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Com�amos carne con verduras, al horno, con ese juguito que parece mezcla de grasa y baba de chauchas. Mam� la hac�a siempre as�: asquerosa.
Parec�a cruda, o hervida, que es como lo mismo pero al rev�s. Horrible. Com�amos, digo, por decir, porque est�bamos ah� en la mesa mirando la puerta de atr�s de la casa, abierta a medias y con el mosquitero corrido.
Mir�bamos como hipnotizados, ya cansados de lo que hab�amos comido durante toda la ma�ana. La panza hinchada hasta el cuello, sin poder movernos. Era domingo. El d�a de las tortafritas de once a una y de escuchar tangos a todo volumen para despertarnos mejor.
Atr�s de la puerta estaba el patio, que bajaba como de costado, inclin�ndose m�s del lado izquierdo que del derecho. M�s all� del patio estaba la casita de las cosas. En ese lugar guard�bamos todo lo que ten�a utilidad sin servir especialmente para nada. Unas tijeras de podar que mi pap� no usaba nunca, los patines rotos de Lolo, las chinches que hab�an sido parte de un trabajo m�o del colegio, la plancha de la abuela -la de carb�n- y m�s que nada revistas acumuladas por mi t�o durante a�os. El t�o era raro cuando estaba vivo.
Un poco despu�s de la casita estaba el gallinero. Ten�amos pocas gallinas pero serv�an para comerse los huevos y cada tanto alguna horneada tambi�n.
En mi casa, incre�blemente, no se com�an asados.
Mir�bamos la puerta entreabierta porque hab�a sombras, en el patio, a esa hora, y era m�s f�cil no comer si est�bamos ocupados.
Era as�: mam� quer�a que comi�semos porque nos hac�a bien, pero sab�a que est�bamos rechonchos de grasa y dulce, y que no iba a lograr que prob�ramos bocado. Despu�s de media hora se terminaba todo y ella se llevaba esa carne hilachosa y fr�a. Todo era tranquilo desde ese momento. No m�s peleas, no m�s gritos, no m�s tangos. Una tarde completa para tirarnos en el pasto mientras ellos dorm�an.
No jug�bamos mucho. Los de al lado s�, pero nosotros nos hab�amos acostumbrado a esperar a que se hicieran las siete para escuchar la radio y, hasta ese momento, no logr�bamos ponerle voluntad a nada. Nos aburr�a jugar en el patio porque nos quedaba chico. Lo �nico que pod�a llegar a interesarnos era ir al fondo e investigar. Leer las revistas, ordenar las herramientas de metal y las maderas. Y, claro, de vez en cuando, hacerle visitas a las gallinas.
Ese d�a, al salir al patio, sin hablar y con ganas de internarnos en el refugio, vimos a Sebi.
Sebi era bueno, pero era mudo.
Quisimos querer a Sebi, pero no pudimos. Lo hab�an tra�do los de al lado.
Era un primo. Un primo lindo, con rulos rubios, cara de bueno, actitud de bueno, buen Sebi. Pero aburrido. Lo vimos a trav�s de la parecita de ladrillos, los chicos esos estaban jugando sin parar, nosotros: en estado perfecto para no hacer nada. Lolo, muy impaciente, intent� escapar pero ya nos hab�an ojeado. Nos llamaron y tuvimos que ir.
Saltamos la pared y se hizo evidente que les dar�amos cabida en la casita. Finalmente �bamos a jugar con ellos despu�s de tanto tiempo.
Saltamos otra vez pero para nuestro lado y el sol estaba en su punto justo. No dijimos nada, aunque sab�amos qu� hacer. Primero fuimos de tour con las revistas. Los nenes se re�an mucho. Sebi no. Le mostr�bamos im�genes de autos de carrera y asent�a. Le mostr�bamos tejidos al crochet y asent�a. Le mostr�bamos tapas de moda con chicas en ropa interior y asent�a. Tendr�a doce a�os. Ellos menos y gritaban con cada una de las fotos. Le mostramos una de animales y Sebi se puso a se�alar. Era el momento. Los llevamos al gallinero.
No hicimos nada de lo que sol�amos. Simplemente entramos y atamos a Sebi, mientras los otros segu�an en su cotorreo. Comenzamos a cantar, era uno de los tangos que hab�a puesto pap� en el equipo a la ma�ana. Cant�bamos lento y Sebi no se re�a. Estaba quieto, sin expresi�n. Le pedimos que pesta�ease y lo hizo. Le pedimos que moviese los dedos y lo hizo. Le pedimos que girase y no lo hizo porque estaba demasiado agarrado con nuestras sogas.
Dijeron que hab�a venido por todo el verano. Eso era malo para �l.
A partir de ese d�a lo atamos bastante m�s. Y combinamos con lo de las gallinas. Los m�s chiquitos se re�an y lloraban, pero nos lo tra�an una y otra vez. Siempre a la siesta. Dejamos de prestarle atenci�n a la radio y volvimos a comer. Fueron cuatro domingos de sol. Era nuestro juguete.
Hicimos experimentos. Nos gustaba combinar ?cosas? de la casita con ?cosas? de las gallinas. Ponerles chinches en el piso. Acercarles el gato hasta que se pusieran como locas. Pincharlas. Atarlas con las soguitas de la ropa y darles vuelta como trompos. Encender m�nimas fogatas con palos y hojas en el piso, y o�rlas aletear desesperadas. Tambi�n obligar a Sebi a mirar o a comer o a moverse. Despu�s del primer mes ya no necesit�bamos atarlo, respond�a a una mirada, y eso era mejor, porque pod�amos pedirle cosas dentro del radio completo de la casa. Tra�a jugos y tra�a el diario. Se re�a a pedido y hasta saltaba la parecita de ida y de vuelta m�s de seis veces seguidas.
Lolo se fue, ese a�o, a vivir con su otra mam�. A C�rdoba. Yo me qued� solo, sin hermano y sin esclavo. Y fue uno de los inviernos m�s tristes de mi vida.
In�s de Mendon�a
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