Para Esteban Masot que tiene la edad que tenía yo cuando el mundo era otra cosa, ni mejor ni peor, diferente. Diferente, quizá, porque la muerte era solo una idea, una idea terrible y que metía miedo, pero solo una idea "y no más que eso".
"Lo único que hay es el hay. La imaginación permite el recuerdo, pero el recuerdo de algo no es ese algo sino que ese algo recordado es algo inexistente ahora."
"Supongamos que la memoria sea el almacenamiento de imágenes, impresiones, recuerdos, ideas, que se acumulan en un número incalculable en determinadas regiones del cerebro; supongamos, además, que "algo" (una energía, una sustancia química o un "alma") actualiza la memoria, es decir saca del depósito una imagen y la ve (me veo pescando a orillas del río Paraná). Ese "algo" debe actualizar en sí otro algo para que quiera o desee actualizar la imagen que se recuerda. Hay algo así como una imagen previa a la imagen que se actualiza con el recuerdo; pero ¿cómo se produce esa actualización?, ¿por qué esa y no alguna otra?, ¿quién actualiza?, ¿otro yo adentro del yo? ¿otra alma en el alma? Además hay que pensar que se trata de un fenómeno ordenado y no caótico. Si las imágenes surgieran al azar, caóticamente, se podría pensar en un mecanismo aleatorio, pero al no ser así el problema lo constituye la narración, al igual que en los sueños. Es como si hubiese alguien que seleccionara y armara el relato, el tránsito. Pero en ese alguien ¿cómo se produce el orden a partir del cual se ordena? ¿y quién ordena ese nuevo orden?"
"¿Cómo podría buscar algo si es un despojo sin vista pero destinado a ver en la ceguera, como ceguera?"
"...la Vida como la facultad que tiene un ser ‘de ser, por medio de sus representaciones, causa de la realidad de los objetos de esas representaciones’."
Oscar del Barco, Exceso y Donación.
"El trabajo de la mirada consiste en evocar lo invisible para conquistar zonas habitualmente inaccesibles a la vista. Es preciso rastrear huellas visuales en los claustros de la córnea o bien imaginarlas, pues ver es moldear activamente una energía emotiva. Apenas sospechamos los palacios de cine que se ocultan en el fondo del ojo, en el mismo lugar desde el cual se desprenden las lágrimas. Allí fermentan los desechos de la memoria."
Christian Ferrer, Nada.
Tengo frente a mí algunas fotos (1). Un piloncito de fotos viejas. Que son como las ruinas de una civilización que desapareció hace miles de años sin dejar más rastros que esas imágenes extrañas que me hablan en una lengua que alguna vez me fue familiar y hoy son jeroglíficos. Fotos. Fotos viejas. Que me interpelan y extrañan, que me incomodan, que me devuelven retazos de imágenes sin editar, hilachas con las cuales debo hilvanar la trama de un relato que se deshace en la memoria en cuanto lo quiero fijar con palabras claras. Fotos, tengo frente a mí fotos, todas de Mar del Plata, de diferentes veranos entre el 78 y el 94. Miro esas fotos, me busco en ellas y sólo me reconozco a partir de una distancia infinita, de una distancia imposible, en la que sólo me puedo acercar a ellas aceptando que hay un abismo entre esas fotos y yo –un abismo que nos une. En esas fotos aparecen mamá, papá, los abuelos, mis hermanas, mis primos, mis tíos, Doña Lisa, Johnny, algunos amigos, algún novio. Pero también mallas, balnearios, mesas, habitaciones, lonas, baldecitos, paletas, cielos, olas, un cenicero, un ajedrez, los árboles de Chapalmalal y Peralta Ramos, el Faro, una torta de cumpleaños de mi primo Juampi. Fotos, fotos viejas, en las que encuentro personas, lugares y cosas de mundos que alguna vez fueron parte de un presente continuo, sin "fisuras" y hoy son parte de un rompecabezas al que le falta la mitad de las piezas.
Si mi intención es contar algo –el inconveniente que plantea contar algo se circunscribe, siempre, a tres problemas básicos: encontrar un principio, desarrollar una trama y encontrar un final– a partir de esas fotos, supongo que lo mejor será dividir los años que reponen esas fotos en tres momentos más o menos delimitables. Mi infancia, mi adolescencia, y el verano del 94.
I
No sé qué sería Mar del Plata para mí cuando era una nena. En todo caso, eso no me impide imaginar, a partir de algunas fotos, qué sería.
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Mamá era de Mar del Plata y papá de acá, de José León Suárez. Y se conocieron un verano en un baile, allá. Poco y nada sé de mi vida familiar anterior a mí. Que mi abuelo materno era marinero mercante y mi abuela nunca trabajó; que Schindler, el de la lista de Spilberg, era primo de Wanda Shinler, la mamá de mi abuela paterna, lo cual lo llevó a ser un pariente poco grato de recordar por esa fama que supo forjarse de salvar judíos; que mamá siempre quiso ser profesora de matemáticas y papá tornero; y que en algún momento mis abuelos paternos compraron un terrenito en el Faro para ir a veranear ellos y sus dos hijos con sus parejas.
Por entonces Mar del Plata llegaba apenas a Punta Mogotes y el Faro no era más que campo, yuyos, algunas casas dispersas, playas sin balnearios, el mar, y un predio del ejército donde estaba el faro.
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A papá siempre le gusto manejar de noche en la ruta. Y el viaje de casa a Mar del Plata se hacía eterno. Mis hermanas y yo, sentadas atrás, hacíamos el viaje algo imposible, nos peleábamos desde que salíamos hasta que llegábamos.
De esas idas recuerdo algunos lugares por donde pasábamos que me llamaban poderosamente la atención. El Parque Lezama, la zona sur del Conurbano bonaerense –lugar donde iría a vivir años después y comprobaría que efectivamente es un lugar horrible– y el campo, las vacas, la nada, que según decían los grandes, era una maravilla, que los europeos cuando venían a Argentina quedaban locos, porque allá es todo ciudad.
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Qué recuerdo de esos primeros años. No sé. Veo las fotos, las fotos de cuando tenía 3 o 5 años y no puedo reponer el contexto. Lo que me llama la atención es que la "gente grande" que aparece en ellas, mis padres y tíos, tenían más o menos la edad que tengo hoy yo, treinta y pico. Yo hoy tengo la edad que tenia la gente grande cuando era chica.
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Supongo que algo que hacía todo diferente a cuando estaba en Buenos Aires, además de la playa, mis primos y toda la parentela de la rama de mi mamá, era que a papá lo veíamos más tiempo. Papá trabajaba todo el día y solo lo veíamos a la noche para cenar. En cambio en Mar del Plata lo veíamos todo el día.
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Pero no puedo recordar nada de esa época. Doy vueltas y miro las fotos y no hay caso, me vienen recuerdos de otros veranos, más cercanos, pero de esos, los primeros, nada. Bueno, tampoco es tan terrible, supongo.
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No sé por qué algunos veranos los pasábamos en la casa del Faro y otros en la casa de la abuela, la mamá de mi mamá.
En la casa de los abuelos maternos había cosas raras. El abuelo había sido marinero mercante y pintor, con lo cual la casa estaba llena de cuadros y objetos exóticos. Un arco con flechas de los indios del amazonas, una pipa de agua turca. Y en el placard y un cuartito del fondo, lugares donde íbamos a revolver cuando nadie nos veía, cosas que nos encandilaban. Fotos de todas partes del mundo, una pistola nueve milímetros, un reloj de oro suizo, estampillas, monedas, cosas así. Cosas que hoy me hacen dudar de si vale la pena contar pero que por entonces alcanzaban y sobraban para pasar las tardes feas encerrados en la casa de la abuela y divertirnos.
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De las tardes en la playa me vienen ráfagas de memoria deshilachada. Somos un montón bajando a la playa y los chicos nos quitamos las ojotas y la arena caliente nos quema los pies; jugar con las olas a que nos revuelquen y nos hagan pelota; un hambre canina a media tarde que hacía de las galletitas más insulsas algo exquisito; yo jugando a la paleta con mi primo Leo o mi papá con una paletas pintadas de blanco y una estrella en el centro naranja; eso, apenas eso.
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Algo inquietante que tenia Mar del Plata era Doña Lisa. Doña Lisa vivía en la casita que teníamos en el faro. La casita estaba dividida en una parte vieja y una nueva, más una piecita con baño en el fondo, y, ahí, vivía Doña Lisa con un montón de gatos y nos cuidaba la casa durante el año.
De Doña Lisa lo primero que recuerdo es su olor, un olor fuerte a suciedad y a pis de gato. Cuando recién se instaló no era eso que recuerdo, claro. Pero se ve que la mujer con los años enloqueció y lo que yo retengo es eso. Una mujer ataviada siempre de mucha ropa, con olor, que a medida que fueron pasando los años piró mal y nadie sabía cómo sacársela de encima. Para los chicos no estaba loca sino que era una suerte de bruja, tenía algo maligno que nos metía rechazo y miedo.
Un invierno, cuando tendría unos catorce años llamaron a casa y nos avisaron que Doña Lisa se había muerto. Y un fin de semana fuimos con mi papá y mi tío Juan a limpiar el lugar. El lugar era un desastre. Ella tenía muchos gatos y no los dejaba salir, con lo cual los gatos meaban y cagaban en el lugar, y sobre eso ponía hojas de diarios, años de hacer eso hizo que el piso se elevara varios centímetros del piso. Mi papá y mi tío estuvieron dos días enteros quemando cosas de esa piecita minúscula.
Pero entre las inmundicias había un caja llena de fotos. Doña Lisa era un personaje de la zona y todo el mundo tenía su teoría acerca de cómo había llegado a ese rincón perdido del mundo, y por qué y cuándo, porque estaba ahí desde que en el lugar no había nada. En realidad nada se sabía de ella, apenas algunas cositas que tiraba cuando tenía unas copas encima. Para que se den una idea de ella se parecía a Marguerite Yourcener de vieja, así la recuerdo. Y lo que contaba en esos escasos días que decía algo de su pasado, eran todas cosas que nadie nunca le creyó, de viajes a Europa y lujos y poder y amores que confirmaban que ella estaba loca.
Pero yo vi esas fotos. En ellas aparecía una Doña Lisa joven y hermosa, parada junto a Evita o con la Torre Eifel de fondo, subiendo a un helicóptero, en transatlánticos, en fiestas de esmoquin y vestidos de alta costura. Quién era esa mujer, nunca lo supe. Ni tampoco qué la expulso de ese mundo y que la llevo a esconderse en el Faro y morir loca en el cuartito del fondo de la casa que teníamos en el Faro.
Cuando vi esas fotos me pasó algo similar a cuando ahora volví a ver fotos de mis veranos en Mar del Plata. Esas fotos eran algo molesto e incómodo, me hablaban de cosas que no sabía cómo encajarlas en el hoy.
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Mis primeros recitales fueron en Mar del Plata. El primero fue en el Súper Domo. Fuimos con mi primo Leo a ver a Soda Stereo, que por esa época había sacado Signos y mi tía Tesi, la mamá de Leo, nos llenó tanto la cabeza que nos cuidáramos de todo, que el recital para mí fue una pesadilla. Era chica, no tendría más de diez años y no sé cómo me dejaron ir. Lo que recuerdo es que estábamos delante de todo, en una suerte de corralito y lo tenía a Gustavo Cerati, ahí, a unos pocos metros de mi, mirándome con esos hermosos ojos azules que tiene y que le resaltaban por el rimel negro.
El segundo fue en el Patinódromo de Mar del Plata. La casa de mi abuela y la de mi primo Leo – que vivía a unas cuadras – quedaban a unas 20 cuadras del Patinódromo. Para esos recitales no teníamos entradas y tocaban una noche Soda, y la otra, Fito y Charly. Esos recitales los fuimos a ver a la puerta del Patinódromo con mi tío Carlitos.
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De mi tío Carlitos recuerdo una tarde. Mi tío era amante de los Beatles y tenia todos sus discos. Y esa tarde Leo y yo lo "ayudamos" a pintar las paredes de la casa en la que recién se habían mudado. Y mientras "pintábamos" fue poniendo toda la tarde discos de los Beatles.
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Algo que me resultaba tristísimo de Mar del Plata era que en la casa del Faro no había televisión. Y también, que la tele marplatense tenía sólo dos canales y no cinco como acá. En Mar del Plata tenían sólo dos canales, donde retransmitían algunos programas de Buenos Aires más programas propios, todos horribles. Eso, para mí, imaginaba, tener que vivir tan sólo con dos canales todos los días de tu vida, me resultaba algo imposible de concebir.
Pero también conocí en Mar del Plata el cable mucho antes de verlo en Buenos Aires. Al principio el cable no iba por cable sino por aire, supongo que debería ser algo así como un Direc TV neolítico. Pero alguien algún día se rescató que poniendo una budinera de aluminio a la antena del televisor se podía captar la señal y en poco tiempo medio Mar del Plata apareció sembrada de budineras en los techos.
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¿A alguien le pueden interesar estos recuerdos desordenados e incompletos?
¿Por qué los cuento?
¿Para quién?
¿Para qué?
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Algo que me volvía loca era los fichines. Para mí Mar del Plata era entre otras cosas poder ir al Saccoa de la peatonal. Había "miles" de máquinas, juegos de lo que se te ocurra. A mí particularmente me gustaban dos: el Pac-Man y el 1942, y también algunos flipers.
Uno de esos veranos, donde ya tendría diez u once años, nos dejaron ir solos al centro a jugar al Saccoa. Esa tarde fui feliz. Esa tarde, que era una de las últimas del verano antes de volver, recuerdo el colectivo de vuelta, sentados en los asientos del fondo, riéndonos de todo, haciendo chistes tontos y riéndonos hasta llorar de risa. Eso retengo de ese día, una alegría y plenitud que pocas veces volví a sentir.
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Otro lugar que nos fascinaba a los chicos era Chapalmalal, donde íbamos religiosamente por lo menos una vez cada verano a pasar un día entero. El encanto que tenía ese lugar era que había una suerte de bosquecito donde nos perdíamos y jugábamos qué sé yo a qué, pero nos divertíamos un montón.
II
Se me ocurre que mi infancia terminó un verano en que yo me fui a Mar del Plata antes que mis viejos. Como yo era la más grande y me llevaba muy bien con mi primo Leo – que tenía mi edad – y no sé qué, ese verano mi tía Marta que veraneaba en enero – y nosotros en febrero – me llevó y dejó en la casa de la abuela Luci. Yo tendría once o doce años, durante la semana me quedaba encerrada en la casa de la abuela, porque no nos querían dejar ir solos a Leo y a mí, y sólo veíamos la playa el fin de semana, claro que si había día lindo. Pero una hermana de mi tía Tesi se había casado con un tipo que era igual a Woodi Allen y tenía toda la plata, trabaja en una mutual, financiera o algo así y en la casa tenía algo increíble: una video cassetera donde podías ver películas. Ese verano nos la pasamos viendo películas de terror con Leo. No sé cuánto duro eso, un día este tipo que era igual a Woodi Allen desapareció de la tierra dejando a todo el mundo colgado, incluyendo a su esposa y dos hijos, y con una quiebra fraudulenta de miles de dólares.
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Ya para entonces Leo había dejado de ser un nene y yo una nena. Él tenía la teoría de que si se masajeaba la pija todo el día eso iba a ayudar a desarrollarla más y tenerla más grande. Así que andaba todo el tiempo con la mano adentro del calzoncillo ayudando a su miembro viril a tener un correcto desarrollo peniano.
Y como no podía ser de otra forma un día me lo apreté. Fue una tarde en la casa de la abuela en que no teníamos nada que hacer y estábamos embolados. Con tanta mala leche que justo entró en la pieza la abuela Luci y sin dudarlo se retiro y volvió al toque con un cinturón y nos sacudió con la hebilla hasta que nos hizo llorar de dolor y nos hizo jurar que no lo íbamos a hacer nunca más .
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Ese verano algo raro pasaba, se olía en el ambiente. (Ese verano: no sé muy bien cuál fue, quiero decir, no me interesa hacer una cronología precisa de nada, sino sólo contar cosas que recuerdo más o menos como me vienen a la memoria y ordenarlas más o menos como creo que se sucedieron en el tiempo sin preocuparme si el orden es correcto o no.) En ciertas conversaciones a media vos, en llamados telefónicos, en algunos comentarios desubicados que se me hacían sin explicarme a razón de qué venían, en fin, algo pasaba y me involucraba y nadie me decía nada, pero me lo hacían sentir todo el tiempo.
Hasta que una tarde vino a visitarme la abuela Nidia – la mamá de mi papá– que veraneaba en el Faro con mi tía Marta y mis primos Pamela y Sebastián. Ellos ya se estaban por volver y mi abuela me quería ver. No sé cómo sucedió pero en un momento nos encontramos las dos solas y ella me hizo una pregunta rarísima: ¿a quién querés más: a tu mamá o a tu papá? Cuando escuche esta pregunta sabía lo que la abuela quería escuchar, pero también sabía que la pregunta era una cagada sin saber explicar por qué, y a una pregunta conchuda respondí con una respuesta conchuda: a mamá. La abuela se descompuso y se puso a llorar, pero no dijo nada, me quería mucho, sólo le pidió a la tía que se fueran. La tía entonces me encaró y me pregunto qué había hablado con la abuela que se había puesto así, y yo le respondí que no sabía, que no habíamos hablado de nada. Me hice la boluda, pero interiormente estaba contenta de haberle respondido eso porque sospechaba que si no ponía ese límite me iban a envolver en un rollo en el que yo no tenía nada que ver.
Claro que con el pasar de los días el rollo terminó por envolverme en una guerra civil conyugal que recién en el 94 "terminaría" dejando tras de sí demasiados años de mierda acumulada.
Ese verano me enteré que las cosas no estaban bien entre mis viejos. Ellos con mis hermanas vinieron los últimos días de febrero para que mi mamá pudiera ver a sus padres y para buscarme a mí.
De ahí en más todos los veranos cambiaron radicalmente. Por un lado estaba la familia de mi mamá y por otro la de mi papá y se decían toda clase de cosas a espaldas y todos se sentaban a la misma mesa y nada, nada que no haya sucedido a otros ni que vuelva a suceder. La única cagada es que nadie se rescató que esos años nos hicieron muy mal a mis hermanas y a mí y que nadie pudo ni tubo la coherencia de darse cuenta de ello y cortar con esa cantinela a tiempo.
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De estos veranos, estoy hablando de los catorce a los diecisiete, empezamos a escaparnos de noche. Yo por ser la más grande de todos los primos y llevarme bien con mis primos de Mar del Plata pasaba más tiempo allá, solía ir en enero a lo de la abuela Luci y en febrero me mudaba al Faro con mis viejos y mis hermanas. Y a veces también estaban en el Faro, creo, pero no me cierra, bueno no importa, mi tía Marta con mis primos. Y nos escapábamos a la noche a tomar cerveza y patear bolsas de basura. Éramos un bardito, éramos unos cuantos y el margen de acción era muy limitado, con lo cual, salir a tomar una cerveza, ver a un chico, simplemente ir a pelotudear hasta la madrugada por las calles del Faro era una aventura.
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Leo una noche de algún verano de esos se gano el nombre de Birra. Esa noche se tomó como siete u ocho litros él solo y terminamos a la madrugada vomitando frente al mar. Leo era un talento. Una persona hiperinteligente y dotado para la música y el dibujo, y como le suele suceder a la gente muy inteligente, esto le jugo en contra. Por entonces empezó a emborracharse y a incursionar en las drogas y soñaba con ser Slash, el guitarrista de los Guns & Roses y morir a los veintiuno como Sid Vicius. Igual nuestras salidas seguían siendo tontas, ir a Alem o Constitución o el Centro a emborracharnos, hacer bardo y levantarnos a alguien. Esto también era un foco de conflictos porque entre mis hermanas y mis primas nos robábamos los novios unas a otras y después nos matábamos entre nosotras.
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Mi primer cigarrillo fue un Inst Saint Lorens que me convidó el Pitufo una tarde en la puerta de la casa del faro. Yo fui la última en empezar a fumar. Mis hermanas y mis primos y primas ya fumaban todos, desde los once o doce años. Todavía puedo paladear ese primer cigarrillo que no sé qué gusto tenía pero no tiene el sabor de ningún cigarrillo que fumé después. Algo parecido me paso con mis primeras borrachera o con la coca. Con los tipos no, depende el caso, el momento, el lugar, tantas cosas, en todo caso es otro tema.
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Mi papá que estaba desquiciado –en realidad todo el mundo adulto estaba desquiciado, hablo de mis padres, pero también de mis abuelos y tíos, pero qué sé yo, en Mar del Plata es como que teníamos cierto margen para que ellos se cocinaran solitos en su propio guiso y nosotros, los primos, pudiéramos hacer la nuestra con cierta libertad– sabia que todos fumábamos y nos tenía terminantemente prohibido hacerlo. Siempre se vanaglorió de nunca haber fumado un cigarrillo y contaba con un orgullo que nunca entendí que un día un amigo del barrio le ofreció un cigarrillo y el le dijo que ni loco probaba esa porquería. Así como suena, eso para mi papá era digno de ser contado como una anécdota que vale la pena ser relatada mil veces. Bueno, mi papá le hizo caso a su mamá que siempre le aconsejó que entre comprarse una golosina o un atado de cigarrillos, siempre era más sano llenarse los bolsillos de caramelos –sic.–.
Pero lo que quiero contar es sobre una tarde que estábamos todos en un local de maquinitas que quedaba a unas cuadras de la casa del Faro. Estábamos todos jugando a los fichines y fumando como escuerzo y de repente lo vimos a mi viejo aparecer en la puerta del local. En un santiamén de pánico y terror, (conocíamos las furias de papá, quiero decir, hacíamos lo que queríamos nosotros, pero él era papá y estaba loco y era la ley), hicimos desaparecer todos los cigarrillos que teníamos encendidos y pusimos nuestra mejor cara de estúpidos. Estaban mis hermanas, mis primos y algunos amigos que habíamos hecho ese verano. Todos lo vimos y logramos deshacernos de la prueba del delito, menos mi hermana Carolina, que estaba muy compenetrada jugando al Pac-Man con el pucho en la boca. Entonces mi papá nos fulminó con la mirada y nos ordenó silencio. Se acercó a mi hermana y le dijo si no quería que le sostuviera el cigarrillo mientras jugaba. Mi hermana sin sacar la vista de la pantalla se lo dio agradeciéndole: gracias lindo. El resto, nosotros, mirábamos, congelados en el lugar, la situación, con mezcla de horror y cierta malévola diversión. Cuando perdió, levantó la vista para reclamar el cigarrillo y mi papá se lo tiró al piso, lo aplastó y empezó a putear como loco. Nosotros nos queríamos matar, era horrible lo que estaba sucediendo, era un quemo. Mi papá estaba sacado, gritaba como un loco, nos ordenó a todos que fuéramos ya para casa y no se privó de darle una piña a un cartel que había en la puerta del local.
Después nos tuvimos que comer todos un sermón, un castigo y lo dejamos hablar, blablabla y seguimos en la nuestra. Ya para esa época sabíamos cuales eran las consecuencias de ser chicos sanos que se atiborran los bolsillos de caramelos.
III
El verano del 94, como otros veranos también me fui todo enero y febrero a Mar del Plata. Ese verano estaba por cumplir los 18 y no sólo estaba harta de mi casa sino que también venia escapando del que había sido mi novio hasta ese momento. Un drogón de cuarta del barrio que me dejó embarazada y me mandó a sus amigos a decirme que tenía que abortar, que no me hiciera la boluda. La cosa que hice lo que me pidieron y quedé bastante mal, no podía dormir, me pasaba las noches en vela, dormía cuanto mucho dos horas por día y la cabeza era una calesita que lograba hacer andar a una velocidad razonable a base de pastillas y marihuana. Pero eso no era todo, sino que él empezó a decirme que yo le había arruinado la vida, que había asesinado a su hijo. Nada, un idiota marca cañón, pero yo por entonces no lo sabía.
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Ese verano la pasé bien. En realidad no recuerdo ningún verano en Mar del Plata que la haya pasado mal. Sí momentos malos, momentos muertos, momentos de mierda, idiotas, pero la vida básicamente es eso, algo imposible, con ciertos momentos donde la cosa se distiende y eso que uno imagina que debería ser la vida siempre, sucede por un rato, sólo por un rato.
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Ese verano no volví a la playa, al menos de día. Nunca más volví a ninguna playa a pasar el día, a tomar sol, a metérme en el mar. Dormía todo el día y salía de noche. O me encerraba a leer. Ya leía. Creo que por entonces estaba leyendo a Soriano, Cortazar, Fontanarrosa, Stephen King y la interminable vida de San Martín escrita por Mitre. Tenía pegada arriba de mi cama una foto de Alejandra Pizarnik que había recortado de un suplemento de cultura de Clarín y que era la misma foto que aparece en la tapa de la edición de la obras completas que edito El Corregidor y que tenía entre los libros que me había llevado para leer.
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Mis noches se repartían entre mi primo Birra y sus amigos punkys, o mis primos Pamela, Seba y Juampi que nos juntábamos con mi compañera del secundario Cecilia que tocaba en la peatonal.
Cecilia estaba de novia con un pavo de Santa Fe que tocaba la guitarra y cantaba y ella lo acompañaba. Cantaban canciones propias y ajenas, durante el año en plaza Francia y ese primer verano en la peatonal. Tambien con ellos había un colombiano que tocaba canciones de Silvio. En ese momento eso me parecía bien, estaba muy bien, pero hoy de sólo pensarlo me mete miedo. Quiero decir toda esa onda hippy y su folclore lo detesto. Si algún día tendría que hacer la revolución sólo me convencerían de tomar las armas y buscar copar el palacio de invierno si me prometieran que una vez en el poder una de las primeras medidas a tomar sería poner a todos los hipposos y todas sus variantes contra el paredón y ordenar fuego.
Pero en ese momento estaba muy bien escuchar canciones de Silvio, León Gieco, Víctor Heredia y toda esa gilada. ¡Éramos tan jóvenes, juro que no sabíamos lo que hacíamos! Y las noches se iban quemando así. Entre boludear por el centro, tomar cerveza y terminar a la madruga en la playa fumando un porro. O en la casa de alguien tomando mate y hablando de qué sé yo qué.
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Ese verano me reencontré con Jorge que conocía de otras vacaciones. Él era mayor que el resto, tenía veinticuatro años y vivía en el Faro con Ingrid, Maxi y algún que otro perdido que caía pidiendo alojamiento es su casa. En realidad vivían en el fondo, en el garaje, que tenía cocina y baño, y adelante alquilaba la casa a una familia tucumana.
El que había tenido contacto con Jorge durante todo el invierno era mi primo Birra y una noche nos cruzamos y nos quedamos tomando cerveza hasta la madrugada y charlando. Ahí surgió el tema que yo me quería ir de casa y él me invito a mudarme a la suya. En realidad, cuando pasara el verano tenía la idea de irse a vivir a Buenos Aires, porque su novia era de allá, y porque la cosa en Mardel se había emputecido para él.
Así que una tarde trasladé todas las cosas de la casa del Faro a la de Jorge, que no habría más de ocho cuadras de distancia, y le dije a mi tía que le avisara a papá que no volvía más a casa, y a la abuela Luci que le dijera a mamá lo mismo. Esa noticia en Buenos Aires no sonó todo lo terrible que podría haber sonado en otro momento porque mis padres habían decidido separarse y eso los tenía sumamente entretenidos.
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Hasta ese verano Jorge básicamente vivía de alternar trabajos temporarios con los oficios que realmente le dejaban guita: dealear y cagar a las tarjetas de credito. Conseguía tarjetas de alguien que tuviera más o menos su edad, arregla con el dueño, que le decía qué quería comprar, y él pegaba a esa tarjeta su foto, y salía a comprar como loco toda la mañana hasta después del mediodía, donde el dueño la denunciaba, y todos los gastos de la tarjeta corrían por cuanta de la empresa. Era un negocio redondo, pero medio Mar del Plata estaba ya en ese curro y ese verano empezaron a caer como pajaritos. El trabajo de dealer también lo había tenido que dejar porque todos sus amigos estaban a la sombra. Jorge supo retirarse a tiempo. Tenía en el placard, colecciones enteras de remeras, pantalones, medias, perfumes, televisor, videocassetera, sillones, de todo.
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Pero el verano llegó a su fin y nadie trabajaba y en el barrio éramos vistos como personas indeseables, que vivían de noche, dormían de día, que nadie sabía de qué vivíamos, lo cual significaba que sí sabían o suponían de que vivíamos: de chorros, de chorros drogadictos, claro.
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Y llegó marzo, la ciudad quedó vacía y nosotros quedamos en veremos. Nuestro objetivo era ir a Buenos Aires pero no teníamos un cobre. Vivíamos del alquiler que Jorge le cobraba a los tucumanos de adelante y de lo que yo o Ingrid le lográbamos sacar a nuestras familias. Pasábamos noches enteras en Pilolas, un bar que quedaba en el centro y que estaba abierto las veinticuatro horas, y donde pasaban películas en dos televisores gigantes. Era un bar como cualquier otro, solo que pasaban películas y era habitual ver en el lugar a muchos canas de civil y a personas como nosotros que no hacíamos nada.
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De esos días recuerdo las caminatas interminables por el Faro y Punta Mogotes. Eso lo extraño, nunca más volví a caminar y perderme por las calles como en aquella época.
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Las cosas se habían puesto complicadas por entonces, empezaron los días realmente feos y se nos venía el invierno y no teníamos ni idea cómo salir de Mar del Plata. Hasta que una tarde cayo Johnny, el hijo mayor de los tucumanos que estaba tapado de deudas y nos propuso hacer un negocio. El trabajaba en un lugar –obviamente que no diré dónde– y para pascuas su jefe se ausentaría unos días de la cuidad y dejaría su auto en el local y suponía Jonhy que en la caja fuerte habría suficiente guita para todos. Lo que nos propuso básicamente era que entráramos la noche de pascuas al lugar, saltando un paredón, el dejaría la puerta de adentro abierta para poder entrar sin tener que violentar ninguna puerta y una vez adentro laburar la caja fuerte y llevarnos el auto. Con Jorge fuimos a contactar a Dany, un chabon que laburaba vendiendo pochoclos en la peatonal pero eso solo era una cobertura para otros negocios. Con el negociamos el precio del auto, nos daría cinco mil pesos si se lo dábamos esa misma noche en Mar del Plata y diez mil si lo llevábamos a Buenos Aires. Además podíamos sacar unos cuantos miles más si aceptábamos cobrar una parte en dólares falsos.
Ya estaba todo súper aceitado y llegó la noche. Johnny y Jorge entrarían al lugar y yo me quedaría en la esquina haciendo de campana. Cualquier cosa rara que viera los tenía que llamar desde el teléfono público al lado del cual hacía que esperaba a alguien y ellos sabrían que era yo y tendrían que hacerse humo.
La cosa es que algo raro había en el aire esa noche. O nosotros estamos muy perseguidos. Lo cierto es que esa noche nos cruzamos como tres veces con un gordito cana de civil mientras hacíamos tiempo en Pilolas y por los fichines para dar el golpe. Cuando fuimos al lugar, yo me quede en la esquina convenida y ellos fueron a hacer lo suyo. En el lugar había todo para laburar la caja fuerte, así que sólo tenían que entrar y laburar. Pero a los cinco minutos de partir volvieron diciendo que la noche estaba rara, que dejáramos todo para la noche siguiente. Volvimos a Pilolas y nos acostamos a la madrugada después de tomar mate y hacer planes de qué haríamos cuando llegáramos a Buenos Aires.
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A la tarde nos despertó unos golpes en el portón del garaje. Yo mire por la mirilla de la puerta y descubrí con horror que era mi mamá. La casa estaba hecha un despelote y no la veía a mi mamá desde que me había ido de casa a principios de enero. Mi mamá siguió insistiendo en la puerta, entró al patio y golpeó en la puerta del costado y luego se fue, dejando una nota: hola Elsa, pase a verte, más tarde vuelvo a pasar a ver si podemos charlar un rato, besos, mamá.
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Apenas se fue nos pusimos a arreglar todo lo mejor que se podía ese pandemonium. Cuando llego Rita, la mamá de Johnny, llorando, y detrás el resto de la familia muda y con las caras desfiguradas, nos acercamos a preguntar qué pasaba. Resulta que esa tarde los tucumanos habían recibido unos parientes y fueron todos a la escollera sur. La cuestión que el mar estaba imposible y el padrastro de Johnny se resbaló, se golpeó la cabeza en unas rocas y cayó al mar. Johnny en la desesperación se arrojó al mar y una ola lo cubrió y nunca más se lo vio. Johnny no sabía nadar.
Y mi mamá volvió justo en ese momento. Con la excusa de que se acababa de morir un amigo pude poner a raya los reclamos y reproches de ella, que se fue al rato, triste, sin poder creer en las condiciones en las que vivía, pero gracias al chamullo de Jorge no tan preocupada y molesta como había llegado.
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Con Jonhy muerto se nos desvaneció la última posibilidad cierta de irnos a Buenos Aires sin laburar. Los meses que siguieron hasta que por fin logramos escapar de esa ciudad son un capítulo aparte –y quizá el único que valdría la pena contar– que no tengo ganas de contar aquí. Sólo diré que esa fue la última vez que fui a Mar del Plata y también mis últimas vacaciones hasta hoy y que desde entonces vivo encerrada entre el Conurbano Bonaerense y Capital Federal, en circuitos o zonas bien delimitadas, reificadas, matrizadas y alienadas, según fueron pasando los años. Pero no he vuelto a salir de este laberinto salvo una vez que con mi amigo Ferront –el negro Cañon de la canción: Masacre en el puti club– fuimos un día a la Plata y la vez que viajé a Córdoba a ver el último recital de los Redondos. Tampoco es que sueñe con viajes a Nueva York, Rio de Janeiro, la Polinesia, Paris ni Mar del Plata. Nada que ver. Lo que busco hace tiempo y no encuentro, no es irme de vacaciones a ningún lugar ni ser turista de nada, sino poder vivir en esta ciudad horrible una vida que no he logrado inventarme y que ciertos días percibo, intuyo, como algo lejano, y otros, como algo imposible. Ahí, justo ahí, estoy, buscando, entre lo lejano e imposible, algo, una tensión, un giro, un no sé qué, que persiste, insiste, más allá, de la estupidez y la nada cotidiana, olvidado, como promesa y espera, improbable y remota, entre los escombros del alma.
IV
Claro que
todo lo que cuento aquí
es mentira.
Todo,
salvo el relato astillado
de los días
a los que pude volver
por medio de él,
por medio de las palabras
que van tejiendo la trama
de una vida
que
siempre, siempre, siempre
emputecidamente siempre
está
en otra parte.
Elsa Kalish
NOTAS
(*)Las personas o instituciones citadas en este texto, como lo que se opina sobre ellas, debe ser entendido en el contexto de una operación masturbatoria propia de una chica de Letras. Buscar en esta operación –palabra que, como dice Jorge Panesi, no hay chica de Letras y aledaños que no le guste hacer proliferar– agravios gratuitos sería un despropósito, ya que lo único a lo que se aspira al efectuarla es a encontrar el placer –¿o el goce?– de hablar mal del prójimo para acabar en el texto y sus voces.
(1)
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La abuela Nidia sentada en la arena de alguna playa del centro. La foto – tarjeta postal – esta fechada el 26-12-43. La abuela no mira a la cámara. Esta sentada medio de costado, inclinada hacia la derecha, con lo cual muestra su perfil izquierdo. Tiene un pañuelo en la cabeza y un vestido que le llega apenas debajo de las rodillas. Y si uno mira atentamente su cara puede intuir, más que ver, sus hermosos ojos claros.
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En la foto se puede ver a mamá sentada en una lona con una bikini naranja y yo a su lado recostada sobre su pierna derecha. Tambien están Leo con una musculosa rayada, mis hermanas Mariana y Carolina y el abuelo Carlos de pie, detrás de todos nosotros, medio inclinado, como queriendo agarrar algo. Al fondo se puede ver el Faro pintado a rayas blancas y rojas.
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De izquierda a derecha estamos posando en la orilla de la playa: Seba, Pamela, yo, Mariana, Carolina y Juampi. En esa foto no devemos tener todos más de entre 3 y 5 años.
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Pamela y yo enterradas en la arena. Y papá agachado agarrando a mi hermana Carolina detrás de nosotras. |
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Todos posando para la foto en el patio de la casa del Faro. Mis primos, mis hermanas y otros chicos que no sé quiénes son. En la mesa hay una torta con la novia de Mikey Mouse y cinco velitas. Es, claro, 24 de febrero y estamos festejando mi cumple. Al fondo de la foto se la puede ver sentada mirando a la camara a Doña Lisa.
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Carolina, Seba, Pamela, yo y Leo, en cuclillas, en un claro del bosqucito de Chapalmalal.
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Jorge, Pamela y yo, sentados en una piedra en la que esta grafiteado: amigos para siempre.
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Jorge, yo y Jonhy, sentados en la cama del garaje de la casa de Jorge. |
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Yo limpiando el baño de la casa del Faro luego de bañarme. Tengo el pelo larguísimo y estoy infinitamente más flaca y joven que hoy.
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Birra, Jorge, Pamela, Seba y Maxi, en el Saccoa. |