Voy a empezar por hacer una confesión: hace unos días fui por primera vez al MALBA. Para una chica de Letras, y en general, para alguien comprometido con el Arte, hacer semejante confesión, imagino, debe ser algo así como la parresía para los griegos, es decir, no sólo poner en palabras una verdad con respecto a uno mismo, sino además, al hacerlo, poner en juego, o poner en peligro y en consecuencia arriesgar, algo del orden de la propia subjetividad.
Sí, lo confieso (papá Foucault me diría luego de leer estas líneas donde primero escribo parresía y luego confesión: cómo nena, no era que habías leído La hermenéutica del sujeto... ¡conchas, las conchas de Letras son incorregibles!). El otro día fui por primera vez al MALBA a la presentación de la nueva novela de Charly Gamerro: La aventura de los bustos de Eva.
Lo primero que hice al entrar fue ir derechito al baño. ¡Qué placer! Ahí sí que da gusto cagar. No como en la facu donde los baños parecen el campo de operaciones de una guerra bacteriológica.
Una vez que fui de cuerpo –como diría la tía Marta–, mientras esperaba en la puerta del auditorio que abrieran para ingresar, me prendí un Gitanes. Entonces se me acercó un morocho de seguridad y muy amablemente me in-formo que en el lugar no se podía fumar. Yo —qué problemático es para una chica de Letras escribir yo, porque esto la conduce irremediablemente a formularse una pregunta central: ¿qué es un autor? o ¿hay un autor?— le pregunté dónde se podía fumar y me contestó que en la calle. Suspiré cansada, porque la estupidez humana no tiene límites ni en las comarcas del “otro” ni en las del “yo”, le di una larga pitada al Gitanes, lo miré, con restos de asco, lástima, sin odio, desde lo más profundo de mis hermosos ojos claros y le tiré el humo en la cara. Luego tiré el cigarrillo al piso y lo aplasté.
Imagino que el pobre tipo no me sacó a patadas del MALBA por la sencilla razón de que allí asiste gente importante, y como no sabía si yo era una de ellas, si lo hacía y luego resultaba ser que era pirulita o menganita, podía perder las moneditas que le paga Constantini por cuidar parte de su fortuna reconvertida en arte.
Cuando por fin abrieron las puertas y buscamos donde sentarnos, ya habían llegado algunas de mis amigas de Letras.
Charly iba y venía por ahí, entre los diferentes grupitos de asistentes al evento, excitado y coqueto como una chica en su fiesta de quince. También andaba por ahí Martín K, con su incipiente pelada, unas zapatillas de lona, su pancita sexy y su novia.
En el lugar se respiraba un aire tan culturoso y a autosatisfacción por ser todos tan cultos que había que hacer un gran esfuerzo intelectual para no sentirse Gregori Samsa aquella famosa mañana que despertó convertido en un bicho.
Adorno empieza su Teoría Estética escribiendo: “Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente.” Sentada en el auditorio del MALBA, me acordé de esa línea y no pude menos que pensar: cómo la pifió Adorno.
Entonces la encaré a mi amiga Sara y le dije qué difícil es después de Adorno y compañía venir al MALBA y hacerse la boluda. (Aclaro que yo no leí a Adorno, sino que leí a otros que dicen haberlo leído, pero que tampoco lo leyeron, sino que se compraron el libro de la Buck Morss, y desde entonces no paran de robarle. A los únicos que les creo que leyeron a Adorno en Argentina —y no sólo el excelente libro de la Buck— son a Silvita Delfino, Hector Schmucler y dos o tres más.) Sara que siempre está “colgada de una rama”, me preguntó, ¿de qué adornos del MALBA me hablás? Después de aclararle que hablaba de Adorno y no de adornos, le quemé la cabeza a preguntas. ¿Cómo este buen señor Constantini hizo semejante fortuna? Philip Marlowe en El largo adiós decía que no conocía a nadie que tuviera un millón de dólares sin haber cagado a otros. Creo que Balzac decía algo parecido. ¿Qué relación hay entre arte, tercer mundo y lavado de dinero? ¿Por qué a Constantini —que es un empresario millonario, y que probablemente no resistiría un archivo como casi ningún rico en la Argentina— se le ocurre ser un mecenas del ARTE? ¿Es el MALBA a Constantini lo que era el astillero a la Santa María de Onetti, es decir, el simulacro en torno al cual se construye una ficción fantasmática? Ya que estamos hablando del MALBA y de la presentación de la última novela de Gamerro, ¿no se podría pensar un ensayo donde intentar establecer posibles relaciones entre el empresario Tamerlán (de las novelas de Gamerro) y Constantini?
Si fuera una chica seria y no sólo una chica de Letras, me tendría que haber documentado sobre el pasado de esta diva del arte actual, antes de hablar. Pero ya poder formularse estas preguntas es todo un logro para una chica de Letras.
En fin, voy a decir algo que me rompe soberanamente las pelotas, con lo cual, según el día, estoy en desacuerdo o no. Creo que el MALBA, como Ñ o El refugio de la cultura de la gorda Quiroga —cuando lo escucho por la radio o lo veo por la tele, tengo la impresión de que Osvaldo al hablar del arte lo hace como podría hacerlo una señora gorda muy señorona medio pelo— son una cagada, pero si no estuvieran estos espacios también lo sería. Esa es la cagada, que son el mal menor. Que son algo triste, patético, indigesto, pero frente al inclemente desierto argentino, algo necesario.
Pero volviendo a la presentación de La aventura de los bustos de Eva, una o dos cosas. Lo mejor fue la Banegas leyendo unas páginas del poema de Leónidas Lamborghini “Eva Perón en la hoguera”. Lo qué se yo, el actor Eduardo Solá disfrazado de Evita —que parecía más Daniel Link travestido para hacer un show en Sitches que la abanderada de los pobres— primero hacía que daba un discurso a sus descamisados con un audio con la voz de Eva, y después leyó el capítulo octavo del libro de Gamerro, donde se notó que lo leía por primera vez. Y lo peor, lo que rompió el boludómetro —expresión que le robé a mi amigo Esteban Schmit, que le levantan el programa en radio Ciudad a fin de año por decir verdades, y que va de lunes a viernes a la media noche en la 1110 de la AM— fue Martín K.
K leyó de un cuadernito —¡qué romántico: un “joven” crítico y “escritor” que vive de becas, usa zapatillas de lona y escribe en cuadernitos!— un texto que, como todo lo que escribe, no está mal ni bien, sencillamente no importa. El problema no estaba en el texto en sí, que por otra parte parecía un trabajo de un pibe de los primeros años de la carrera, sino en cómo tituló cada una de las tres partes en que dividió el texto: “Tesis de filosofía de la historia”, “El narrador” y “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica”. Es decir, a cada una de las partes de su textito las tituló con títulos de ensayos de Walter Benjamin. Eso fue, repito, lo que rompió el boludómetro. Alguien tendría que decirle a Martín K que con haber leído a Benjamin, y más, usar —¿“profanar” sería una palabra más adecuada en este caso?— títulos de grandes ensayos de él, no basta para ser Benjamin, o sólo alcanza para ser un benjamín. Ni que hablar de que luego de haber escuchado su texto benjaminiano, una no pudo menos que comparar éste con aquellos, y pensar en la razón que tenía Marx cuando escribió que la historia cuando se repite se transforma en parodia —¿o en tragedia?
Después de la presentación sirvieron un “vinillo” —como diría el profesor Eusebio Filigranatti— más o menos tirando a menos, y eso fue todo, en mi primera incursión en uno de los lugares más paquetes y selectos de la cultura, donde el arte ha llegado a ser tan evidente que nada referido a él puede suscitar otra cosa que aburrimiento.