d�lares en moneda iraqu�? Y a partir de cierto punto, pienso, la situaci�n entera se mantiene en pie s�lo gracias a una fuerza misteriosa, que no es otra que la de su propia inverosimilitud, la de su imposibilidad �ntima ?puesta a prueba? en defensa.
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Ah� vamos.
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La salida de la ruta 12, la YPF abandonada, la Shell, trece kil�metros exactos, el camino de tierra a la derecha, y al final divisamos el famoso trailer. Estacionamos a unos metros, bajo un gomero. V�ctor abraza el malet�n y dice ?bajemos?, quiz�s s�lo para probar que su voz no ha desaparecido. Al acercarnos se prende en el interior una luz. Es la se�al. Todo marcha seg�n lo previsto.
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Adentro no hay m�s que un hombre: vestido sobriamente de azul, con un s�lo anillo dorado en su anular, el turco nos saluda con seca cortes�a y nos invita a sentarnos alrededor de una mesita desplegable, sobre la cual hay una botella de agua y un paquete de cigarrillos. ?�Agua? �Cigarrillos??, ofrece en un espa�ol trabajoso pero entendible. Y al preguntar por un tal Hammed y por un tal Hilal ?nombres que V�ctor escucha sin reconocer?, el turco se muestra un poco extra�ado, incluso quiz�s sorprendido de que no conozcamos a los �contactos? en Buenos Aires.
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Aunque eso tampoco parece importar demasiado, porque se da vuelta como si nada y levanta del suelo un bolso Adidas. Y mientras lo abre sobre la mesa dice que hay ah� un equivalente a treinta mil d�lares en moneda iraqu�. Podemos controlar los billetes a voluntad, nos dice.
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Obedecemos los tres. Cada uno toma un fajo.
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En el frente, veo, todos los caracteres est�n en �rabe, y la ilustraci�n es una estatua de estilo vagamente grecorromano. En el reverso hay un edificio ultra moderno, y los caracteres est�n en ingl�s: Bank of Irak, leo con fascinaci�n.� Como si me rozara una mosca, me doy cuenta entonces que V�ctor me est� mirando con expectativa, esperando acaso una respuesta m�a. Yo separo un billete del fajo, al azar. Lo tengo, lo siento con mis dedos. ?Papel moneda es papel moneda?, pienso. Bank of Irak, vuelvo a leer en el lado del reverso. Y lo miro de nuevo a V�ctor. Y asiento... Qu� se yo... �Qu� otra cosa voy a hacer?
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�De qu� manera? �Por d�nde? �Cu�ndo ha entrado ese otro tipo al trailer?
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Bajito, cobrizo, y achinado, se mueve como una serpiente oriental. No s� qu� hace el turco, porque yo todo el tiempo miro el arma: como si fueran cebitas: uno, dos, tres disparos. Ninguno de nosotros se mueve. Ni sentimos miedo siquiera, porque de tan ignorados es como si no estuvi�ramos ah�? El tipo toma el malet�n con los d�lares, y sin apuro sale del trailer, protegido por una serenidad tal que desconcierta y anula irremediablemente.
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El que se anima a hacer lo que hay que hacer, sorprendentemente soy yo. Tardo dos minutos, eso s�. ?Est� muerto?, digo arrodillado junto al turco, una vez que estoy seguro de que ese cuerpo no tiene pulso. Y volvemos a mirarnos, otra vez en silencio. Como si estuvi�ramos un pantano. Un pantano del que debemos salir. De inmediato. Decir algo.
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?Che? ?dice Fabio?. No se llev� los dinares??.
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Terco, negado a pagar un boleto de micro, Fabio insiste en que hagamos dedo, convencido de que un cami�n va a levantarnos. El Pasat est� frenado al costado de la ruta, a cien metros de la rotonda de Curipe, donde empalma la Provincial vieja hacia Ober�. Yo estoy dispuesto a hacerle caso a Fabio, m�s bien porque ya no puedo tomar ninguna decisi�n.
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?Bueno?,� murmura V�ctor, el primero en bajar del auto.
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A esa hora de la tarde el viento sigue c�lido y trae bandadas de mosquitos. El bolso con los dinares esta en el ba�l. Sin contar nada, V�ctor nos da a cada uno un fajo.
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?V�ctor??, empieza Fabio. Y lo que va a decir est� claro desde un primer momento.
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?�Qu�? ?Una pausa?. �O vos no viste lo que pas�??
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?Yo lo que te escuch� decir all�?, insiste Fabio, ?es que hab�a dos mil d�lares. Mil para �l ?me se�ala? y mil para m�. As� que ahora no te??.
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?Vos viste lo que pas�, pibe?, lo corta V�ctor, y cierra el ba�l y empieza a darse vuelta para subir al auto.
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Entonces viene la mano de Fabio.
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Y por el sonido del golpe, est� claro que no ha sido una mano cualquiera.
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?Es ah�?, dice Fabio, y estaciona el Pasat. La barriada oeste de Ober� se me hace el lugar m�s triste que he visto en mi vida. Hemos llegado adonde vive su t�a abuela. La casita se cae a pedazos, pero al fondo tiene un bald�o bastante grande. Y eso es lo �nico que ahora nos importa.
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Bajamos los dos.
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?La huertita??le dice Fabio a la vieja, mientras terminamos el mate de bienvenida?. Qu� descuidada ten�s la huertita, Nona?.
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Y la vieja le contesta algo as� como que los achaques, la humedad, los huesos. Fabio le toma una mano y me mira a m� antes de hablarle.
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?Nosotros te la vamos a dejar preciosa. Ya vas a ver, Nona?.
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A la ma�ana siguiente empezamos el trabajo. Cortamos yuyos, tiramos chatarra, aflojamos toda la tierra... Como un detalle entre tanto ir y venir, a la hora de la siesta sacamos del ba�l el cuerpo de V�ctor, y envuelto en unas arpilleras lo llevamos para el fondo. La nona mira televisi�n en su cama y no nos trae ning�n problema. Tampoco los vecinos, a quienes apenas hemos visto, y por alguna raz�n nos parecen ser todos viejos, o todos tontos, o simplemente estar muertos. ?Andan as� por la papelera?, dice Fabio,� mientras tiramos paladas de tierra sobre la fosa. ?En serio. R�o arriba hay una? Los deja as�? Atontados...?. Y al escuchar eso paro un segundo; apoyado en la pala, me seco la transpiraci�n, lo miro, me da por re�rme. ?Posta?, insiste �l, ?No te estoy chamuyando. �Qu� te da tanta risa??.