Dicen que tengo que memorizar tres millones de palabras para ser rey. Eso es algo imposible: nadie puede memorizar tres millones de palabras. Pero nosotros necesitamos un rey, así que de alguien es necesario que se declare que sabe tres millones de palabras. ¿Seré yo? ¿Será a mi nombre a quien se le reconozca ese mérito? Porque la cuestión es esa: no quién es el rey, sino quién sabe los tres millones de palabras. No importa lo que haga: lo que vale es que cuando me pregunten, yo pueda responder.
¿Qué haré si fallo? Toda mi familia se ha sacrificado para que yo sea rey. Todos han hecho algo para que yo ahora entienda lo que para otros es pura oscuridad. Mi familia, mi padre, mi madre. El recoge arroz todas las mañanas. Ella se ocupa de la casa. Los dos se juntan a la tarde para enseñarme nuevas palabras. Son excelentes en ese oficio.
–¿Qué es esto? –digo y señalo un conjunto de líneas que semejan un delfín volando sobre una hola.
–Es la libertad.
Yo veo un cuchillo que roza una superficie enorme y blanda.
–¿Y esto?
–Una máscara.
Es como una nuez cubierta de seda.
–¿Y esto?
Hay un colchón con un elefante en una de sus puntas.
–La desigualdad.
El domingo es el examen y apenas sé doscientas catorce mil doce palabras. ¡Una miseria! Mi hermano llego a saber el triple y nunca fue rey. ¿Cómo será la prueba? Me imagino: un cuadro sobre una pared, una silla compartida por tres ratones. ¡Es imposible!
–Pero vos dijiste que querías ser el rey.
El rey: aquel que está por fuera de la ley. Un rey. ¿Yo, rey? Debo hacer la prueba.
–Voy a permanecer dos días. Una breve visita a Africa. Después regreso y parto a Londres.
Mis padres están sorprendidos, pero no pueden negarse: ¿no son ellos quienes desean que yo sea el rey? Lo entienden al instante. Pero hay un problema:
–No podemos pagar el pasaje, hijo.
¿Qué haría si estuviera en el gobierno? Aseguraría que todos los padres le pudieran pagar a sus hijos un viaje a Africa y a una isla en Europa antes de dar el examen para ser rey. ¿Qué hacer con los pobres y los avaros? A los primeros negarles el derecho a ser reyes; a los otros, negarles el derecho a la vida.
–Vas a ser un rey muy cruel, hijo. Tenemos miedo. Aún no eres rey y ya temblamos ante tu presencia.
Fueron las palabras de hoy. Ellos, mis padres, bajo mi dominio. El mundo ha dejado de ser lo que era ayer.
–No son realmente tres millones. Alcanza con saber la mitad o apenas un tercio. La diferencia la cubre la fuerza de los silencios. Cuando no sepa alguna palabra, si es que han logrado superar mi silencio inicial, callaré con tanta decisión que los haré confundir. No sabrán qué fue lo que dijeron y elegirán una nueva palabra. Una de tres. O de cuatro. Alguna tendré que saber. Tal vez me conviertan en rey simplemente para evitar las repeticiones. ¿Cuánto tiempo hay para coronar al nuevo rey?
El primer examen para ser rey se da ante los padres. Ahora que tengo mis primeros súbditos leales puedo comportarme como un gran noble.
–¿Dónde están mis padres?
El suelo del palacio se esconde tras un disfraz de rubíes. El techo es de porcelana, con detalles en oro y plata labrada. ¿Quién fue el ignorante que mandó a hacer este escándalo de mal gusto en mi castillo? Camino hasta la puerta para preguntarles a mis sirvientes cuándo comienzan las refacciones. Uno no sabe. Otro dice que a los funcionarios no les está permitido reformar los edificios del Estado.
–Son históricos. Y la historia no se puede modificar.Cualquier alteración es un ataque a nuestros orígenes.
Este muchacho que habla como un guía de museo me exaspera. No debe saber, siquiera, diez mil u once mil palabras. Ojalá pudiera hacerle comer el oro que tanto espanto me causa en el techo. Pero no puedo atacarlo, eso está expresamente prohibido. En el juramento esa frase la leyeron más alto que el resto: "Y será con sus súbditos un hombre justo y piadoso. Nunca los hará padecer, porque son ellos quienes marcan, finalmente, el camino de la nación."
Le acaricio la cabeza.
–¿Cómo es el itinerario de este semana?
El muchacho saca un papel de un bolsillo de su traje. Me mira y lee.
–Tiene una reunión en Grecia y una cena en China. La otra semana viajará a Japón y para ese momento sabremos cómo sigue la gira.
"Gira": unas hormigas que rodean un lago. ¿Quién habrá inventado este lenguaje? Es mucho más complejo que el otro que sé. Solo en apariencia son tres millones de palabras. Son muchas más verdaderamente. Sin embargo todos, potencialmente, podemos acceder a ellas. La cuestión es que podamos quitarles el velo que las resguardan. ¿Palabras? Asociaciones, mejor. Uniones: de imágenes con los signos de nuestra lengua, la que utilizamos habitualmente. Ahí estaba la clave. Toda figura tiene un grupo de conceptos relacionados y un número todavía menor de conceptos aceptados convencionalmente, que son los que conforman el código que tuve que estudiar. Conocer el número total de las piezas que componen ese conjunto es materialmente imposible. Aunque partiéramos de nuestra lengua y nos basáramos en analogías, deducciones y cualquier otra forma de razonamiento no llegaríamos a nada, o a casi nada, porque el código se rige por unas reglas que ignoramos o que no comprendemos plenamente. El centro del enigma, entonces, consistía en vencer la arbitrariedad del sistema, identificar el límite donde lo que era dejara de ser. La respuesta estaba en la forma. Pensé: "jugar con sus leyes para que se anulen". De esa manera di con el secreto: combinar palabra y silencio en un mismo acto.
–¿Sabe jugar al ajedrez?
–Desde pequeño, señor.
–Prepare todo que ahora iré al salón de juegos.
En el espejo que está junto a mi cama descubro que mis ojos se han aclarado. El azul que tenían antes se ha vuelto celeste, o casi blanco. No me arden ni están irritados. No me hacen más bruto ni más sabio; apenas un poco más viejo.
En el salón de juegos hay bellas alfombras rojas. Cubren todas las superficies: el piso, las mesas, las paredes. Lo último, en cualquier otro lugar me parecería desagradable. Me espera la partida. Me acomodo en mi lugar.
–¿Color?
Si no sabe cómo se asignan los colores en el ajedrez, apenas debe imaginar cómo se utilizan la reina o las torres. Miro el tablero para determinar cuáles son los cuerpos que brillan más. Dos espacios vacíos me interpelan. Subo la cabeza y veo que el muchacho aguarda mi respuesta, paciente en su mundo como un muerto presto a olvidar.
–¿No ve? ¿No ve lo que ha ocurrido? ¡Faltan los reyes!
No son mis palabras lo que se escucha, son mis silencios.
–¿Los reyes? Sus lugares están vacíos, pero ellos están. Ellos están, se lo aseguro. Tantas palabras, tantos movimientos, ¿para qué quiere que aún permanezcan aquí?