el interpretador aguafuertes/19 y 20 de diciembre

 

La alfombra iraní

Camila Flynn

 

 

      

 

 

 

 

 

 

“Todo hasta donde se podía ver, se cubría ya de aquella nevada. Nevada irreal, nevada de dibujos animados.”

Juan Salvo

 

Recuerdo que en noviembre de aquel año estuvimos a punto de mudarnos al barrio de Flores. Veníamos buscando una casa con jardín, con cielo, silenciosa. Yo tenía veinte años. Para ese entonces, un viejo historietista apellidado Seijas (éste era también el seudónimo con el que firmaba sus tiras) había aceptado las condiciones de un acuerdo según el cual, sin más preámbulos que el cobro de un dinero en efectivo, él y su esposa nos otorgarían su antediluviana propiedad con vergel al fondo.

 

Lograr este punto de conciliación con el señor y la señora Seijas no le había resultado fácil a mi madre. Los viejos no querían desprenderse de la casa. Tenían un hijo bobo de aproximadamente treinta años al que le fascinaba mostrarnos, en ocasión de cada una de nuestras visitas, los detalles agrestes que la rubricaban. Pilas de cómics fermentando en los estantes, artefactos pretéritos acumulándose bajo las mesas, mamparas biseladas fraccionando los ambientes, empapelados gitanos acolchonando las paredes, baldosas arborescentes coloreando el paso, bollos de frazadas esquineras arropando perros pulgosos, un sinfín de botellas verdes escoltando unas pelotas, cactus inconexos invadiendo el fondo. Tal el paisaje interno de sus vidas, pensé cuando entré a la estancia por primera vez. Pero este laberinto tiene arreglo, dijo mi madre, la vamos a dejar preciosa.

 

La escritura del inmueble se iba a firmar, según recuerdo, un jueves; el corralito de Cavallo cayó el martes. Mi madre, desesperada, corrió entonces hasta el barrio de Flores para hablar con Seijas e intentar renegociar la compra. Pero todo fue en vano. Habiendo sopesado el nuevo panorama transactivo, el viejo le espetó: Transferencias NO. Y le cerró la puerta en la cara. Creo que ese día mi madre se volvió un poco loca.

 

Hijos de putaaaaaaaaa! Hijos de remil y una putas! Nos cagaron la vida! Nos afanaron todooooooooo! La puta madre que los remil re parió!!!!! Mi trabajooooo! Miss ahorrooooooooosss! Mi casa con jardín! Mieeeeeerrrrdaaaaaaa!!!

 

También recuerdo que aquella tarde yo estaba intentando preparar el final de una materia, creo que Literatura Argentina II. Roberto Arlt quedó sepultado bajo sus gritos, que ahora impactaban sobre el monitor como palazos de tierra mórbida. ¡Dáte cuenta! Se acabó todo! Se acabó TODO en este país, Camila! ¿Estás zombi? ¿Qué te pasa? Reaccioná!! Nos afanaron la vida!!! Te afanaron tu vida!! Largá el libritoooo!!

 

Al día siguiente, y luego de una más que probable noche de pesadillas profanas, mi madre y José, su marido, salieron a la calle como dos beduinos desaforados. Tramitaron quince cajas de ahorro. Distribuyeron la plata acorralada y empezaron a sacarla de a puchitos. Verlos en acción fue majestuoso. Corrieron, subieron, bajaron, se comunicaron desde distintos puntos estratégicos de la ciudad con el plan de armar una red de salvataje alternativa. ¡Estoy en Pompeya! Te paso la clave! ¿Vos en dónde estás? Sacá 300!!! Creo que empezaron a divertirse. Están enajenados, opinó mi hermana.

 

Pues bien. El día que los bancos descubrieron y obstaculizaron la estrategia, mi madre vino y dijo: A todos los ahorros que no pudimos sacar, ahora los vamos a gastar. Vamos a invertirlos en objetos que nos gusten. Y que el débito reviente. Si no podemos tener una casa con jardín, cielo y espacio, vamos entonces a armarnos un lujo interno. La idea de gastar la plata en objetos asombrosos me trajo como evocación la imagen espantosa de un mamut infinito y amarillo, muriendo bajo un sol de mediodía, transpirando diamantes por los poros.

 

Y nos fuimos a un supermercado general a ejecutar lo mismo que para ese entonces venían haciendo miles de familias capitalinas extraviadas. A la cuenta de tres, capturamos cuatro changos y salimos corriendo a desbaratar góndolas. Toallones vegetales, sábanas tornasoladas, almohadones para astronauta, acolchados de cuatro plazas, radio relojes futuristas, ollas cobrizas y sartenes de teflón, macetas pesadísimas, mochilas de 120 litros...en fin...combinatorias excelsas, como diría un viejo amigo. Empuñando sartenes con el gesto desencajado, vimos a las señoras de Palermo y Barrio Norte sollozar por sus dólares perdidos mientras luchaban con sus uñas nacaradas por la última pava de acero inoxidable. Estupefactos, agriados, impotentes, los padres de familia mientras tanto circulaban por los pasillos de conservas y enlatados con caras de sapos-buey indigestos. Los productos caían dentro de los changos como botines de guerra. Nadie miraba lo que agarraba: los precios habían dejado de existir. Era la venganza de los ahorristas. Comprar hasta agotar las cuentas. Superar el colmo de la línea consumista. Carcajear histéricamente. Lamentarse. Empujar. Adquirir lo inadquirible para evitar el infarto. Hacia el final de la jornada, nuestros changos rebalsaban de cachivaches (mi madre supo refutar este recuerdo hace unos días, argumentando que cachivaches no, que había habido un criterio: yo te hice dejar un teléfono inalámbrico que costaba como 500 pesos).  

 

Recuerdo que, cuando por fin llegamos a la caja, el sistema de cobro colapsó y ya ninguna tarjeta fue aceptada. Mi madre tuvo otra crisis y empezó a putearse con la cajera, que tenía el cansancio vespertino esculpido en la cara. Estuvimos como tres horas parados del otro lado de la línea de las cajas, pertrechados estoicamente con nuestros changos. La tarjeta pasó por la lectora unas quince veces, por lo menos. Pero la operación rebotó una y otra vez. Promediando la hora en que las quejas se volvieron súplicas, vino a encararnos un gerente patotero -conmigo no te hagás el canchero- le decía mi madre, que, harto de nuestra terquedad bobina, finalmente nos echó. Así fue como aquella tarde abandonamos con pesar nuestros túmulos enrejados y nos volvimos a casa, en Villa Crespo, arrastrando el poco temple que nos quedaba.

 

Temprano al día siguiente sonó el teléfono: era mi madre, que se había ido a las siete de la mañana hasta Boedo para conseguir electrodomésticos. Cami, acabamos de comprar algunas cosas. Dos termotanques de 180 litros, cuatro estufas familiares, un televisor de 120 pulgadas, un aire acondicionado de 2000 frigorías, un equipo de música fenomenal, una mini aspiradora, un freezer gigantesco, un microondas del tamaño de un horno, un horno del tamaño de una heladera, dos impresoras, una Singer blanca, una plancha azul, una cafetera negra, una licuadora verde y una multiprocesadora que incluso sirve para hacer helado. Estamos contentos, vamos a armar un súper búnker y nos vamos a olvidar del mundo.  Colgué el tubo, volví a la cama y seguí durmiendo. Soñé con un dragón de río que atravesaba las aguas cuando en el aire sonaba Aeroplane, una tema de los Red Hot Chilli Peppers que decía: “I like pleasure spiked with pain... music is my aeroplane...is my aeroplane...”

 

Más tarde, ese mismo día, fuimos con mi hermana y mi madre a comprar tres sillones color índigo y una mesa de madera muy pesada, cuyas patas adornadas con herrajes negros evocaban las formas de un caballo percherón. Mi madre había sido austera toda su vida. Pero ahora se venía la verdadera casa burguesa.

 

Pocos tiempo después –recuerdo que yo leía “El aire”, una novela de Sergio Chejfec que observaba con melancolía el fenómeno de los caseríos que poco a poco fueron montándose sobre las terrazas de Buenos Aires- volvió a llamar mi madre: Cami, ahora estamos en el microcentro. Hubo un tiroteo. Anduvimos corriendo por Sarmiento. Vinimos a comprar una alfombra. Al final la pagamos. Es iraní. Es un sueño. Vamos a salir volando. Parece una alfombra mágica, la llevan mañana, no salgas de casa, y colgó. Una alfombra iraní. Salir volando. Magia.

 

La alfombra llegó quince días después. Era más grande que el living. Corrimos los muebles y extendimos el objeto. Había un sistema extravagante ahí dentro, una interconexión de fractales misteriosos. Trescientos cincuenta mil nudos de seda, algodón y pelo de camello reproduciendo al infinito un patrón endocéntrico, principesco. La escena fue grotesca, chicas, confesó mi madre mientras nos perdíamos en un mar de flores azules y líneas rojas. Llegamos al local vestidos con chancletas, todos sucios y despeinados, medio locos por el caos que se expandía afuera. El negocio estaba vacío, completamente desierto, a excepción de un único vendedor rubio y flaquito que nos miraba como queriendo descifrarnos. Claro, lo vio a José con su barba oscura y su aspecto de refugiado y seguro pensó: Pero éste...éste es Bin Laden. Alfombras, le dije yo, sin hacerme cargo, busco alfombras. -Por supuesto- me contestó. -Pasen por acá.- Y ahí nomás empezó a mostrarnos unas alfombras descomunales, laberínticas, reinas de la tridimensión. –Vea, mirelás. Todas traídas de oriente, señora. Todas hechas a mano. Piselás, camínelas, toquelás a contrapelo, sin miedo ¿ve? ¿No son increíbles?- Y yo caminaba con mis hojotas de goma sobre todos esos jeroglíficos que se iban sucediendo...capa tras capa...flor tras flor...sintiéndome cada vez más hechizada. Ahora que lo pienso, el vendedor se tiró a la pileta con nosotros, porque fue como si hubiese decidido mostrarnos el tesoro con total abnegación, entregado como estaba al surrealismo de los hechos circundantes. Mientras tanto, José, pobre, apenas podía moverse. Reclinado sobre una torre de alfombras argentinas, aferrado a su bolso náutico y a duras penas conciente de la escena, en un momento dado tuvo que preguntarle al vendedor por el baño. –Cómo no, señor, al fondo a la derecha. No se va a perder, siga por el caminito de felpudos persas.- Y en seguida el vendedor siguió con su ejercicio, destapando más y más alfombras, convencido de que yo finalmente le iba a comprar una, maniática como estaba por gastar mi plata en algo que fuera violentamente hermoso. Y al final elegí ésta, que es una alfombra nómade. José estuvo de acuerdo conmigo, aprobó la compra sin pronunciar palabra, simplemente asintiendo con la cabeza. ¿A ustedes qué les parece?

 

Y no pude más que pensar en las palabras autobiográficas del superlativo Salvador Dalí, a quien las monarquías tradicionales le agradaban más que las actuales democracias: “Tal vez sea debido al atavismo fenicio de mi sangre ampurdanesa, pero siempre me he sentido deslumbrado por el oro, no importa en qué forma se presente.”

 

La guerra estaba lejos.

 

 

Camila Flynn

 

 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Camila Flynn

Nació prematuramente el 11 de abril de 1981. Estudia Letras y no toca el piano. En noviembre del 2004 redescubrió las canciones de Charly García. De nacer hombre le hubiese gustado llamarse Ariel.

Publicaciones en el interpretador:

Número 10: enero 2005 - Anima Women

Número 12: marzo 2005 - Instrumento

Número 13: abril 2005 - Ojos Nin

Número 15: junio 2005 - Continente negro

Número 18: septiembre 2005 - Belleza capital

Número 21: diciembre 2005 - Ouroboros

Número 24: marzo 2006 - El arte de amar en la Edad Media

Número 27: junio 2006 - Clarice Lispector, La araña (ensayos/artículos)


   
   
   
   
   
 
 
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