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?T�, cr�tico literario, hombrecito endeble y de gafas, doctorado en gram�tica pero aplazado en rebeli�n y virilidad; t� maestro en letras y prisionero de la palabra, esclavo del acento; t�, incapaz de crear o destruir el sonido o la forma; t�, lacayo de la Academia y maric�n de las comas; t�, incapaz de emitir una idea que no est� supeditada a la regla, t� con alma de santurrona y meretriz. Yo s� por lo que se te puede comprar y con cu�nto placer te vendes. Por ello, no te adquiero?.
Ra�l Bar�n Biza.
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Indiferente a los pudores de la autoedici�n(1), incluso en la extemporaneidad del ejercicio de la escritura como esgrima del gentleman, Ra�l Bar�n Biza se gratific� en la resistente ciudad se�orial de su persona con una edici�n de lujo de su novela El derecho de matar (1933), para la cual no escatim� tapas de plata con el fin de enga�ar la falsa austeridad de un lector de lujo como el Papa(2), ni hubo mesura en el conteo de p�ginas que lo privara de incluir el alegato de su defensa y el posterior fallo judicial en el cual atendiendo a ?la evoluci�n del concepto �tico literario? el Juez Dr. R. B Nicholson hab�a de absolver al autor de toda culpa y cargo en el proceso en su contra ?al precio de reducirlo, eso s�, a un mero ?enrolado en la ya decadente escuela naturalista que iniciara Zola?.
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Para Bar�n Biza, adivinamos, la recepci�n de esos gestos ?como tantos otros- era todo y era nada. Ya que a la hora de concebir estrategias de figuraci�n jam�s dudar�a en elegir la forma de la negaci�n absoluta de una literatura asumida como instituci�n, como as� tambi�n, por supuesto, la negaci�n de una instituci�n literaria concebida en t�rminos nacionales ?aun cuando poco antes su vida p�blica, m�s all� de figur�rsenos aislada de otras equiparables por abismos de sentidos irreconciliables, ciertamente contara entre sus marcas con la experiencia de la acci�n insurreccional detr�s de una clara idea de naci�n.
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Verdad que la historia de las prescripciones de El derecho de matar y de la persecuci�n policial contra Bar�n Biza se advierte en toda su intensidad en un vast�simo vocabulario condenatorio de contra-invectivas higien�sticas, aparecidas en diarios y documentos varios, y consignadas con parsimonioso deleite en la biograf�a escrita por Cristian Ferrer que en la ocasi�n saludamos. Hay que decir, no obstante, que los avatares de esas pseudo peripecias ten�an que ver menos con la pol�tica de la literatura que con la pol�tica de los partidos. Es que sin el fichaje contra el autor -declarado a partir de su acople a las asonadas radicales- resulta dif�cil imaginar que El derecho de matar hubiera destacado riesgosamente por infamia entre el espectro folletinesco de la �poca, sobre todo cuando en vistas panor�micas el tenebrismo de la reflexi�n le gana p�ginas con mucha frecuencia al voltaje er�tico de las descripciones.
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Postergadas las valoraciones est�ticas, digamos que no es en la nominaci�n pornogr�fica sino precisamente en esos largos excursos reflexivos donde la novela hace eco de una fuente gen�rica situada hist�ricamente en el nacimiento de la literatura moderna a partir de la transgresi�n profanatoria de las bellas letras: en palabras de Diego Tati�n, la obra se halla ?inscripta en la mejor tradici�n libertina, donde el relato literario coexiste con una dimensi�n pol�tica, filos�fica y moral expl�cita, te�rica, no literaria?, y al respecto cabe recordar ?los mon�logos de Dolmanc� en La filosof�a del tocador?, como as� tambi�n, ya en la contemporaneidad de las primeras d�cadas del siglo XX, ?el vuelo especulativo en las nouvelles er�ticas de Georges Bataille?(3).
Pero el provincianismo de Bar�n Biza ?un provincianismo que no puede dejar de ser excentricidad- hace pensar de igual modo m�s all� de los l�mites de Par�s. Y en ese sentido la referencia insoslayable, sobre todo por la escena de la c�pula arriba del sarc�fago, vendr�a a ser el dramaturgo y novelista Vilemy D�Etienne ?alias el Bardo de Grenoble, alias Michel D. Presi, alias Michel Dumainais, alias August Dates, alias August Rivot, autor sin el cual, enigma de los th�pos mediante, ser�a inconcebible la celebraci�n de los graffittis er�ticos en el auge de la ultra urbana fotonovela punk de la caliente banlieu parisina de nuestros d�as (4).
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La estructura de El derecho de matar es simple: hay cinco narremas que se abren, cierran y suceden linealmente: el amor prohibido, el exilio, el regreso triunfal, la traici�n del aliado y el desquiciamiento. La articulaci�n de los mismos se plasma en el texto o bien por la ordenaci�n de los cap�tulos, o bien por condensaciones expl�citas de tiempo: en ambos casos, el resultado es la estridencia de lo abrupto: sin duda all� se cifra, desde un contacto desprevenido, la principal de las falencias sentidas, hoy, en la lectura de la novela.
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Si la novela no fracasa del todo es porque en al menos en m�dica proyecci�n algo asimilable a la tensi�n o la intriga narrativa logra subsistir a partir de la repetici�n de la figura de la deuda, capaz de generar, por su propia disposici�n actancial, un esquema de conflicto ciertamente fuerte -no se trata ya de un deseo, aclaremos la obviedad, sino de una necesidad. A lo largo de casi 100 p�ginas, as�, el relato deja leerse a partir de m�ltiples cruces de deberes y derechos (las dos caras de la deuda), entramado en el cual la novela se nombra as� misma en la instancia en que el protagonista Jorge Morganti, puesto contra el abismo de la miseria, halla el derecho de matar despu�s de haber superado el deber de matarse(5).
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El resto -para nosotros- vendr�a a ser la ut�pica falacia ling��stica de traducir el texto en mensaje, o la simplicidad de reducir complejidades intratables a una mera inculpaci�n de clase, o la incertidumbre de escrutar la �ltima letra para se�alar all� las ra�ces anarquistas de un pensamiento? En cualquier opci�n posible persistir� la tragedia pura como desierto inabordable, ante el cual se pierde cualquier esfuerzo.
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����������� Los amantes, en huida, llegan a destino:
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R�o de Janeiro.
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Su bah�a se hunde como un enorme mordisco que diera el mar con la fuerza impetuosa de sus oleajes, en los senos exuberantes, fecundos, de la tierra brasile�a?
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Entramos en la colmena blanca de las abejas negras? Hombres de �bano con alma de bet�n, que luchan por la eliminaci�n del calor ancestral, por borrar el pigmento que viene desde la alquimia de infinitas generaciones y que, anhelantes de realizar el milagro triunfal de la ansiada coloraci�n, ofrecen camino abierto a la trashumante inmigraci�n art�fice de rostros blancos y ojos azules.
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Llegar�n tal vez a borrar todo lo que les recuerde su origen de esclavos y de reyes-esclavos, de negreros y portugueses rom�nticos. Derrotar�n al ?gl�bulo negro?, pero no habr�n de eliminarlo porque �ste se ha abroquelado en el cerebro, dejar� de ser materia para ser esp�ritu, cuerpo astral, que habr� de brindar a la humanidad una nueva especie: la del ?blanco negro?.
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Entre violencias, excentricidades y rarezas como las previas, m�s de una vez se ha ido nuestra atenci�n mientras nos d�bamos a esta escritura. Y si no hemos resistido esas fugas ha sido a sabiendas de la imposibilidad de solazarnos con ellas en el facilismo del consuelo de una pseudo praxis de alguna �ndole a trav�s de la funci�n cr�tica.
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Por las dudas: mantendr�amos la misma empecinaci�n a�n cuando no hubi�ramos asumido, como ahora, desde un primer momento, que el juego no se compartir�a m�s all� de la lectura azarosa, la fotocopia fetichista y la pirater�a digital.
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Quiz�s toda respuesta ya est� antes cifrada, pero a�n as�: �por qu� escribir lo escrito, entonces? �Para intentar negar la experiencia de la pura p�rdida? �Por una apelaci�n, nom�s, a la escritura en compa��a y a las lecturas amigas? Digamos: si alguien llegara a entrever en la m�s nimia irreverencia una estrategia vital frente a la tragedia, nos har�a olvidar, al menos por un instante, a la literatura como territorio minado de soledad e incomunicaci�n.
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Javier Fern�ndez y Juan Leotta
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NOTAS
1��� Bijou fue el nombre elegido por Bar�n Biza para la fantasmag�rica casa editorial que sacar�a a la luz su obra. Igual de sarc�stico -a�n en la petici�n de ternura-, Nicol�s Olivari se decidi� el mismo a�o por el anagram�tico nombre de Bolsillol Demidedogapa.
2� ?Y para que tus porteros lo dejen pasar,? le dice el autor a S. S. el Papa P�o XI en carta introductoria, ?para poder atraer tu atenci�n, para que �l sea una nota relevante de brillo en el sal�n entristecido de tu biblioteca obscura; he revestido de plata su portada.?
3�� El paralelismo entre Bar�n Biza y Bataille adquiere firme sustento en un leit-motiv fundamental que Tati�n, curiosamente, no consigna: la vista. M�s precisamente, la supra sensibilidad de los ojos del protagonista de El derecho de mata, Jorge Morganti, se proyecta en un entrelazamiento entre el comercio y la sensualidad, el cual encuentra m�s de una veta de reflejo en los raccontos de Simonne, la personeje de la Historia del ojo, publicada por el franc�s dos a�os despu�s. Por lo dem�s, singular�sima en un cat�logo de singularidades, la reflexi�n del viajado narrador de Bar�n Biza acerca de los efectos de las supuestas maravillas t�cnicas de la capital francesa sobre la vista humana: ?Cada rayo de luz establece un cono de saber, en cuyo di�metro la mirada se enrosca. Y en toda ciudad se escenifica un combate indeciso por dirigir la atenci�n de la mirada y para orientarla hacia ciertas tecnolog�as y hacia cierto imaginario lum�nico. Es �sta una contienda de astros en nuestro siglo de las luces?.
4 �Para el detalle: Claudio Iglesias, El espejo de Vautrin en los adoquines del 11�me Arrondissement, en �xito, Marzo, 2005, www.hacemellegar.com.ar
5� En las casualidades de la miseria de R�o de Janeiro, el hombre a quien Jorge le pide limosna resulta ser un antiguo compa�ero de club nocturno. La respuesta es contundente: ?T� -le dice el impiadoso- has ca�do, has rodado y no has tenido siquiera la valent�a de imponerte en tu ca�da; entonces tu deber como in�til �tomo humano, es el de estrellarte: �estr�llate y muere!?. Dado vuelta, ese deber es para Jorge el derecho, inversi�n que le permitir� su reingreso en la sociedad.
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