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���� Sentados el uno frente al otro en perfecta simetr�a, cenaban juntos por primera y �ltima vez. Faltaba poco para el verano; los �rboles de la calle Warnes ya hab�an florecido y los sauces del Parque Centenario estaban m�s verdes que nunca, con todas sus ra�ces negras arque�ndose en zigzag sobre las baldosas reventadas.
���� Adentro no hac�a ni fr�o ni calor. �l hab�a dispuesto unos manteles de cuerina individuales y unos platos blancos sobre su escritorio rectangular, �nica superficie sobre la cual pod�a apoyarse algo en aquel departamento, adem�s de los estantes de la biblioteca, repletos de libros y fotograf�as dadas vuelta (bloques de ilusi�n cautiva, paisajes cuyos bordes �l ir�a dinamitando en estricta soledad).
���� Mientras com�an merluza y tomaban vino tinto ?un vino que mucho despu�s ella recordar�a inmenso, tan acostumbrada estaba al vodka helado que �l sol�a ofrecerle con brazo tembloroso-, charlaban animados acerca de lo que hab�a sucedido en los �ltimos d�as que llevaban sin verse, intrigados cada cual en su camino de naturalezas, m�s o menos hostiles, m�s o menos cargadas de energ�a.
����� A menudo simulaban captar la realidad de las cosas con precisi�n definitiva, escribi�ndose mensajes lapidarios, clavando las palabras, agresivos. Pero aquella noche la conversaci�n era distinta, liviana. Las frases se alejaban de los bosques abstractos por los que usualmente pretend�an correr desnudos, como criaturas retrasadas, enfermas de contradicci�n. Aquella noche, la desesperaci�n habitual faltaba, y las palabras que lo acompa�aran en su confusi�n bab�lica ella no tuvo ganas de pronunciarlas.
?El s�bado mi abuela cumpli� 89 a�os.
?Yo estaba en la terraza cuando me llamaste.
?S�, se o�an los gorriones.
?Mmm?aprovech� el sol y sub� a tomar unos mates. Me llev� el tel�fono.�
?Le gust� el regalo que le hice.
?�Qu� le diste?
?Un palo borracho en miniatura, un bonsai.�
?Qu� lindo! Qu� lindo regalo!
?S�? Puso cara de conejo asombrado cuando me vio llegar con el arbolito entre las manos.
���� Y entonces, como si hubiesen le�do en la mirada del otro un presagio sensible sobre la ancianidad futura, la imagen del desierto que ven�an persiguiendo se volvi� rid�cula. As�, entre las hojas de los tilos? El fin de semana hab�a terminado, y en el centro de sus ojos grises �l no encontr� nada hiriente.
���� La ventana que daba al patio interno del edificio estaba abierta; afuera algunos autos pasaban cada tanto, dejando en la humedad del aire los restos de una combusti�n pesada. Ella lament� no haberse perfumado, hubiera querido un olor femenino para el recuerdo de su amigo, poeta perdido de la esencia.
���� De pronto, �l dijo algo que les caus� gracia. Algo sencillo, claro como el agua. Festejaron, y ella entonces le sostuvo las manos suavemente, dej�ndose iluminar por su extra�a sonrisa de diamante. Los platos quedaron amurallados por los cuatro brazos, y fue un momento de sosiego. No eran due�os de nada.�
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Camila Flynn
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