El tercer lugar

Marcelo Svartman

 

 

La habitación es pequeña, sí, pero es ideal para escribir. Tiene menos de dos metros de lado. El espacio es suficiente para que se acomoden una cama, un armario, una mesa de luz y un escritorio. Las puertas del armario tienen vidrios. Ese es un lujo de otra habitación.

El techo es alto. Del centro de ese cuadrado parte un cable, delgado, que se acerca a la cabeza de Mara mediante una lamparita. Hay otra lámpara junto al armario. Ilumina más la que cuelga del techo, pero cada tanto tiembla y parece que va a quemarse. Para Mara es mejor usar la débil: es uniforme. Además, por su posición, disimula sin esfuerzo el polvo que cubre el piso.

Las paredes son amarillas. Están bastante cuidadas. Sólo dos manchones en la altura las distraen de su perfección.

En la pared que se apoya el escritorio hay una gran ventana. Al abrirla se pueden ver escaleras, vidrios rotos, colchones y ladrillos. Pero a Mara eso no le interesa: le alcanza con lo que pueda captarse antes de la que la conciencia empiece a vacilar.
Había llegado allí caminando desde la estación. Antes la habían rechazado en varios hoteles porque estaban completos o era demasiado temprano para albergar a otro visitante. No le costó decidirse.

Le sorprendió que la puerta de entrada estuviera cerrada. Golpeó varias veces hasta que alguien se acercó a recibirla. Era un muchacho. Pesaba, por lo menos, noventa kilos. “Estoy buscando un cuarto”, le dijo. “Sí, adelante.”

Mara dio unos pasos y se paró frente al tablero de las llaves. “Mostrame el más lindo”, dijo, menos como una orden que como un ruego. “Te muestro lo que hay”, respondió él, seco, sin mirarla.

“La habitación es ideal para escribir”, pensó. Dejó la mochila que traía sobre el escritorio. Se sacó la campera. Se tiró sobre la cama.

Durmió veinte minutos. Luego fue al baño. Aunque estaba transpirada y tenía la boca pastosa, no quiso ponerse desodorante ni lavarse los dientes. Tampoco cambiarse la ropa: así estaba bien.

En el baño había una ventana. “¿Ramificada en tres? ¿Ramificada?” De sus tres divisiones, sólo la parte de arriba podía abrirse. Mara observó los vidrios. Los vidrios esmerilados le causaban curiosidad. Iba a tocar uno. Dio un salto hacia atrás. ¿Qué era eso? Detrás de la ventana se veía algo negro. Mara se imaginó un murciélago pero después lo negro tuvo contorno y descubrió una paloma.

Se sentó en el inodoro. Relucía. Soltó el líquido que a su organismo ya no le resultaba útil. Sintió placer. Jugó con una mano sobre el escaso vello que cubría su vientre. Ahora estaba liviana como una paloma suicida.

En la calle no hacía frío. “¿Adónde puedo ir?” Salió hacia la derecha y tomó una avenida que terminaba en un parque.

El parque presentaba elevaciones. Tenía decenas de accesos, de piedra, tierra o carbonilla, que se cruzaban en alguna llanura. “Quiero ver el centro. Lo necesito.” Divisó unas rejas: un rectángulo amplio limitado por barrotes. Se introdujo en el sector. Un cartel rezaba: Pista de patín. No ingresar con zapatillas. Se apoyó sobre la baranda de la estructura de hierro. Cerró los ojos.

Escuchó unos sonidos. Caminó en esa dirección. Ascendía. Apareció una avenida y un territorio extenso con árboles y alambres.

Entraba en el zoológico. Como el parque que había atravesado antes, su diseño parecía responder a un sistema de peldaños, senderos de adoquín y pasto, en proporción equilibrada, que no conducía a ninguna parte. “Nada a partir de lo cual organizar las sucesiones de cambios, los contrastes de textura y color que ocupan la región.”

Las primeras jaulas estaban vacías. Tres pumas. Después un serpentario, unos mandriles, llamas y corderos. Unos lobos marinos. Ni leones, ni jirafas, ni elefantes. Tampoco el vaho fétido de los animales. “Como si alguien hubiera rociado a las fieras con una fragancia limpia y permanente.”

Una fragancia limpia y permanente. El cansancio. “La impresión de un continuo que no se altera, ni en profundidad ni en longitud, y que amenaza con adueñarse de todo lo que por reflejo, pero todavía como presencia, conforma el mundo.”

¿Dónde? Podía ser un ave. También una turbina que sonara bajo la superficie. “¿Una alondra, un cisne, una fuente?”
Unos pájaros se quejaron.

 


©Marcelo Svartman

 
el interpretador acerca del autor
 
                           

Marcelo Svartman

Argentina, 1979.

Estudiante de la Licenciatura en Letras (UBA).

Con Iván Hernández, el dúo Desfonema, dedicado a la música electrónica experimental.

Ha publicado un cuento, titulado Un auto para pobres, en la revista la máquina excavadora, que puede leer haciendo click sobre el enlace:

Un auto para pobres

Publicaciones en el interpretador:

Número 1: abril 2004 - El lugar del rey (narrativa)

Número 2: mayo 2004 - Una selva en el campo (narrativa)


   
   
   
   
 
 
 
 
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