Me bajé del 92, caminé una cuadra y media por la avenida y doblé hacia la derecha. Me detuve a los treinta metros y crucé. Golpeé el vidrio de la peluquería en la que vengo atendiéndome desde hace por lo menos medio año: tres cortes.
No sé cómo caí ahí la primera vez: queda a nueve cuadras de casa, cierra temprano y no tiene un precio demasiado tentador: diez pesos la sesión. Lo cierto es que ahora no puedo ir a otra: es mi peluquería, o mejor, es mi peluquero.
Hasta hoy apenas sabía algo: que el tipo escucha tango, que nunca hay nadie en la peluquería, que el local está cerrado con llave y no lo abre hasta que no te haya examinado a fondo la cara, que es parsimonioso, que utiliza peines, tijeras y navajas de otra época. Hoy se modificó todo el mapa de la situación: me lo hice de izquierda. A partir de ese momento cambió completamente el modo en que me predispuse a escucharlo. Ya se sabe: los conceptos de izquierda y derecha resultan menos productivos como categorías de la política que de la cognición.
Sonaba la radio. Ya dije que el tipo escucha tango. Entre los compases dos locutores pasaban alguna noticia. Transcribo lo que recuerdo de esos veinte minutos. Conste que tengo el pelo corto.
La radio:
–Ya son quince los conscriptos chilenos identificados. El resto no se ha encontrado aún pero ya no quedan esperanzas de que se los halle con vida. Chile está de duelo. La conmoción es grande y algunos piensan que esto puede terminar con el servicio militar obligatorio.
–Son unos brutos. Acá, allá y en todas partes. Meter a los pibes ahí, que no tenían ni un mes. Son unos brutos, unos brutos. A mí me tocó hacer la colimba en Ushuaia. Hacía veinte grados bajo cero y nos hacían salir a hacer ejercicio. ¿Sabés lo que es ese frío? A veces un compañero se quedaba quieto un rato y vos no sabías si no se había muerto ya.
»Una vez por semana íbamos al quilombo. Había dos o tres minas y los cincuenta pasábamos por ahí. Yo no sé de dónde se las traían, porque Ushuaia en ese momento no tenía ni dos mil habitantes. Las debían levantar acá en una razzia y ni se debían enterar. Ahora deben trabajar mujeres de allá, porque ya tienen como cincuenta mil habitantes. Antes había un quilombo pegado a cada cuartel. Pasábamos uno detrás del otro. Si no, la manito...
No sé por qué me contaba todo esto, pero quería que siguiera. Busqué un tema yo. Aproveché un revista de actualidad que había entre el instrumental.
–¿Vio lo de Tuzzio y Ameli?
No parecía estar muy al tanto.
–¿Los jugadores de River?
–Acá están –dije y señalé una foto de los dos con una mujer en el medio.
–¡Ay que ser boludo, eh! A ver cómo es la mina, si vale la pena.
Fue hacia la revista. La foto de la tapa no lo conformó:
–No se ve bien acá.
Abrió la revista y se puso a buscar una foto de la mujer de Tuzzio. La encontró y me la mostró.
–No es tan linda. Tiene el tabique, cómo se dice, de boxeador.
–Hundido.
–Y tiene cara de mono. No, viejo, no valía la pena la mina. Aparte, si me dijeras en otro ambiente, pero en el fútbol, dos compañeros de equipo, de trabajo, ¿sabés cómo se van a burlar las otras hinchadas? Porque si fuera en otra cosa, un actor, no sé, pero en el fútbol... No va a poder jugar más en Argentina ese muchacho. ¿Jugó contra Boca?
–No –le respondí.
–¿Te imaginás lo que le pueden decir los otros jugadores? Y por esa mina... ¿Sabés qué? Hoy vino una clienta y me dijo que lo que más le gusta a ella en la vida es coger. ¿Estás de acuerdo?
–No sé, también hay otras cosas –respondí, estúpidamente.
–Una mina joven. Tendrá treinta, treinta y cinco años. No puede vivir si no tiene un tipo al lado.
–¿Y es linda? –pregunté, para seguir con la estupidez.
Pensé: el peluquero me quiere contar que se acostó con esta mina. Pero no, fue para otro lado:
–Hay otras que vienen acá y te dicen que no les importa. No les importa coger, no les importan los tipos, no les importa nada.
Vuelvo a la radio:
–Hay una propuesta para ponerle el nombre Ernesto Guevara a la calle que actualmente lleva el nombre del intendente Cantilo.
Ya sabía lo que me iba decir: que no le gustaba que las calles cambiaran de nombre. Ya me lo dijo una vez cuando escuchamos por la radio que querían sustituir el nombre de Malabia por el de Pugliese.
–No me gusta. No es una cosa contra el Che, por mí que le pongan su nombre a cualquier calle, que inventen una y se lo pongan, pero no es lindo que se modifique el nombre de las calles. Es como si la ciudad se volviera un laberinto.
Al escuchar eso recordé algo que me había llamado la atención unos días atrás, mientras viajaba en colectivo por La Matanza. En un cartel vi lo siguiente: Jardín “El barquito travieso”, EGB “Facundo Quiroga”, Polimodal “Juan D. Perón”. Admito que la serie de nombres emparentados me resultó divertida. A pesar de eso, no pude siquiera vislumbrar a qué línea pedagógica adhería ese establecimiento educativo.
Me retiré conforme con el corte. Mientras me dirigía hacia las vías, me pareció que el rostro de mi peluquero era similar al de Pepe Bianco, tal vez un poco menos sonriente.