Manifiesto desde las alcantarillas
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Juan Marcos Leotta
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...abandonen, pues, a los eternos incr�dulos. Es justicia reiterar ?contra todas las suposiciones difamantes? que somos capaces del arte de la poes�a. Los soberbios y los sordos deber�an escuchar, como he escuchado yo en tantas ocasiones, los ditirambos f�nebres que los deudos suelen dedicar a aquellas compa�eras fallecidas a causa de una an�nima y cobarde diseminaci�n de veneno. �Qu� adjetivos precisos para describir las virtudes de la llorada, qu� met�foras logradas para expresar tanto dolor, qu� refinadas invectivas y juramentos de venganza hacia los culpables! Y s�pase que no por poetisas ignoramos que nuestras palabras son meras palabras... tautolog�a m�s que nunca verdadera en cuanto a los anhelos vindicativos: nuestros corazones acorazados no son aptos para albergar resentimiento ni odio. S�lo podemos conocer tales sentimientos a trav�s de nuestra prodigiosa imaginaci�n. Quien dude de nuestra natural tendencia al amor, que observe c�mo nuestras fornicaciones irreprimibles han logrado poblar los cinco continentes con maravillosos v�stagos que (lo aseguramos con orgullo) continuar�n tan noble tarea a pesar de las crueles persecuciones. Yo, por mi parte, jam�s he llegado a comprender dichas persecuciones. Algunas almas sabias que han brillado entre las multitudes de nuestro imperio universal (tenemos alma, para que se sepa, y en nuestro mundo subterr�neo no existen las mezquinas fronteras) han aseverado que es el sentimiento de asco la causa primera del milenario magnicidio padecido por nuestra especie. Si esa es la triste, la trist�sima verdad, sin duda estamos dispuestas a perdonar a los hombres, tal como las almas sabias lo hicieron, pero reclamamos reservarnos el derecho a la incomprensi�n. Pues: �c�mo podemos despertar asco en los hombres, seres que nos agradan sobremanera y a quienes nuestros antepasados han intentado acercarse innumerables veces, antes de que las sucesivas muertes los advirtieran acerca del peligro de esa obstinaci�n? Algunas de nosotras no pierden la ilusi�n de que el hombre acabe alg�n d�a por imitar al mono, semejante suyo que suele dedicarnos miradas de asombro, o se divierte con nosotras, o en el peor de los casos ignora con pac�fica indiferencia los contoneos seductores de nuestras antenas. Con estupor, l�stima y terror, hemos contemplado c�mo los hombres nos han declarado una guerra implacable y final. S�lo la modestia, inculcada en nuestras peque�as desde los primeros pasos por las alcantarillas, nos impide proclamar a viva voz la superioridad que poseemos respecto a los hombres: nosotras ansiamos la paz, no combatimos a otras especies, amamos la luna, y, m�s a�n, nos resulta impensable la discordia en el seno de nuestros pueblos. Es para nosotras costumbre ancestral guardar alg�n resto de comida para ofrecer a quien viene de peregrinar por t�neles remotos y laber�nticas cloacas que...
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