Sentada en la fila individual, apoyada la cabeza contra el marco metálico de la ventanilla, Lena viajaba en colectivo hacia ningún lugar. Afuera y arriba, el sol brillaba con una fuerza agreste extraordinaria. El resto de los pasajeros también viajaba sentado, algunos con la mirada perdida en detalles circunstanciales, otros con el pensamiento puesto adentro, las manos petrificadas sobre los regazos.
Como una enorme compresa fresca, el cielo aturquesado lo embolsaba todo.
Este debe ser el barrio de Constitución, se dijo Lena a sí misma, mientras el colectivo, embrutecido por la cuesta de una autopista deteriorada, subía al unísono de una incandescencia extraña. Qué pasaba. Hacia dónde. Y por qué. “Partamos sin apuro que el tiempo apremia”, creyó recordar Lena que Napoleón decía a su tripulación minutos antes de zarpar, cuando el corazón, de pronto, se le aceleró.
Incrustado en el paisaje de sus propios ruidos, el coche se alejaba progresivamente de la tierra.
Unos metros más arriba, un grupo de hombres jóvenes pertrechados con palos y piedras que parecían importados de otra edad embistió con furia contra el colectivo, rompiendo en pocos segundos las pocas ventanas que le quedaban sanas. Fue en la cima de la cuesta.
Villeros de mierda, pensó Lena con desgano, mientras se calzaba unos Ray Ban negros, porque el sol empezaba a pegarle fuerte. Tuc, punk, track... las piedras abollaban la carcasa, tuc, punk, track... una muy grande impactó en el ojo izquierdo de una mujer dormida, tucutu...track... y el conductor apretó el acelerador con precisión felina. El viento se coló por todas partes. Como en una escenografía mecanizada del túnel de un tren fantasma, el grupo de asaltantes enseguida quedó atrás, apresado con su ademán épico en la cuadrícula de ese barrio que Lena siempre había considerado inmundo.
Minutos después, Buenos Aires también desapareció del mapa. Y aunque en el interior del coche todavía podía respirarse algo de sombra, los finos rayos solares muy pronto arrasaron con las distintas capas de alduco que recubrían las chapas del techo. Lena se incorporó y tocó el timbre. La puerta de atrás se abrió en el momento preciso en que la cara de uno de los pasajeros de adelante empezaba a incendiarse.
Sin otra protección que un par de suelas de alpargata, Lena bajó de un salto los cuatro escalones que la separaban de la ruta. Las plantas de sus pies acusaron el impacto. Los Ray Ban volaron por el aire, cayeron sobre el asfalto y se partieron en dos. Concentrada en el dolor que le subía por las piernas, Lena apenas sí oyó el arranque estruendoso del colectivo a sus espaldas, que ya casi parecía un cometa ardiente serpenteando a ras del suelo.
Sin la protección de sus anteojos negros, Lena entonces se encontró perdida, ficticiamente perdida, en el centro de su mejor visión. Una brisa con olor a óleo le voló el peinado.
Frente a ella, un campo de espigas.
Cuando un faraón sueña con espigas altas, significa que ese año tendrá buena cosecha, recordó haber leído en un libro que le había regalado su madre. Y con las imágenes libremente asociadas de una vaca flaca y una vaca gorda parpadeando alternadas en su imaginación, Lena penetró en el mar de olas doradas sin volver la vista atrás, adelantando los brazos para abrirse camino.
Atenta al movimiento de las puntas de sus pies, Lena se puso a pensar en lo fantástico de aquella aparición deslumbrante en medio de la ruta, y en lo recorrible de su geografía, tan natural y a la vez tan improbable como la pretensión de realismo en un retrato sobre papel.
Pronto descubrió un paisaje nuevo. Horas y horas de tránsito en zigzag la condujeron hasta una especie de punto verde fijo, alfileteado como un escarabajo en el medio de un paréntesis. Estoy en dónde. Hacia dónde. Y por qué. Las últimas espigas se abrieron como las plumas de la cola de un pavo real, y entonces Lena pudo ver el espectáculo que se escondía mas allá.
Un valle irregular y de perímetro no más extenso que el de una plaza de barrio, moteado por una serie de lagunas transparentes sutilmente interconectadas entre sí por puentecitos de madera, se extendía frente a ella como una maqueta viviente. Algunos flamencos dormían con la pata hundida en el agua, flores blancas y de tallo sanguinolento crecían en los bordes, un templito de cristal multicolor navegaba de un puente a otro, de una pata roja a un tallo rojo, semejando el trayecto de un insecto zapatero en su penúltimo día de vida.
-Bienvenida-, dijo una voz femenina con tono de azafata. -Bienvenida a la Ciudad Láctea.-
Las palabras de una antigua profesora de música a la que no solía prestar mucha atención, o bien porque hablaba demasiado, o bien porque cantaba poco, de pronto resonaron en su cabeza como una prolongación de este extraño recibimiento. Producir un sonido (y cuando digo un sonido me refiero a un sonido verdadero, un sonido que nace de la entraña y llega hasta la última rama del árbol más alto) es como partir el silencio en pedazos. Con esa clase de sonido empezamos a participar, a competir. Como decirlo... Rivalizando nos tiramos de cabeza al mundo. Quedarse con una parte del silencio es quedarse con la porción del territorio que por derecho físico nos pertenece. El sonido quiebra con esa especie de grado cero que es el útero de la madre, la intimidad. Por el contrario, en comunión con el silencio, o bien nos volvemos blancos, o bien presas de nuestra propia interrupción. Asombrada por la exactitud de su recuerdo, Lena se encontró preguntándose a quiénes en realidad había conocido ella, a lo largo de su corta y antisocial vida, físicamente capaces de producir sonidos verdaderos. ¿Acaso se había cruzado alguna vez con personas realmente nacidas?
El templo de cristal flotaba de un puente a otro, pajarito celeste, reconcentrado en los brillos que rebotaban en el interior de su estructura.
El cielo aturquesado se alejaba progresivamente de la tierra.
Una vez que el templo hubo desaparecido por detrás de las hojas de una flor especialmente grande, Lena decidió seguir con su recorrido, atravesando aquel extraño ecosistema con los jeans arremangados y las alpargatas metidas en uno de los bolsillos traseros. La voz edulcorada con tono de azafata la condujo entonces hasta la orilla contraria, de cuyo margen surgía un sendero no muy ancho, rectilíneo y colorado, que casi no tenía fin. Sus pies descalzos enseguida quedaron como enharinados por la tierra roja. Parecía un flamenco edematoso, víctima de las picaduras asestadas por una escuadra de yararás misioneras con sed de venganza.
Sin sentir cansancio, Lena caminó por el sendero durante toda la tarde, hasta que pronto refrescó y el paisaje decidió mostrar su fase patagónica, casi familiar, vacía de silencios pero también de sonidos. Lena entonces recordó la letra de una canción que le cantaban cuando era chica. Con su viejo esqueleto de madera, llegó un titiritero hasta mi aldea... A lo lejos, la entrada de lo que parecía ser un pueblo escondido en la montaña se hizo visible.
...nos trajo un cuento raro que era triste, habló de la manzana, y del plumero... Lena cruzó trastabillando la frontera, ahora sí con el estómago debilitado por el hambre. Cabañas deshabitadas, calles libres, esquinas peladas... la parte fantasmagórica del viaje. En contigüidad con aquel cuadro, Lena encontró abiertos un viejo cine de dos plantas y una panadería moderna, de cuyo interior escapaba un perfume delicioso a medialunas tibias. Ninguna persona a la vista, sólo un perro con ojos de hombre y hocico de lobo mirándola desde lejos.
Un poco arruinada, Lena no dudó en robarse dos o tres facturas del mostrador vidriado para reponer fuerzas. Mientras tanto, con las orejas tiesas y las fauces acopladas, el perro la vigilaba. Lena prefirió ignorarlo. El gusto de la miel y la manteca derritiéndose en el paladar le dieron ganas de sentarse a ver una película.
...nos dijo las mentiras que los sueños traen, nos inventó unos pájaros de fuego... Las boleterías del cine estaban desiertas, los pasillos y las escaleras también. Lena entonces descorrió con el codo una de las cortinas de pana que separaban al hall de ingreso de la sala de proyecciones y, sin volver la vista atrás, entró a lo oscuro chupándose los dedos.
Clavadas como estatuas bajo el haz de luz del reflector, unas seis o siete personas de todas las edades contemplaban con pasmo los movimientos repetitivos de un conejo redondo y diminuto que saltaba ingrávido sobre un tambor de piel de vaca. Boing...boing...boing... una estrella suave, un sueño, un cuento eterno. Mondraguín, el muñeco más viejo, se me subió al recuerdo y fue casi mi alma... la canción antigua seguía reproduciéndose en su cabeza. En la pantalla, el animalito blanco subía y bajaba en cámara lenta, apenas rozando el cuero del instrumento, curiosamente custodiado por un semicírculo de arboles azules. La mezcla de estos únicos dos colores, el blanco casi fluorescente del pelaje y el azul aglomerado de las copas, reverberaba en las sonrisas congeladas de las piedras antropomórficas. Lena entonces tuvo ganas de salir corriendo.
Afuera, la madruga estaba glacial. Qué pasaba. Hacia dónde. Y por qué. -Es hora de irse, Lena.- dijo de pronto, y como calculadamente, la voz omnipresente con tono de azafata. -Podés volver otro día, u otra tarde, como vos prefieras, cuando haya un poco más de luz, y haga menos frío.-
Y el pueblo desapareció de golpe.
Lena entonces despertó. Silencio. Con la mejilla izquierda pegada a la almohada, abrió los ojos y sintió que su cuerpo, por fuera, estaba oloroso y transpirado. Se dio vuelta. Por dentro, una especie de nitidez visceral lo rescataba.
Fiorella, la muñeca más rosada de su habitación, descansaba de costado sobre una silla de mimbre, con la mirada perdida en el ojo de buey de la pared contraria, habitualmente abierto por las noches.