Yo los vi llegar borrachos, tomados del brazo con indiferencia, al departamento del edificio que me construyeron enfrente. Era de noche y en el cielo no había signos de luz, no había luna.
Pero en medio de aquella oscuridad una puerta se abrió y dos rostros surgieron ante mí con la claridad de un pez, flotando, cargados con una especie de fragilidad vacía, como de universo roto.
Él tiró su campera al piso y a continuación buscó en la oscuridad el interruptor de un velador rojizo (aunque diría carmesí), que tenía estampados en la pantalla una serie de dibujos muy simétricos.
Entonces se iluminó el contexto.
Recuerdo que el interior del cuarto me produjo vértigo: las paredes se arqueaban hacia delante como efigies brutas, simulando una especie de gesto inanimado, de ritmo sin aire. Extinto.
En ese momento pensé en las cosas que se inflan, las cosas invisibles, reuniones de consorcio.
Pero los rostros entraron. Los rostros entraron y la cosa incorpórea se puso activa, se puso espesa justo en lo ligero de la escena.
Miré hacia arriba: la mampostería pendía serenamente de los tirantes. Miré hacia abajo: sí. Bajé la vista y oh!: sintética. Descubrí que la alfombra del piso era naranja y sintética. Y tuve un ataque de risa.
O de asma, no recuerdo. Aunque después me calmé. Porque me puse a pensar en paisajes de techos invertidos, de terrazas comunitarias, de algunos puentes cada vez más altos...
Él era un poco pelado, un poco escaso en el sentido literal del término, pero usaba colita de caballo. Además llevaba puesta una campera de cuero forrado que le inflaba bastante el pecho. Bajo la axila aprisionaba un portafolio muy gastado y en la mano traía un baso de whisky a medio llenar. Mantenía la mirada a la altura de los zócalos.
Mi balcón, en invierno, es un ventisquero.
La mujer mostró pudor al desvestirse. Qué minúsculo ese cuarto, qué cuarto tan minúsculo. Aquellas paredes inclinándose en ángulos agudos sobre los detalles... todavía las recuerdo. Una oreja. Un cuello. Dos cintas de seda transparente: sus brazos.
Un ser no convencional, me dije sin pensar. Su cabellera brotaba como una ola de petróleo.
A veces me asomo. Desde acá arriba las torres parecen precipicios estrellados.
Suavemente, ella se quitó los zapatos. Dos tacos de charol cayeron frente a mí. Primero uno y después otro: duros ratones de juguete. Descalza era más linda, era más alta.
Entonces se sacó el tapado. Estás molida a palos. Se sacó el tapado y hubo algo así como un desparramo de fluorescencia, de potencia de especie explotando en todo su esplendor. Cómo describirlo. Cierto arrastre anímico, capaz de unificar el espacio entero, su abdomen: mi perspectiva. Su cuerpo, me dije, va a rebalsarse. La panza le giraba en espirales concéntricos.
Se prenden y se apagan, las escenas departamentales. Y son como códigos extraños.
Él no vio nada. Pero una bestia imperial y reversible se la estaba entregando en bandeja de oro. Ella tenía mucha, muchísima, celulitis. Parecía una esponja.
A veces, cuando bajo las persianas, me pongo a pensar en la vida de las ballenas.
Él puso cara de asco. Puso cara de asco y a continuación se inclinó para mirarla de cerca. En el pecho fluorescente de la puta de mierda -además de tetas- descubrió cicatrices del tamaño de un sable. Otras marcas surgieron. Yo las vi en primer plano. Queloides, venitas, puntos. Golpes morados en el centro solar del plexo.
Y él no supo ver nada.
Entonces, sonriendo sin odio, ella abrió la boca para mostrarte sus dientes afilados, la ofrenda oscura, el metal. Dos hileras de silbatos muy brillantes, que me alucinaron un poco.
Manadas. Bolas inmensas avanzando bajo el agua. Tierras móviles emergiendo. Manchas lacteadas o. Proyectos de carne y carne y carne.
Recuerdo que el aire se impregnó con el olor de su aliento, un olor similar al que tendrían mil aguijones de abeja destilando miel. Y él -horrorizado y de cuclillas- levantó uno de los zapatitos que habían quedado sobre la alfombra con la intención de clavárselo en el escote. Pero nunca llegó a tocarla, en realidad.
Un hiper-hipo-campo lejos: un piano animal.
Entonces ella, un poco estremecida, dejó asomar una cosa que a mí me pareció fantástica. El borde calcinado de su miedo oculto, la ira verde, su intimidad: un ala de dimensiones prehistóricas, deforme más allá de toda comprensión. Sí, un ala. El arma que hubiese preferido no mostrar. Oh! Realmente no mostrar.
Y exhibiéndose como la última joya de una pesada cadena gótica, murmuró:
-Por favor, no me insultes, que yo soy la mujer dragón.-
Entonces él estornudó. O bostezó, no recuerdo bien. Y después balbuceó algo que yo no alcancé a oír pero que sonó perra de mierda a reclamo mercantil.
Pienso en las arcadas submarinas.
Ella dejó de sonreír. Y apoyando su cuerpo contra la pared, oyó serena el insulto. Insulto. Y la pared la sintió ahí: la olfateó ahí: la sostuvo. La pared la sintió y la olfateó como a una verdadera hembra. Y ella entonces se largó a llorar. Y el cuarto se llenó de ruidos.
El dolor oculto es un sonar. Las imágenes me invaden como océanos. Las imágenes suben.
Él, visiblemente descompuesto, abrió su maletín gastado y extrajo -no sin cierto esfuerzo- un libro de tapas ilustradas. Y entonces se sirvió más whisky.
Cuánto ruido.
Se sirvió más whisky y vació el contenido de un trago. A continuación tomó el libro. El libro. Lo tomó sin preámbulos y apuntó directo a la cabeza de la pobre, pobre puta, que aún permanecía inmóvil. Y en su sitio. Pero el golpe -aunque seco- no la hizo reaccionar. Ella tenía las cervicales rígidas.
Kilómetros y kilómetros de sonidos tubulares propagándose por un desierto de hidrógeno, oxígeno, sal.
El hombre entonces se agachó. Por segunda vez. Y con la vista perdida en algún punto maravilloso, vomitó su alcohol. Yo hubiese preferido escaparme de la escena.
Ella entonces se dio vuelta con delicadeza. Negra. Su pelo onduló como una boa negra. Y eso, él sí que lo notó. Absurdo, pero fue así. De pronto algo notó. Un destello respetable, superior a toda circunstancia. Y se durmió. El varón, hacia el final, se durmió.
Entonces ella descubrió el pequeño libro ilustrado, caído bajo la luz del velador carmesí.
Abajo: la centella asiática, el fucus. Las algas blancas.
En la tapa del libro yo creí ver una ilustración. La figura de una mujer joven (desnuda y ojerosa) tendida en una cama de metal ornamentado. Y por detrás, un hombre también joven, espiando a través de la ventana abierta. Pero quién sabe...
Yo creí ver.
Al libro ella quiso recogerlo pero, en el camino, las medias de nylon le complicaron el paso. Intentó subírselas. Sí, subírselas. Y entonces yo pude ver que sus manos también eran monstruosas. Dos garras verdinegras, escamosas, imposibles. Como de mandarín chino.
Corales...
Exasperada, la mujer rompió las medias a uñetazos. Y los pedazos de nylon flotaron y cayeron y el techo ahí arriba supervisó el desastre. Cenizas plásticas o mariposas muertas. Un ataque natural.
Pulpos negros...
Y el libro convocante debajo de la luz. Y el libro colorido. Y el libro delicado y tan liviano y ejemplar. Un libro que a la mujer se le caía al piso. Y se le caía al piso.
Peces transparentes...
Un libro que se le escurría. Que se le escurría por salvaje. Por no darse. Por capricho. Y yo las vi: dos costras desplegándose dos. Alas delta oscureciendo el cuadrito, duplicando ciertos rasgos. Para variar.
Manta rayas...
Y ella se miró las manos. Manos duras como de cuarzo tallado: incapaces. Manos cazadoras, pescadoras, prostitutas. Jamás vistas. Y al mismo tiempo él así: un arabesco en la alfombra, desintegrándose.
Medusas y...
Los pies de la mujer despegaron del suelo. Entonces yo vi que el cuarto se desordenaba un poco. Y que el viento enturbiaba su interior desplazando la imagen: abriendo. La extensión del reducto departamental que me construyeron enfrente. La habitación humana estaba por perderse.
Y entonces vi: lo que vi.
Un dragón con ojos muy humanos: ojos en el límite inferior de lo femenino: escapándose por la ventana. La que da al pulmón de la manzana la. Pequeña o abierta al colchón de rutas que fulminan.
Ahora, en lugar del edificio, hay un baldío.
Camila Flynn