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����������� Me llamaron al celular justo cuando me acomodaba en el sill�n de la peluquer�a.
����������� ?Lo hablamos despu�s ?propuse yo?. Mejor personalmente, �no?
����������� Pero no: la t�pica ansiedad de siempre? Empezaron a contarme en ese mismo momento sobre el nuevo encargo. Hern�n, mi peluquero, tuvo que hacer tiempo acomodando los peines y las tijeras.
����������� ? Ok, acepto ?les dije en un punto, entre cansado y convencido.
����������� La verdad que era una fija que me llamaran a m�. Y no s�lo porque desde hac�a alg�n tiempo les estuviera debiendo una. A veces pasa que puede ser cualquiera; otras, que hay uno llamado a hacerlo. Un gigantesco dedo parec�a se�alarme a m� en este caso. Cuesti�n de disminuir riesgos, claro.
����������� Me desped� con la promesa de pasar a visitarlos para ultimar detalles.
����������� ?Ahora s�, listos. Cortito ?le indiqu� a Hern�n?. Igual que la otra vez... Cortito y apenas desmechado, �te acord�s?
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����������� ?Tampoco era para tanto?, pens� cuando me contaron que el sobrenombre de Chiquito era una iron�a. Metro noventa: la altura del hombre en cuesti�n. Y en comparaci�n conmigo, en realidad, sonaba much�simo. Con mi metro cincuenta y cinco, yo deb�a llegarle casi al ombligo.
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����������� Aunque ya no ten�a rollo con mi altura, si volv�a una y otra vez al tema era simplemente por considerar que ?al menos en parte? hab�a determinado mi profesi�n actual.
����������� �Para qu� mentir? Tiempo atr�s, en la escuela, yo hab�a sido del eterno bando de los sufridos? Cualquier deporte, cualquier juego de fuerza me resultaba una humillaci�n: me sent�a pasado por encima, avasallado, derrotado de entrada. ?Algo tengo que hacer?, asum� con los a�os. Y as� fue. De haber sido m�s alto, seguro habr�a jugado felizmente al rugby en vez de dedicarme a las armas.
����������� De cualquier modo, en trance de indagar en el cuerpo para explicar un camino, en mi caso tampoco pod�a desatender otros detalles: sobre todo el ser bien bien morocho, pero de ojos celestes. As� como suena, s�. Aunque cueste creerlo, gracias a eso logr� siempre transitar por los ambientes m�s dispares sin ocasionar estridencias. Ya fuera en la 31 o en el Hyatt, pod�a mimetizarme con la misma incre�ble facilidad. Algo que en mi trabajo, sin duda, no es poca cosa.
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����������� ? �Y la l�nea de Cali por qu� confi� en un tipo as�? ?les pregunt�, francamente intrigado.
����������� Seg�n dec�a la historia, Chiquito se hab�a formado de joven en los servicios del dictador Alfredo Stroessner. Despu�s, durante los 90, hab�a andado de ac� para all�, dedicado a un poco de todo, sin demasiadas luces. Entre otras cosas, le hizo por dos a�os la seguridad a un sindicato de municipales. Nadie, ni el m�s perspicaz, podr�a haber previsto �su trayectoria.
����������� ? �Por qu�? ?insist� yo.
����������� Nadie supo responderme nada.
����������� A decir verdad, no era la primera vez que escuchaba algo as�. Quiz�s, incluso, ese tipo de ascenso ?mete�rico e inexplicable? fuera m�s la regla que la excepci�n en esos terrenos.
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����������� A m� no hab�a nada que me gustara m�s que llegar a una ciudad desconocida y darme cuenta, apenas al rato, que no me hab�a perdido nada de la vida por no haber nacido all�. Asunci�n me pareci� una ciudad latinoamericana como cualquier otra. Pobreen el peor sentido del t�rmino: aunque quisiera, de hecho, no podr�a contar demasiado. Pas� unos d�as recorriendo el centro, las plazas, las barriadas cercanas. Mi hotelcito estaba en una diagonal llamada Barros. Me costaba mucho ubicarme porque las calles, de ins�pidas, me parec�an iguales entre s�.
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����������� ?No me apuren, che ?les dije en la �nica conversaci�n telef�nica que tuve con Buenos Aires. Yo siempre me tomaba mis tiempos?. Cuando est� terminado, se van a enterar?
����������� Y as� fue como constru� precariamente la calma ?o la nada? en la que siguieron pasando los d�as. Lo �nico que me daba vueltas en la cabeza era el tema del pago. �C�mo no haber pedido m�s plata! Siendo realista: �qu� otro podr�a haber hecho lo que hice yo? ���� De entrada, Chiquito parec�a inalcanzable. No tanto por la esperable existencia de una guardia ?a esa altura de mi vida, cinco matones no eran cosa de otro mundo. La complicaci�n ven�a m�s bien por lo poco que Chiquito sacaba la cabeza a la luz. Casi todo el tiempo estaba recluido en una chacra suya, a una hora de Asunci�n, en la zona de �andubay. Si hab�a un plan posible, sin duda deb�a sustentarse en el dato que circulaba. Mejor dicho, en el chisme? Por algo un dedo gigante parec�a haberme se�alado a m�.
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����������� Como la ciudad toda, el Museo Metropolitano de Asunci�n era una l�grima. Pas� el primer d�a all� recorriendo la exposici�n estable. El segundo, me entretuve con malicia en una muestra de unos alumnos de un instituto de bellas artes. El tercero, ya sentado, le� completo un cat�logo de museos europeos que encontr� tirado en un rinc�n. No s� qu� d�a pas� lo esperado. Tal vez el quinto o tal vez el sexto. Al final apareci� Chiquito. ?El dato era cierto?, pens� un instante antes de empezar mi actuaci�n. Hab�a otros dos pibes haciendo pinta, pero me eligi� a m�. Cuando llegaba la hora, siempre me eleg�an a m�.
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����������� En ese punto siempre ser�a posible preguntar por qu� fue as�, o c�mo hice, o c�mo lo logr�. Preguntas que incluso a m�, a pesar de los a�os, todav�a se me presentaban con bastante fuerza. Y era dif�cil dar una respuesta, al menos sin apelar a una pr�ctica muy rara en m�: reconocer el talento propio.
����������� Quiz�s no s�lo por bajito y morocho y de ojos celestes estuviera yo donde estaba. Tambi�n, como en otros rubros, como en cualquier orden de la vida, hab�a que hablar aqu� de un talento?Vaya a saber uno por qu� la situaci�n me incomodaba tanto. �Y si yo, despu�s de todo, fuera un genio en lo m�o? �Por qu� no asumirlo de una vez? Tal vez s�, lo fuera, pens� mientras Chiquito conduc�a su Grand Cherokee rumbo a un piso ampl�simo en el centro de Asunci�n.
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����������� Me dije que no deb�a precipitar las cosas. Fue una intuici�n fuerte: por algo hab�a llegado, pens�, y conven�a respetarla. Adem�s no hab�a apuro. La oportunidad se se�alar�a a s� misma cuando surgiera. No quise por el momento volver a llamar a Buenos Aires. Ya hab�a dicho lo m�o. Ya hab�a dicho que esperaran, que cuando todo estuviera listo, no tardar�an en enterarse. As� trabajaba yo. Ellos me conoc�an.
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����������� A los dos d�as Chiquito volvi� al Museo a buscarme. Algo le hab�a cambiado en los ojos, o en la voz, no s�. Me trat� con una displicencia mal impostada. Me ofreci� llevarme un fin de semana entero a su chacra.
����������� ?Trescientos d�lares el d�a ?le dije.
����������� ?Doscientos ?dijo �l.
����������� �Sonre�, con aire cansado.
����������� ?Trescientos ?le repet� en voz muy baja y cortante.
����������� Como era de esperarse, �l asinti� en silencio.
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����������� En la chacra, para mi sorpresa, hab�a toda una Gran Familia Paraguaya: sus dos hijas, su hermano el Doc, una tal t�a Maribel, cuatro primos suyos de Uruguay, �una vieja que cocinaba, una vieja que limpiaba, un casero, y los seis matones de su guardia. Y tambi�n los amigos, claro. Esos iban y ven�an todo el tiempo. A veces cinco por d�a, a veces seis. Imposible acordarme de los nombres.
����������� ?Es un amigo de Buenos Aires ?dijo de hecho Chiquito sobre m�?. Se va a quedar unos d�as aqu� ?les anunci� en a todos.
����������� A nadie pareci� importarle demasiado.
����������� Mi dormitorio fue uno de los cuartos de arriba, al final de un pasillo en cuyas paredes hab�a decenas de fotos de Chiquito y sus dos hijas. Las mir� un buen rato, ten�an algo de cautivante. Aunque en realidad me mor�a de curiosidad por saber d�nde estaba la mujer de Chiquito, la madre de las hijas. De saber, qu� se yo, si todav�a era su mujer, si todav�a viv�a, si algunas de las hijas se llamaba como ella.
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����������� En las paredes de los salones de abajo no hab�a fotos, sino cuadros. Casi todos hablaban con gusto de pol�tica, de viajes, de m�sica. Se trataba de gente mucho m�s culta que lo imaginado. Pero bueno, sol�a pasar. En la vida no siempre hab�a caricaturas.
����������� Las hijas de Chiquito eran morochas como yo, y de ojos claros como yo ?eso s�, bien altas. A primera impresi�n resultaban bastante lindas. Pero hab�a un detalle que yo no pod�a pasar alto: ten�an mucho vello en los antebrazos? A un nivel casi problem�tico, dir�a, porque se trataba de un vello bastante oscuro. Estuve a punto de preguntarles si no sab�an que la manzanilla era muy buena para aclararlo. Pero al final me call� la boca. Tal vez se lo habr�an tomado a mal. Hay gente que puede tomarse a mal una sugerencia as�. A m� cuesta entenderlo, pero bueno, todo puede ser.
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����������� La chacra ten�a un parque inmenso. Y en uno de los fondos hab�a un criadero de serpientes. Yarar�s, culebras rojas, cascabeles. Al principio no fui a verlas; sinceramente no me llamaban mucho la atenci�n. Caminaba bastante por el parque, solo, siempre solo. La parte m�s dif�cil de mi trabajo era la soledad. Pasar por las ciudades, las casas, las familias, los tipos? Siempre sin contar nada verdadero sobre m�. Mentir me agotaba. Todo el tiempo mentir. Ni un s�lo minuto de tregua. Era agotador?
����������� Nunca me lo pregunt�, pero quiz�s por eso escribiera.
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����������� Nunca viv� la relaci�n con Chiquito como una parte pesada del trabajo. Eso tambi�n tengo que decirlo. Me acuerdo de que ya casi no tomaba sal de anfetaminas, y eso en m� es un s�ntoma muy elocuente.
����������� ? �Por qu� no te quedas aqu�? ?me preguntaba �l, cada vez que yo simulaba disponerme a volver a Buenos Aires.
����������� ?Veremos ?le respond�a yo.
����������� A Chiquito dej� de cobrarle cuando supe que lo ten�a en mi bolsillo. Se afeit� el bigote, a mi pedido. Y me dio todos los gustos. Eso s�, me mantuvo al margen del negocio, como si yo fuera una buena mujercita. Ni una sola conversaci�n, ni una sola palabra sobre un cargamento: nunca escuchar�a nada.
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����������� Una vez estuvo a punto de desbarrancarse todo el plan de espera?
����������� Fue una noche, despu�s de un asado en la chacra. Como a m� la carne paraguaya me parec�a horrible, hab�a comido realmente muy poco, y me hab�a llenado el est�mago con el vino que me serv�an. En cierto momento me empec� a sentir mal. Decididamente mal. Todos est�bamos ya afuera, las chicas en el borde la pileta, algunos jugando a los dardos? �Qu� me pasaba? Casi instintivamente, me acerqu� al hermano de Chiquito, un tal Le�n, a quien apodaban el Doc. Era m�dico de verdad. Para ser sincero, yo ten�a ganas de ponerme a llorar. No s� bien qu� le dije.
����������� ? Tranquilo? ?sonri� �l, se�alando mi copa vac�a, que parec�a pegada a� mi mano. Y ya no se sostuvo m�s el enga�o?. Ten�s pitiraiba en el cuerpo. Cortes�a de la casa.
����������� Era la manera de agasajar a quien consideraban un amigo.
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����������� Lo problem�tico era que ese hongo ten�a, como efectos principales, la extroversi�n y la �verborragia. De hecho, todos hab�an empezado a acerc�rseme, a rodearme, como espectadores de los delirios que en breve dir�a. De pronto, los colores empezaron a fundirse en mi retina con cada parpadeo. Desde ese momento, m�s o menos, no recuerdo nada m�s.
����������� �Pensar que pude haber confesado todo! Seg�n me contar�an luego, casi todo el tiempo habl� de los dictadores latinoamericanos? Parece ser que enfil� hacia el parque, cruc� terreno a los tropezones y llegu� al criadero de serpientes, buscando, seg�n dec�a, o seg�n gritaba, al ?�ngel de Stroessner?. De no creer.
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����������� Al lado de Chiquito, hubo algo que cambi� en m�. No s� bien por qu�. O quiz�s s�. La cosa es que empec� a ponerme m�s nenita. De hecho, me puse bien nenita. Una entonaci�n m�s caquera de la voz, la crema despu�s de ba�arme, hacerme un poco la artista cuando escrib�a? Para ser franco, aunque cueste creerlo, no hice menos que encarnar una caricatura ?tambi�n las hab�a en la vida. Y sin duda lo hice de coraz�n.
����������� Fue por cierto algo inusitado. Porque yo jam�s hab�a sido as�. M�s de una vez, incluso, me hab�an dado mucha verg�enza ajena esos tipitos que andaban por ah� mariconeando en exceso?
����������� En fin. Vueltas de la vida. Menos mal que estaban las hijas de Chiquito en la chacra. Hab�a que disimular, claro. No s� ad�nde habr�a llegado si no me hubiera frenado un poco ese dato de situaci�n.
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����������� El Boxing Club era un lugar apestoso. Yo hubiera querido quedarme en casa, solo en la habitaci�n, en el peor caso charlando con las chicas. Pero no, Chiquito insisti� para que fuera con �l. Al principio pens� que quer�a que lo acompa�ara para despejar sospechas sobre m�, pero en realidad eso ya iba quedando cada vez m�s atr�s. A �l le gustaba el box, y quer�a compartir ese momento conmigo? As� de simple. Un gesto lindo, en definitiva. Por mi parte, todo bien, pero la mayor parte del tiempo me aburr�. No me interesaba nada lo que pasaba arriba del ring.
����������� Una de las peleas, eso s�, me llam� la atenci�n. Por algo me dej� llevar: me distraje mirando los movimientos de las manos, las miradas de estudio, las caras golpeadas? No mucho despu�s, esa misma noche, mientras me lavaba los dientes, ca� a tierra. Yo conoc�a a uno de los boxeadores.
����������� Era un colega m�o.
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����������� Me empez� a trabajar la cabeza a full. Se llamaba Alonso de apellido, eso seguro; no me acordaba su nombre. �Qu� andaba haciendo por Asunci�n? �Estar�a en una tarea?� No importaba tanto para quien trabajaba ahora: en esas circunstancias, lo fundamental era saber a qui�n hab�a venido a buscar. Supuse que �l pensar�a lo mismo de m�.
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����������� A media hora de la chacra, sobre las barrancas de Freitas, hab�a varias cantinas. En una de las m�s grandes, pintada de amarillo y rojo, tuvo lugar nuestra cita.
����������� ?Vine por Chiquito ?me confes� �l a la primera cerveza?. �Vos? �Tambi�n?
����������� La respuesta ideal a sus o�dos ?lo sab�a yo? ser�a un s�. Por una raz�n muy simple: mi trabajo ya estaba avanzado, �l a lo sumo me ayudar�a un poco, y despu�s cobrar�a hasta la �ltima moneda prometida? Por mera curiosidad, en el fondo me hubiera gustado saber qui�nes eran sus jefes de ocasi�n. Pero hab�a reglas. Y guardar ese secreto era una de ellas.
? Viniste por Chiquito? ?hice eco yo?. Feliz coincidencia, entonces.
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?Vengo bien ?le anticip�?, pero tal vez voy a necesitar cobertura? �Pedimos otra cerveza?
����������� Sobre mi supuesto plan no le cont� casi nada, apenas que el punto clave era un detalle bastante singular de la chacra de Chiquito. Ya se lo mostrar�a, le dije, en un plano que hab�a olvidado en el auto, all� en la parte baja de la barranca.
����������� Tomamos otra cerveza antes de irnos.
����������� ? �Por ac�? ?pregunt� �l, al ver que no hab�a ning�n auto all� donde empezaba ese descampado.
?No, por ac� ?dije yo, alzando bien el brazo, y apunt�ndole a la frente.
����������� Ya volteado por el disparo ?me acuerdo?, �l alcanz� a cerrar un pu�o, como si quisiera darle una trompada a la muerte. S�lo entonces me di cuenta de que era muy alto.
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����������� Al volver a la chacra, me encontr� con Chiquito caminando s�lo por el parque. Ten�a en la mano una bolsa con una yarar� peque�a. Me acerqu� y le di un beso que ?lo sent�? �l agradeci�. Las chicas pod�an estar adentro, tal vez en una ventana, mirando. Pero no nos importaba. Desde ese momento, supe que me quedar�a all�.
����������� A los que me hab�an mandado desde Buenos Aires les seguir�a debiendo una. Quiz�s se enojaran conmigo. Quiz�s alguna vez mandaran a otro para buscarme? Aunque en realidad ser�a bastante improbable. En principio porque me conoc�an bien, y si algo estaba claro era que yo sab�a defenderme. Y adem�s, la verdad, porque tampoco se justifica. Qu� se yo. No era para tanto.
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Juan Leotta
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