El contorno de la sal

Marcelo Svartman

 

 

 

 

Hay una imagen que me atormenta cada mañana: veo, desde el agua, mientras floto y mis piernas todavía no se han acostumbrado a la temperatura, balsas que reman hacia todos lados y un barco hundiéndose, irremediablemente. Todas las mañanas. Es como si despertar para mí tuviera otros signos. Prescindo de los párpados, de la conciencia. Es simple: nunca hay remos fuera de la vigilia, mis músculos no se desesperan en la noche.

Después se acerca la arena y todo se acaba por unos instantes. El mundo desaparece y ya no hay barco, balsas, gritos ni dolor. Todo duerme. Algo en mí permanece despierto, se resiste, pero también cede. No siento el cuerpo. Soy una planta, un cambio de estación. Nada existe. He cambiado de frecuencia. Duermo.

Desperté en una isla. Era mediodía. El sol golpeaba con sus rayos mi carne, la penetraba en bloque. Había sobrevivido. Estaba sola. Mi barco se había hundido por algo que no comprendía y todavía no comprendo.

Comencé a caminar. Lo hice con timidez, como si esperara que de pronto sobre ese plano de arena un hombre me ofreciera comida sólo por mostrarme indecisa. Mis pasos. Avancé sobre la playa. La arena estaba caliente pero no quemaba. El agua contaminaba mi vista. Estaba en una isla. Agua. Estaba rodeada de agua en una isla.

En pocos meses aprendí mucho. Tanto que a veces me pregunto qué habría ocurrido si hubiera nacido allí. ¿Lo sabría todo? ¿Me habría adueñado del mundo con las piruetas de mis pensamientos? Tal vez. Peces, teoremas, ábacos: un collar de huesos vigorosos acariciando mi ombligo.

Tenía un coco entre las manos. Intentaba pelarlo como si fuera una mandarina, sacando la cáscara con la punta de los dedos. No llevaba remera y abajo un slip ajustado apretaba su miembro. Me quedé mirando eso. No es que fuera algo nuevo, algo desconocido, pero la silueta que se marcaba en la prenda, ese trazo, no encontraba en mi memoria una cuadro semejante con el que aparearse. Volví la mirada a sus manos y me pareció que ahora sostenían otro fruto. ¿Lo había sacado del piso durante mi distracción? Imposible: las manos nunca habían abandonado la zona alta del cuerpo; yo me habría dado cuenta. Un fruto tropical, una versión vernácula y blanda de lo que conocemos como coco.

Alcé la voz. El hombre hizo un giro hacia mí y se quedó en su lugar. Ni avanzó ni parecía dispuesto a acortar nuestra distancia. Me acerqué unos metros. Él dejó de mirarme y se puso a prestar atención a eso que tenía en las manos. Me arrimé un poco más. “Disculpe”, le dije, “no soy de aquí.” El hombre levantó la cabeza cuando terminé de hablar. Después volvió a bajarla. Presionó la masa esponjosa varias veces y la separó al medio. Observé las mitades: una era levemente mayor. Me la ofreció. “¿Qué es esto?”, le pregunté mientras mis dedos tocaban esa cosa y comenzaban a humedecerse. El hombre elevó su porción y empezó a comer. Tragaba cáscara, agua y pulpa de una vez. Yo tenía ganas de bajar los ojos para ver en qué figura se había transformado lo que había abajo. ¿Sería un cangrejo, múltiple y amenazante, o una foca, cuyo movimiento me hace reír? Acabó con su parte y se adueño de la mía. No opuse resistencia. Después salió corriendo hacia el mar. No lo detuvieron mis gritos ni mis pasos torpes y lentos detrás de él.

Casi media hora lo observé. Nadaba en línea recta un rato y después se ponía a hacer círculos hasta que se mareaba y con la espalda contra el agua quedaba en posición de descanso. Así pasaba la mayoría del tiempo. Luego volvía a darse vuelta y aplicaba sobre la marea una nueva corriente.

Soplaba poco viento ese mediodía. El hombre nadaba. Lo hacía preferente de espalda pero cada tanto rotaba. En el cambio se mostraba titubeante, como si la sangre no llegara a algunos músculos.

Abandonó el agua. Se sacudió como un perro y se tiró a tomar sol.

Tenía pelo en el pecho y distancia entre los hombros. Lo imaginé rozándome con su cuerpo.

Se dio vuelta. Tenía la espalda llena de arena. Pude ver cómo sus ojos me buscaban. Caminé hacia él.

–Hola –le dije. No iba a permitir que ahora se fuera sin hablarme.– Veníamos en barco y chocamos con algo. No sé, con la lluvia de ayer. Yo llegué nadando. Tengo hambre.

–Ayer no llovió –dijo–. Llovió hace dos noches.

Habló en español. En un español casi tan armonioso como el mío.

–Bueno, es lo mismo: ayer o anteayer. Pero fue esa lluvia. Y ahora tengo hambre.

El hombre sonrió.

–¿Y por qué no aceptó el coco que le ofrecí?

Qué manía la de llamar a las cosas por nombres que no le pertenecen. Es una simplificación inaudita del pensamiento: igualar un coco con una bola de esponja que puede comerse.

–Porque no era un coco –respondí– y porque su aspecto me daba un poco de asco.

–Aquí todo es blando, señorita –se defendió–, si se refiere a eso. Va a tener que acostumbrarse. Vamos.

Lo acompañé por la playa unos minutos y después nos metimos entre la vegetación, por un camino que no debía ser demasiado diferente de los otros huecos que se formaban entre las plantas.

–Por aquí –me dijo.

Corrió una última rama y apareció repentinamente un claro circular de por lo menos cincuenta metros de diámetro. El suelo era de tierra mezclada con arena, a dos colores, liso. La superficie era predominantemente marrón. Los pies apenas se sumergían.

–Este es el campo deportivo y la sala de convenciones –dijo el hombre, quieto, de perfil a mí–. También puede usarse para otros menesteres, como fiestas o funerales, pero eso sólo ocurre cuando los otros lugares que tenemos destinados para esas funciones están ocupados.

Atravesamos en línea recta el círculo. Nos metimos entre unas plantas y aparecimos en un lugar con varias decenas de chozas, carretillas y personas. Me llamó la atención que emplearan para el transporte algo que tuviera ruedas.

–¿No es adverso el terreno para estas cosas? –dije y señalé una carretilla.

–No las utilizamos para mover cosas –respondió–. Tienen otra función.

Nos detuvimos ante una choza. Acercamos dos troncos que estaban tirados en el piso y nos sentamos.

–Ahora vamos a almorzar. ¿Qué prefiere?

Tenía ganas de comer una hamburguesa, pero dar esa respuesta me parecía ridículo. Opté por algo más simple:

–Un pedazo de pan o algo que tenga harina.

Se sonrió.

–Pan de salvado –me dijo–. Lo hacemos nosotros.

Acepté. El hombre se metió en la choza y salió con una baguette. La partió con las manos. Me ofreció una mitad.

–Me decía que llegó aquí por un naufragio.

Mordí. La masa era esponjosa. Le faltaba sabor.

–Sí, por la lluvia. El velero se dio vuelta y caímos para cualquier lado. Yo estuve en un bote, después me tiré al agua y vine nadando.

¿Era eso lo que había sucedido? Me sonaba inverosímil. ¿Por qué yo había llegado a la isla y mis compañeros no? ¿Cómo había sobrevivido a la tormenta en una balsa cuando mi embarcación, que era mucho más grande y resistente, no había podido?

El hombre interrumpió mis razonamientos.

–Eso es el destino. Algunos se salvan y otros mueren. Y nadie puede explicarlo.

El pan no tenía gusto a nada.

–¿Cómo está? –preguntó.

–Muy bueno, pero le faltaría un poco de sal. Yo como las cosas muy saladas.

–Ah –dijo. Entró a la choza. Volvió con una cantimplora de plástico.

–Coco con azúcar. Es muy refrescante.

Calculé que se refería al jugo de ese fruto blandengue que antes tenía en las manos. Lo rechacé.

–Agua fresca, si puede ser. O naranja.

El hombre se levantó nuevamente.

–Y sal, si no es mucha molestia.

En las otras chozas la gente se había reunido para comer. Los hombres iban descalzos, con el torso descubierto. Las mujeres llevaban corpiños rosas, verdes o celestes y polleras cortas, generalmente de color blanco o pastel.

Todos comían sobre troncos. Aparte del pan, contaban con un alimento similar a nuestra galleta marinera, aunque era de mayor tamaño, espesor y color más fuerte. Volví a pensar en mi viaje: ¿realmente había sido la tormenta o era otra cosa que ya no podía recordar?

El hombre regresó con un salero.

–Quieren conocerla.

¿Quiénes? La gente parecía concentrada en sus asuntos. Mi presencia no había modificado la serenidad de su rutina.

–Ahora –me dijo–. Puede llevar la sal y el salvado.

–Perfecto –dije, sin rezongar.

Nos paramos y fuimos hasta una choza que quedaba cerca.

–Vamos a ver a mis padres –dijo mientras caminábamos.

El hombre que me recibió era una réplica del hombre que me había recogido en la playa. Algunos años más, en todo caso. Parecían hermanos. La madre tenía otros rasgos y era vieja.

–Emilio nos dijo que llegó hoy. Bienvenida. Tuvo suerte que no enfrentó la lluvia del lunes. Aquí, cuando llueve, la costa se vuelve temblorosa y parece que todo va a desaparecer.

La mujer hablaba de manera lenta pero continua. Emilio observaba a su padre, que se había parado. No pude seguir lo que hacían porque la mujer tenía sus ojos puestos en los míos.

–Usted nunca lo vivió, pero no es algo que le recomiende. Todo se va desintegrando y uno no sabe para dónde correr. Me ha pasado varias veces. ¿Cómo se sobrevive? Haciendo huecos en la arena. Es increíble, pero lo que desaparece, a veces, es sólo lo que está a la vista. No hay lógica que pueda explicarlo. Uno se esconde y las olas parecen ignorarlo.

La vieja tenía razón: en ocasiones uno cierra los ojos y cada minúscula partícula de sufrimiento o temor deja de existir. Me gustaba esa metáfora: uno puede esconderse un rato, pero no puede vivir siempre en un agujero.

–El único recuerdo que queda es la sal sobre la playa. La cabeza asoma y no hay otros restos.

La conversación había terminado para ella. Se paró y se metió en la choza. Su marido la siguió.

–Bueno –dijo Emilio–, ahora voy a enseñarle una costumbre nuestra.

–¿Y esto? –dije, mostrándole el pan y el salero que todavía tenía en las manos.

–Llévelos: son parte de la ceremonia.

Regresamos a la playa. Los senderos que recorrimos eran más espaciosos que los de antes. Nos sentamos en la arena.

–Tuvo suerte: mi mamá la aceptó. Nos queda ahora cumplir los siguientes pasos del rito.

No entendía de qué hablaba. La voz de Emilio adoptó una modulación que hasta ese momento no había exhibido.

–Es muy simple. Hace algunos días vine hasta aquí a nadar. Como me pareció que iba a llover, traje un salero y un pedazo de pan. Los dejé y volví al día siguiente. Estaban intactos: la tormenta no les había hecho nada. Salé el pan y lo comí. Después esperé que lloviera nuevamente. Apareció usted. El resto ya lo sabe: el coco que le ofrecí y rechazó, la caminata por la vía más hostil sin que usted se quejara, el almuerzo frugal, el pedido de la sal, la aprobación de mis padres. Queda que compartamos lo que usted trae en las manos.

–Esto debe ser una broma –protesté–. Le ha agarrado un brote narrativo.

–Usted puede elegir.

El cielo mostraba algunas nubes. Tal vez se acercaba una tormenta.

–Volvamos –dije–. Creo que va a llover.

El mar se dirigía, sin que lo pudiera detener, al centro de mi cuerpo.





©Marcelo Svartman

 
el interpretador acerca del autor
 
                           

Marcelo Svartman

Argentina, 1979.

Estudiante de la Licenciatura en Letras (UBA).

Con Iván Hernández, el dúo Desfonema, dedicado a la música electrónica experimental.

Ha publicado un cuento, titulado Un auto para pobres, en la revista la máquina excavadora, que puede leer haciendo click sobre el enlace:

Un auto para pobres

Publicaciones en el interpretador:

Número 1: abril 2004 - El lugar del rey (narrativa)

Número 2: mayo 2004 - Una selva en el campo (narrativa)

Número 6: septiembre 2004 - El tercer lugar (narrativa)

   
   
   
   
 
 
 
 
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