el interpretador narrativa
 

Una selva en el campo

 

Marcelo Svartman

 

El campo no era más oscuro de lo que se habían imaginado. Tenían que recorrer la zona para resolver un enigma. Estuvieron dos o tres horas vagando sin encontrar nada interesante, salvo un par de ramitas tiradas junto a un alambre y unas vacas que caminaban en grupo y en silencio.

–No tendría que haber venido. Sabía que esto iba a fracasar.

Siguieron caminando. El sol y el sudor se juntaban en sus cuerpos. Aparecieron unos árboles. El terreno se hizo irregular. Decenas de plantas brotaron de él.

–Parece que nos vamos a meter en una selva.

Ya habían ingresado. Era una selva artificial creada para encerrar al hijo del rey. Segismundo, según informaron los vaticinios, sería un tirano. Mataría a su padre y a su madre y los enterraría en el lugar donde había crecido y pronunciado las primeras palabras.

Avanzaron unos pasos y escucharon gritos. El que gritaba sufría.

–Estamos cerca. Vayamos despacio. Tal vez podamos oír algo que nos ayude.

–Mejor tirémonos al piso. Nos dijeron que la aventura incluía armas.

Así hicieron. Se arrastraron con cautela, como soldados en su primer combate. Una voz se oyó, lejana. Cambiaron de rumbo. La cercanía de un gemido les indicó que iban en la dirección correcta. “El origen –pensó ella– nunca es lo que esperamos. Siempre hay que arrastrar el cuerpo un poquito más.” Él se adelantó unos metros. La esperó recostado en el suelo, ahora como un lagarto.

–Escucháme. Es peligroso que nos separemos.

–Vos te adelantaste.

–Juntos somos débiles; separados somos doblemente débiles. Detrás de ese árbol –indicó el tronco más cercano– hay un pozo. Puede ser una trampa, también una salida. Creo que estamos obligados a averiguarlo.

–Es un juego. Subir, bajar, avanzar y retroceder son parte de la diversión. Vamos.

El pozo que se veía en la superficie se comunicaba unos centímetros bajo tierra con un caño gigantesco. Era una tubería paralela al suelo diseñada para la circulación de hombres. Había espacio. El plástico no dañaba los cuerpos.

–¿Cómo estás? –Dijo Mr. Tool, que se introdujo primero.

–Como si estuviera en un tobogán.

¿Un tobogán? Se desplazaban con lentitud. Mr. Tool había entrado al tubo con las piernas hacia adelante. Le parecía más seguro. Carmen entró en la misma posición.

–Cuando era chica iba a una plaza que quedaba cerca de mi casa que tenía un tobogán. Los chicos de mi barrio, que éramos pobres y solo accedíamos a los paseos que nos brindaba el estado, inventábamos juegos para ver quién iba a subirse antes a él. Algunos días, de tan divertidos que se volvían los juegos, nadie se subía al tobogán.

“Una sentimentalista”, pensó Mr. Tool. “A los niños pobres les alcanza con lo que tienen; es más, hasta les sobra. Su espíritu es rico. Están más allá de las cosas de este mundo”.

–A quince cuadras había una plaza que tenía muchos toboganes. Era la plaza del pueblo, la que tiene enfrente la iglesia, la municipalidad y, en los últimos tiempos, un teléfono público. A nosotros no nos permitían jugar allí. Alguien –ahora no recuerdo quién, eso no importa– había prohibido nuestro ingreso. Nuestros padres nos recordaban continuamente y con miedo que nos mantuviéramos lejos. Temían una sanción. No era injustificado que actuaran así: el sobrino de una vecina fue un par de veces a los toboganes y murió al poco tiempo en un accidente. Al año ¡oh, casualidad! murieron sus padres en otro accidente.

Las aclaraciones las hacía en voz baja para diferenciar los comentarios de la narración.

–No estaba prohibido que nos acercáramos, pero sí que jugáramos allí. Crecimos. Aprendimos a leer. Buscamos una ley que nos dejara fuera de los toboganes. No existía. Nunca había existido. Como estábamos en tiempos de revolución, logramos que a la plaza le pusieran “La plaza de los niños pobres”. No sé qué nombre lleva hoy, pero todos pueden jugar allí.

“Hermoso. Un homenaje a la igualdad. La humanidad progresa, pese a todo.”

Las piernas de Carmen golpearon la cabeza de Mr. Tool.

–¡Cuidado!

–El culpable sos vos que retrocediste sin avisar.

–No seas estúpida –dijo Mr. Tool–. Me detuve porque adelante hay un hueco.

–Avanzar, caer –dijo Carmen. ¿Conocía lo que iba a suceder?– No vinimos acá a reflexionar.

“Reflexionar”, pensó el inglés. “No sé cuál es la diferencia entre la reflexión y el recuerdo, el análisis y el reconocimiento. Son escalones de una escalera que está tirada en el piso.” Estiró su pierna derecha y tanteó el vacío. Su pie fue cada vez más lejos: no encontraba nada.

–¡Colón! –dijo el inglés y se impulsó hacia atrás. Su carne y todos sus huesos abandonaron el tubo y volaron durante algunos segundos en la oscuridad. Después sintió el golpe de algo fresco que imaginó agua o la muerte. Se sumergió en una laguna, tocó el fondo, rebotó en él y salió a la superficie. Ahora había luz. La orilla estaba cerca. Nadó hacia allí. Antes de llegar, escuchó una nueva zambullida. No se dio vuelta para mirar. Se acostó sobre la arena. Cerró los ojos.

–¡Buen chapuzón! –dijo su compañera–. Ahora nos falta caminar sobre una cuerda para rescatar un gato.

Mr. Tool permanecía en el piso. ¿Se estaba haciendo el dormido? Carmen juntó las manos y sacó agua de la laguna. La tiró sobre la espalda del inglés.

–O una liebre –dijo, como si todo pudiera ser un poquito peor. Volteó su cuerpo y abrió los brazos como un ahogado.

El escenario era irreal: estaba la laguna, estaba la arena y, cerca del techo de la cueva, un regimiento de cuervos. Pegaban saltos de un escalón a otro de unas escaleras. Desplegaban sus alas para simular un vuelo que no existía. Era curioso: los que estaban más cerca del piso pasaban de un lugar al otro exhibiendo un equilibrio formidable; los de arriba actuaban como los anteriores, pero después de muertos –la muerte debe ser un ir hacia atrás, un renacer que reconoce las mismas angustias, sufrimientos y felicidades de la vida. A veces pienso que cuando muera, el reloj arrancará de nuevo y poco a poco me acostumbraré, como hoy me acostumbro al lenguaje y a la memoria, a sentir que todo es natural, suficiente y necesario. No sé cómo se imaginan su muerte las demás personas–. No estaba soñando: en mis sueños las cosas bajan; por lo general, ni siquiera pueden separarse del piso.

Me incorporé y fui hacia las escaleras. Crecían paralelas unas de las otras como si fueran las raíces de una planta divina. No sé por qué, al observarlas, recordé la cara de Chaplin y las calles de Europa de comienzos de siglo. Tenía que rodear la laguna. No era lejos. Carmen tomó mi lugar en la arena. Estaba tirada boca abajo y con las piernas separadas, como los sapos que mueren arrollados en las rutas sobre el asfalto caliente. Sentí deseos de fumar. Pensé, como otras veces en mi vida, que yo era un pobre hombre de ciudad. Inútil hacerse el héroe: ellos esperan vencer a partir de la destrucción de su oponente; nosotros, a partir de la persuasión o el cansancio. La arena, a medida que avanzaba, se hacía más oscura. En otros momentos, volvía a hacerse clara. Miré hacia arriba: ahora, sobre los escalones, no había nada. Apuré el paso cuanto lo permitía la arena. Llegué a la base de las escaleras y descubrí que terminaban en un círculo de luz. Calculé la distancia hasta la salida: no eran más de noventa escalones. ¿Qué habría allí? Me figuré una habitación llena de lamparitas con una puerta en el costado que daba hacia un pasillo espiralado que regresaba a la selva. Llamé a mi compañera.

Fui hacia allí. En la mitad del trayecto sentí que nunca llegaría. Era como atravesar un desierto con muletas. Las escaleras y el hombre que me había gritado unos momentos atrás se alejaban un poco cada vez que yo daba un paso. Yo avanzaba un metro y ellos retrocedían medio, yo avanzaba medio y ellos retrocedían un cuarto, yo avanzaba un cuarto y ellos retrocedían la mitad. La maravillosa humorada de Zenón ahora cobraba sentido. Pude, sin embargo, venciendo esa metafísica imposible –a veces pienso que toda metafísica lo es– alcanzarlos.

–Arriba hay luz –dijo Mr. Tool–. Luz eléctrica. Creo que es una habitación llena de lamparitas. No se me ocurre otra cosa. Lamparitas, un pasillo espiralado y la selva.

Carmen no respondió. El inglés palpó el caño de la escalera que estaba junto a él para asegurarse de que no fuera resbaladizo. Comenzó a subir. Apoyó un pie, y el otro, y uno, y el otro, y los brazos ayudaban juntos tirando hacia arriba. No era un ascenso armónico: subía de la manera torpe con la que los chicos dan sus primeros pasos. Carmen, al lado del niño, parecía una bailarina: sus brazos se estiraban, sus manos se cerraban, sus piernas se alzaban. En la mitad pararon a descansar. El segundo tramo les resultó más liviano.

Llegaron al lugar que el inglés había imaginado. Decenas de lámparas pequeñas llenaban de luz blanca el espacio, que no era más agradable que el comedor de un colegio municipal. En la zona de las escaleras los focos estaban protegidos por unos conos de metal que direccionaban la luz. A los costados, los conos desaparecían. “Ahora, el pasillo.” A la derecha vieron una puerta. Esquivaron dos huecos y llegaron hasta ella. La abrieron.

–Está oscuro.

–Sí.

Siguieron por un corredor que después de unos instantes se hacía espiralado. Subía. Caminaron un par de minutos. El camino se hizo más claro. Corrieron. La claridad aumentaba. Era la selva. Otra vez la selva.

–Cuando en una aventura la propia vida no corre peligro, es un juego. Cuando en un juego se conoce de antemano lo que va a suceder, se transforma en una trampa. La política es, creo, una de las pocas artes que admite los tres estados a la vez.

La voz llegaba aristocrática. Pertenecía a un hombre que estaba en el centro de un pequeño estadio dando un discurso. Lo escuchaba un centenar de personas que estaban sentadas sobre una grada. En un sector se reunía un grupo de uniformados. Estaban parados.

–¡Cicerón! –exclamó Mr. Tool–. Catilina y retórica. Por fin un hecho histórico para presenciar.

Penetraron en la selva. Dieron unos pasos y divisaron el estadio. Los pasos de un animal sonaron cerca. ¿De dónde venían? No se repitieron. Ingresaron al estadio. ¿Alguien notó su presencia cuando ocuparon la grada? Se ubicaron detrás del orador.

–Yo, el más honesto y prestigioso de los pescadores, merezco, merced al trabajo continuo y esforzado que he llevado a cabo durante toda mi vida, la honra y la responsabilidad de decidir qué es lo que conviene que hagamos. Yo –hizo una pausa para elegir la palabra siguiente– suplico ese privilegio.

El hombre terminó de hablar. El público se levantó con entusiasmo y comenzó a aplaudirlo. El ruido se mantuvo hasta que los guardias movieron sus sables en círculo. Sus puntas miraban al cielo. El sol reverberaba en ellos. Ese brillo fue un espectáculo hermoso; el vaciamiento de las gradas, una muestra de orden no menos espectacular. Uno de los centinelas se acercó al orador y le dijo algo. Después se reunió con el grupo de oficiales y salió por donde lo había hecho la gente. El orador sacó un pañuelo del bolsillo derecho de su pantalón. Se secó el sudor de la cara y volvió a guardarlo, tras desplegarlo y doblarlo prolijamente, en el mismo lugar. Tenía el aspecto de un borracho luego de pegarse una ducha, cuando se mira al espejo y no sabe si acostarse al lado de su mujer, tomarse un vaso de agua o pegarse otra ducha.

Miró el cielo. Una bandada de gaviotas lo cruzaba. Se agrupaban de a cuatro o cinco formando, entre todas, un ángulo de cuarenta y cinco grados. Pensó que, dado que parecían un bumerang, quizás volverían y lo llevarían a conocer el lugar desde arriba, de manera que podría descubrir cosas que nunca antes había observado o entender, desde la altura, aquello que en el llano le era incomprensible. Sintió que alguien hablaba. Sería, seguramente, alguna persona que había llegado tarde a la cita, que había dormido durante el discurso y que se había despertado con las aves, no las que volaban sobre ellos, sino las que llenaban su sueño de gritos, tal vez búhos, tal vez cuervos. Se dio vuelta.

–¿Dónde estamos? –preguntó Mr. Tool.

–Chile. A treinta kilómetros de Viña del mar. En un lugar llamado por los chilenos El cardenal y por nosotros La muerte del cardenal.

–¿Y el año?

–¿No sabe en qué año vive? Ahora, si pregunta por nosotros, es otro tema.

No habían viajado en el tiempo. Tampoco en el espacio. Si el cálculo de Mr. Tool era correcto, el orador representaba la última etapa del recorrido, la instancia previa al encuentro con el director.

El hombre no parecía violento. Tampoco un demente. ¿Por qué se postulaba, entonces, a un cargo político? Era canoso. Su pelo era abundante a los costados de la cabeza. En el centro, el cráneo estaba a la vista. Lo adornaban algunos lunares esparcidos sobre la piel. Su imagen era la de un investigador, un erudito de país pobre, sin recursos, hundido en la gloria y la miseria de sus papeles manuscritos, revelados a algún discípulo después de la medianoche, con poca luz, en una habitación repleta de frascos y tubos de ensayo, libros y un poco de alcohol para esterilizar materiales.

“Si pregunta por nosotros, es otro tema. Está claro que tengo que indagar por allí. Una pregunta, una historia y el director.”

–Nunca había escuchado que un pueblo utilizara la palabra muerte para nombrarse. ¿El cardenal es el pájaro?

–No es un pájaro, es una persona. –El orador señaló las gradas.– Será mejor que nos sentemos, porque la historia es larga. Suelo comenzar por el origen y no evito los detalles.

El inglés detestaba los detalles. Los consideraba innecesarios en una narración. Sin embargo no dijo nada: ¿para qué postergar el desenlace? ¿para qué introducir nuevos hechos que se pudieran evitar?

El hombre levantó la mano izquierda para tirar hacia atrás el pelo de ese lado de su cabeza. Después miró su otra mano, que estaba recostada sobre el cuerpo, e hizo un gesto de fastidio, como si ella fuera la responsable, y no él, de haber olvidado el sombrero de paja en su casa. Giró y caminó hacia las gradas en las que se había ubicado el público. Detrás iba Mr. Tool. Carmen, rezagada, lo seguía. Observaba lo que había a los costados. Pensaba que ese hombre, que tan serio y confiable parecía, era un impostor que los retendría hasta la llegada de un contingente de indios antropófagos. Comparó la altura de las gradas: la de la izquierda tenía dos escalones más que la de la derecha. ¿Qué significaba eso? Aceleró el paso. Quedó a la par de Mr. Tool.

–Esto no me gusta nada –dijo–. Nos hace perder el tiempo. Es un impostor.

Mr. Tool sonrió.

–Los impostores no hacen discursos tan malos como el que escuchamos: ellos no escriben sus discursos.

–Nunca se sabe.

El hombre ya se había acomodado en la grada. Estaba sentado en el tercer escalón. Sus piernas, estiradas, se apoyaban en la arena. Su espalda, casi recta, utilizaba como respaldo el escalón siguiente. Sus brazos formaban un ángulo agudo; también se apoyaban en el cuarto escalón. Mr. Tool se sentó en la arena. Después Carmen, a medio metro de él.

–Cristo fue el primero. Todo indica que murió en Jerusalén y que nunca, más allá de algunos milagros, estuvo nuevamente entre los hombres. Él es el inicio. ¿Si tenía el mismo rostro que el que había muerto en Asia? No lo sé, pero eso es anecdótico: en la historia importan los nombres. Como el otro, es inmortal. A diferencia de ese, sus hijos y los hijos de sus hijos también lo son. Y no de manera metafórica.

Mr. Tool hizo una mueca jocosa.

–¿Nadie muere?

–Déjeme seguir. Cristo y un conjunto de mujeres tienen hijos. No me pregunte de dónde salen las mujeres, porque para eso no tengo explicación. Como entenderán –ahora volvía a dirigirse a los dos–, estamos hablando del comienzo: ciertos axiomas son necesarios. Esos hijos tienen hijos entre sí, la comunidad...

Carmen impidió que avanzara:

–Eso es imposible. Hoy no había ni cien personas aquí. Si fueran inmortales, serían millones.

–No se apresure. Voy a utilizar una parábola de mi actividad. ¿Está bien? No me interrumpa, por favor. Yo soy pescador. Paso de cinco a ocho horas por día sacando peces del agua. Imagínese que preparo el anzuelo, lo tiro en cualquiera de los charcos que hay por aquí cerca y un hombre, que me ha apostado momentos antes que no hay peces allí, me quita la caña cada vez que observa que tengo un pez bajo mi dominio. El hombre es más fuerte que yo e intenta convencerme de que si yo no le entrego el pescado en la mano, debo pagarle lo convenido. Usted diría que ese contrato no es justo. No sé si me entiende.

–Entendemos –se adelantó Mr. Tool–. No hace falta que se justifique tanto: usted es el narrador.

–Todo está sabiamente calculado. Doscientos años después del nacimiento aparece la fundación. La población había crecido de una manera monstruosa. Las mujeres hacían de todo: sembraban, cosechaban, criaban a sus hijos. Y algo más, todavía: eran las encargadas de servir a los hombres cuando ellos se lo pidieran. Esa función estaba por encima de todas.

–¿Y ellos, qué hacían? –preguntó Carmen. ¿Era feminista?

–Estaban ocupados con otras cosas. Los hombres se dedicaban a actividades deportivas: luchaban sobre los árboles, corrían sobre la llanura con los ojos vendados, lanzaban piedras o mantenían la respiración bajo el agua. El problema apareció cuando comenzaron a aburrirse. ¿Cuándo fue eso? Cuando sabían antes de que empezara la competencia quién iba a ganar. ¿Qué hicieron? Ya estaban los mejores. Ahora restaba saber quiénes podían ser los peores.

–¿Eso no surgía también de las competencias?

–Es que uso la palabra peores en otro sentido. Quiero decir inferiores, malos.

–¿Había valores?

–Malos para mi sistema de valores, no para el de ellos. Aunque no niego que tuvieran el suyo, obviamente. Estaban aburridos. Ese es el hecho que nos interesa. Querían cambiar de actividad. Y lo hicieron: comenzaron a maltratar a las mujeres.

–¿Eso es una evaluación suya?

–Vamos a los hechos –protestó el inglés–. Es imposible reconstruir una historia si reflexionamos sobre cada palabra que se dice.

–Tenés razón –dijo Carmen. El pescador aprovechó para continuar:

–Jugaban con las mujeres como antes arrojaban piedras o aguantaban la respiración. Arrancaron con tinturas: las pintaban de diferentes colores e imaginaban que eran distintos animales. Ellas debían hacer de ese animal y respetar su rol dentro del relato. Defendían a los hombres, los atacaban o los miraban recostadas en el piso según un guión que existía en la cabeza de alguno de ellos, que nunca se comunicaba y que la mujer debía adivinar. Una prefiguración de la improvisación en el teatro moderno. Eso durante algunos años, no sé cuántos exactamente. Después vinieron los juegos de violencia explícita. Apostaban cuál soportaría más golpes antes de caer al piso, a quién le cicatrizarían antes las heridas y pasatiempos por el estilo. Se practicaron mutilaciones. Cristo, estoy seguro, no esperaba semejante atrocidad. Las mujeres padecían su carne. La mayoría se volvió inútil para la reproducción. Entonces Cristo decidió regresar. Retornaba para terminar su obra. Retornaba para alcanzar la perfección. Cristo ama la perfección.

–Perdón –dijo Carmen–: ¿dónde estuvo Cristo durante esos años? ¿No era también un hombre?

–Cristo es Cristo en cualquier continente. Tuvo algunos hijos, dio comienzo a nuestra cultura y partió vaya a saber adónde a continuar sus bondades. Luego volvió encarnado en otro hombre: el cardenal.

La historia iba al nombre. El hombre había existido.

–¿Sabía la gente que eran inmortales? ¿Especulaban con eso? Doscientos años no es demasiado tiempo. Además, quizás fueron cien. ¿Hay algún registro? Tal vez nunca haya habido inmortales, sino, simplemente, algunas generaciones longevas. Dos generaciones longevas pueden dar esa impresión.

–Eso es una interpretación que usted puede hacer, pero no tiene nada que ver con la realidad. Por otro lado: ¿por qué pensar que los hombres vivieron el doble de lo que se vivía en aquel tiempo y no aceptar mi versión, que es menos fantasiosa? Creer que nuestro destino sobre la tierra se rige por el azar es ser partidario de la religión más elemental.

–No nos metamos con las creencias –dijo el inglés. Veía que la conversación se estaba yendo a cualquier parte.– En ese terreno no se puede discutir.

–Resumo –dijo el pescador. Carmen lo interrumpió:

–¿Tenían sangre?

–Eran inmortales, no inalterables. Y déjeme seguir. Estaba desapareciendo la reproducción. Por ende, el número de personas se mantendría constante. El progreso, en esas condiciones, sería imposible. Los hombres se arrastrarían de un lado a otro, como larvas, con la piel arrugada y la vista muerta. Pero eso no llegó a suceder: apareció el cardenal. Puso orden donde había desorden, razón y letra donde había voz y arbitrariedad. Lo primero que hizo fue proporcionar un alfabeto. Hasta ese momento no había un conjunto de sonidos que significara algo para todos. La gente se entendía por señas. Estas, a pesar de la extensión de su uso, tampoco querían decir nada determinado, tan solo que el que las hacía tenía algún deseo que quería satisfacer. De qué deseo se trataba no importaba, porque no había diferentes deseos. Ahora va a quedar más claro. La repetición de señas llevó a su convencionalización: estirar la mano ante una costurera significaba necesito un abrigo; agachar la cabeza luego de recibirlo, el trabajo está bien hecho. Ese comportamiento derivó en una sociedad de personas atadas a lugares. Una mujer, por ejemplo, sacaba frutos de los árboles cuando ya estaban maduros; que un hombre se le acercara significaba que quería probar ese fruto. Si quería indicarle que iba a dormir o que se había despertado temprano, no tenía opciones disponibles en su lenguaje para hacerlo. Con el tiempo esas intenciones fueron desapareciendo: dejaban de formar parte del universo de necesidades de los hombres. A primera vista parece un lenguaje pobre, sin embargo lo distingue de las otras lenguas naturales un rasgo positivo: evita la ambigüedad. Con la creación del alfabeto se modificaron muchas cosas: desde las leyes, que ahora podían consultarse y discutirse, hasta el trabajo, que pudo distribuirse equitativamente. Pero no termina ahí la obra del cardenal. Con sabiduría entendió que el aburrimiento y la crueldad no se podrían evitar mientras no se tuviera acceso a la muerte. El cardenal mostró el sendero para alcanzarla.

El hombre se detuvo. Estaba llorando.

–Disculpen –dijo. Se secó la frente con un pañuelo.– La gente elegiría gobernantes. Su número no sería fijo: cualquiera podría postularse. El lugar del comicio sería este estadio. El orador rendiría examen frente al público. Este podría manifestarse de dos maneras: con aplausos, en caso de aprobación, o con agresiones, en caso de que no le gustara el candidato. El mandato duraría un año. Cumplido ese lapso, uno ya estaría en condiciones de morir. Nada, ni siquiera una gestión pésima, podría anular ese privilegio.

“Esta historia es imposible”, pensó Carmen. “Las leyes pueden afectar las condiciones de vida de las personas, pero no la vida misma.”

–Faltaba el problema de la superpoblación. Decidió que cuando una mujer tuviera un hijo, tendría que elegir un hombre para abandonar la ciudad, en ese caso ya como mortales. El hijo se le cedería a una mujer cualquiera. A esta le estaría prohibido quedar embarazada durante cinco años. En caso de violar la ley, se esperaría que diera a luz y luego se la echaría del pueblo.

Mr. Tool escuchaba excitado. “Una sociedad donde la política y el exilio tienen el mismo fin.”

–Se les concedió a los menores de treinta años la posibilidad de elegir entre irse o tener un hijo dentro de los siguientes tres años. A los mayores de treinta y menores de setenta solo les cabía la primera opción. Una ley, la “Ley de derecho al exterminio”, acabó con la vida de los viejos y la de las mujeres que no podían procrear. Ese privilegio –esto es claramente un símbolo del crecimiento de nuestra sociedad– no se repitió nunca: no hizo falta. Así se terminó con el exceso. Así comenzó la era de comprensión, cordura y bienestar en la que hoy nos encontramos.

–Es fascinante –dijo Mr. Tool.

–Ahora nadie supera los treinta y dos años. Ni siquiera yo –dijo sonriendo–. Cristo murió a los treinta y tres. Nadie puede vivir más que Cristo. No entre los pueblos verdaderamente cristianos.

El hombre levantó la cabeza y observó un conjunto de gaviotas que recortaba el cielo: a diferencia de las otras, éstas formaban un círculo casi perfecto, un anillo leve que conquistaba el aire.

–Siempre hay un horizonte que nos llama. Debo seguir mi camino.

El hombre se incorporó y caminó sobre la grada hasta la salida más cercana, que era la que habían utilizado el público y los guardias. Mr. Tool y Carmen lo siguieron con la mirada hasta que su figura abandonó el estadio.

Antes de que pensaran en algo, apareció el director. Venía escoltado por dos hombres que llevaban anteojos negros. Uno tenía bigotes. El otro tenía la cabeza rapada. Avanzaron en línea recta hacia el centro del campo y se detuvieron allí. Cruzaron algunas palabras. Luego, el director se separó. Su imagen era la de un empresario que ha disfrutado de la vida sin demasiados excesos. Era delgado. Cuando sonreía, parecía un niño; cuando hablaba, dejaba en claro que odiaba a la gente que actua como si todavía lo fuera. Era parco. No era irrespetuoso. Era un hombre que nunca había obligado a nadie a hacer nada: él proponía, los otros aceptaban.

–Los felicito. Sabía que llegarían al final del recorrido –dijo cuando estaba cerca de Mr. Tool. Este se levantó de la arena y estrechó su mano.

–Tengo sed –dijo–. ¿Trajeron alguna bebida?

–A doscientos metros tenemos la carpa y los refrescos. Vamos.

El director ayudó a Carmen a incorporarse. Les hizo una seña a sus hombres y estos se acercaron. Los cinco caminaron en silencio. Mr. Tool, Carmen y el director iban adelante. Salieron por donde habían salido todos. Recorrieron un bosquecito con árboles de frutos rojos. El director se detuvo frente a un pino. “En quince minutos volamos”, dijo. “Pero antes tenemos que sacarles unas fotos.”

Volvieron al estadio. Un helicóptero y una carpa amplia los esperaban. Bebieron agua. Comieron pan y milanesas de pescado.

–Ahora pueden tomar las fotos –dijo Carmen.

–¿Qué fotos? –dijo el director–. ¿Quieren más fotos todavía?

Subieron al helicóptero. El director se ubicó frente a Carmen y el inglés. Los hombres de anteojos negros fueron uno de cada lado.

–Todo salió bien, por lo que veo. ¿Qué pasó?
Mr. Tool tomó la palabra:

–Caminamos por el campo y aparecieron unos árboles. Del piso salieron plantas y estábamos en una selva. Escuchamos unos gritos y vimos que cerca, en el suelo, había un agujero enorme. Entramos por ahí. Había un caño que corría paralelo al piso. Avanzamos hasta que se terminó y caímos en una laguna que estaba dentro de un lugar que era como una gran caverna. Había unas escaleras y unos cuervos. Trepamos y llegamos a una habitación que estaba iluminada con pequeñas lámparas blancas. Pasamos a un pasillo espiralado y de ahí al estadio. En el centro había un hombre que estaba hablando. En las tribunas cien personas lo aplaudieron cuando terminó su discurso. Después nos acercamos y nos contó una historia fantástica. Dijo que vivía en una sociedad de seres inmortales en la que el primer hombre había sido Cristo. Dijo que en el comienzo los hombres eran crueles y no tenían lenguaje, que después llegó el cardenal, que en realidad era Cristo, y les enseñó nuestro alfabeto. Lo más importante que hizo es que puso condiciones para ser inmortal. Los hombres se calmaron: el cardenal les había dado un sentido a sus vidas.

–Bueno, linda historia –dijo el director. Luego se dirigió a Carmen: –Usted ya sabe lo que tiene que hacer. La espero en quince días en mi oficina.

Las hélices se detuvieron. Bajaron del helicóptero.


 
 
el interpretador acerca del autor
 
             

Marcelo Svartman

Nació en Buenos Aires en las primeras horas del otoño de 1979. Cursa el último año de la Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Trabaja como docente del área Lengua y Literatura en colegios secundarios del conurbano bonaerense. Integra el proyecto de investigación Pobreza e indigencia en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, dirigido por la Dra. Laura Pardo. Forma con Iván Hernández el dúo Desfonema, dedicado a la música electrónica experimental. Fue codirector de la revista literaria Andrógina. Tiene un libro de cuentos inédito: Una selva en el campo. Está terminando, actualmente, su segundo libro de relatos: El contorno de la sal. Coordina además la sección de literatura del sitio Discurso.org: http://www.discurso.org

Ha publicado un cuento, titulado Un auto para pobres, en la revista la máquina excavadora, que puede leer haciendo click sobre el enlace:

Un auto para pobres

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Número 1: abril 2004 - El lugar del rey (narrativa)