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?Yo soy la oveja m�s negra de una familia de lobos?, as� comienza Contando armas, la primera novela de Javier Berdichesky (Interzona, 2005) que recibi� el I� Premio Nacional de Literatura en la categor�a Estimulo en el a�o 2000 con un jurado formado por Fogwill, Roberto Raschella y Marcelo Birjamer. Tal como plantea esa frase inaugural, esta es la historia de un hijo que imagina su historia, el origen de su familia y los animales que la forman. Es tambi�n la historia de esa historia en la que el narrador nos cuenta c�mo fue que comenz� a escribir: una novela que se anima a tematizar la relaci�n entre una vida y su escritura, centr�ndose en un esquel�tico diagrama biogr�fico.
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Podr�amos leer esa genealog�a para encontrar los rastros originarios, descifrar los v�nculos entre los personajes, preguntarnos si la muerte es un l�mite claro, si la madre es loba dedicada a sus cr�as o fiera dispuesta para la cacer�a, podemos ?de hecho? rescatar citas que contradigan las afirmaciones que nos hab�a propuesto en un principio el narrador y comprobar que hay m�s que lobos en esa familia; y es que, a trav�s de ese yo organizador que sostendr� la escritura hasta el final, Berdichesky exhibe un intento por recuperar la memoria o, m�s bien, la reconstrucci�n (escrita) de un pasado y la fundaci�n de un relato. �
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El narrador pone en juego la experiencia emocional de ejercitar el recuerdo y restaurarlo. Nos hace saber, sin embargo, de un modo hiper expl�cito, que este esfuerzo y esta b�squeda no aseguran la veracidad de lo contado porque la verdad es un valor indefendible cuando es resultado de la suma de experiencias. Hay s�, fidelidad. El protagonista que narra es fiel al proyecto que se propone: desmontar una a una las capas sangu�neas que han alumbrado su voz.�
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Se nos permitir� suponer que hubo otras versiones, otros mitos, que han sido parte de lo o�do antes de escribir (el narrador lo insin�a: Cada uno ha dado su parecer y yo he renunciado a la Verdad) pero permanecemos dentro de su esquema, atestiguamos el momento transformador en el que se convertir� en autor ?el instante en el que ese mal que antes me pertenec�a comenzar� a ser para los dem�s? y practicamos, en el acto de leer, la complicidad. Somos la escucha que lo justifica.
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Lo primero es la familia
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En esta novela, dudar de la memoria y estar seguro de los juicios con que se presenta a los personajes parece ser lo mismo, se escribe lo que se cree y se recuerda lo que se escribe. Con absoluta certeza, con decisi�n. La sintaxis colabora, con un ritmo cortante, al efecto sentencioso. Leyendo entramos en su universo de definiciones y lo entendemos; su l�gica: la met�fora de las acciones del amor-horror, nos resulta absolutamente familiar. Las im�genes animales con las que cuenta esta f�bula funcionan aceitadamente con el relato anal�tico del origen. Y es que las met�foras son activas, la elecci�n de ep�tetos para nombrar las relaciones familiares abandonan el realismo para atravesar el horror del amor y se densifican, dejan de ser met�foras para convertirse en nombres: el Lobo es ella, el Cordero es �l, Ellas son las Cifras.
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En la descripci�n, el manejo de las enumeraciones escuetas y asertivas es coincidente con el tono amargo del narrador. Berdichesky maneja el silencio con precisi�n. La violencia familiar aparece nombrada sin narrarse y esa ausencia de detalles revela el costado m�s atractivo del relato. Es que all� del, otro lado, no hay mucho. Dif�cil resulta contextualizar la nada, poblar los espacios con sombras, traducir en hechos lo que ha estado siempre presente, por encima de todo, relacionando. (p. 49) En un gesto t�pico de toda novela autoreferencial siembra demasiadas claves en un campo que tiende a desmoronarse. Sin embargo, el tono no se perder� nunca. El narrador ordena y repite frases categ�ricas, son las que intentan juzgar y perdonar los mismos hechos. Monta y desmonta prejuicios con igual comodidad, contundente, como si editara tomas de un documental ficcional. Avanzando a pasos cortos, por fragmentos, d�ndonos apenas la informaci�n necesaria para percibir la frustraci�n y el deleite de los personajes, ausculta lo �ntimo de una instituci�n colectiva. �
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Los peque�os p�rrafos que resumen el paso de los a�os con naturalidad tr�gica condensan la historia como la realidad perceptiva del presente del narrador. En estas b�squedas originarias no importa, parad�jicamente, la gen�tica. Las cosas no son lo que parecen ser, o al menos, no lo que se supone que deben ser en la estampa familiar feliz o infeliz. Los padres y sus hijos pueden elegirse, o al menos, aceptarse, abandonarse y cambiar.
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Poco interesan los diagn�sticos, que el conjunto sea neur�tico o psic�tico, bondadoso o malvado; lo singular es que los adjetivos, en esta familia, no condicionan significados esperables. La refutaci�n es afirmativa, exultante. Como si el narrador dijese de s� mismo ?soy despreciable? y a la vez ?soy un ser �tico que no quiere molestar a nadie?. Nos cuenta la paciencia de una madre triste y su conducta rapaz para infligir dolor, habla del padre y luego afirma desconocerlo, explica sus motivos y se desdice. Nos enfrentamos a un texto que describe una familia aclar�ndonos que el asco de verlos reunidos no naci� para ser descrito, un texto que se sostiene en esa contradicci�n, en el desagrado por el recuerdo y en el placer simultaneo de ir comprendi�ndolo. Es a partir de esta oposici�n �que surgen las definiciones geneal�gicas que enhebran la novela: trabajar con lugares comunes nunca fue tan productivo; la exageraci�n, y no la censura, del lugar com�n desarma los estereotipos.
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Berdichesky logra un buen truco: cuelga un dibujo protegido por un vidrio pulido que podr�a ser espejo; los que observamos queremos ver a esos animales, esa granja, esa desolaci�n y en el intento por descubrir la trama nos imaginamos a nosotros mismos. Pertenezco a una estirpe rastrera: todos somos culpables de algo. Es que siempre es as�: en los espacios vac�os todos completan con su propia historia.
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Sobreinterpretando
Y legan a la posteridad los sucesos que consideran trascendentes. Sobre esas narraciones se construir� el futuro. De ah� que resulte imprescindible el recuerdo, la ejercitaci�n de la memoria. (p. 80)
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Desde el comienzo, el narrador se toma el trabajo de aclararnos que la realidad de un relato es el relato mismo. Hace una genealog�a, su propia f�bula familiar, para encontrar m�s excusas y aclararnos que no hay confianza posible en el escenario desplegado. Aun as�, hace algo m�s: sigue narrando. �
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Dignos esposos, dignos hijos, hijos ajenos de sus propios padres, l�neas sucesorias animalescas y dem�s jaur�a est�n ah� para seguir preguntando una y otra vez por lo mismo: c�mo se funda una identidad y c�mo se puede entender a s� mismo alguien buscando en el pasado. La conciencia del narrador nos da pistas psiqui�tricas y geneal�gicas que devienen historiogr�ficas, hace hablar a los que no tienen voz y a los que se han ido. Este trabajo arqueol�gico con la historia personal y la memoria coloca a esta novela en una serie literaria inesperada, la de los textos ficcionales que cuestionan la unicidad de la Historia y que proponen la pr�ctica de lo escrito como un modo de indagar lo identitario. En ese sentido, podemos pensarla como una m�s de la ya larga formaci�n discursiva que ha sucedido a la �ltima dictadura militar en Argentina, una novela que comparte el culto por la sospecha con la desestabilizaci�n de lo instituido, que busca refirmar la validez de una versi�n por sobre otras y en la que el narrador necesita contar su relato para seguir adelante.
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In�s de Mendon�a
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